Era una villa chacarera crecida alrededor de las vías, allá en el Territorio de La Pampa Central. Los molinosmetálicos erguidos por encima de los techos de las casas de ladrillo y de chapa, gente a pie y en sulkys, chatas o breques atravesando sus calles anchas, polvorientas, laboriosamente ganadas a la llanura y barridas por vientos incansables. En 1919, cuando Europa y el mundo emergían de la "gran guerra" y gobernaba el país el presidente Yrigoyen, Colonia Castex había cumplido una década de airosa existencia frente a las inclemencias del cielo y de la tierra. Detrás de su apariencia tranquila, este caserío era el vértice de ambiciones febriles y grandes negocios en los que se amasaban fortunas, escenario de furiosas pendencias y disturbios que con frecuencia ponían a prueba a las autoridades. Resonaba todavía la ira de los agricultores, el escándalo de las parvas quemadas, el odio y el miedo por las represalias que arrearon a la cárcel a muchos colonos. La huelga agraria había reavivado la protesta por los atropellos policiales, tensando al máximo las disputas por el poder municipal que de un tiempo a esta parte envenenaban la vida del pueblo, y esas malas señales enrarecían el ambiente el día en que sobrevino otro episodio fatal que sus habitantes recordarían por años y años.
Era la una y media de la tarde del 4 de noviembre, hora que quedaron marcando durante largo tiempo las agujas del reloj de pared de la fonda La Colonia de Santiago Peirone, clavadas en ese ángulo, rota la cuerda por el impacto de una bala perdida: uno de los tiros de revólver que no acertó al cuerpo del hombre que moriría allí, en la esquina de la que después fue la calle España, junto a los carros y caballos amarrados al palenque; a la vista de todos y de ninguno, porque nadie podría haber ignorado lo que estaba pasando y sin embargo ante la ley nunca hubo testigos que dieran fe de las circunstancias.
Un joven rubio de aspecto simpático y humilde, de mirada huidiza bajo la línea oblicua de las cejas, en mangas de camisa, con sus bombas batarazas y las alpargatas negras moteadas por el polvo, estaba en el interior del local, compartiendo una botella de cerveza en la mesa de algunos amigos. Fue entonces cuando vio rondar afuera la silueta inconfundible del gendarme Elías Farache, un hombretón de gruesos bigotes negros con el ceño fruncido, gesto que acentuaba la reciedumbre de su cara larga y la mandíbula cuadrada en el mentón, cuya actitud no presagiaba nada bueno porque, como casi todos ya sabian, existia un encono entre ambos, un enredo de faldas, orgullo y venganza. El gendarme esperó a que saliera y lo increpó:
–¡Quieto ahí!
El muchacho trató de eludirlo, pero el policía se interponía en su camino, amenazando con el rebenque que traía colgado de la muñeca izquierda.
–Ese caballo en que andás es robado –dijo señalando un soberbio zaino atado al palenque.
–¡No es cierto!
–¡Date preso! Vas a venir conmigo a la comisaría.
–No me provoques, Farache.
–¡Yo te voy a enseñar quién es el que manda!
El muchacho dio unos pasos hacia el zaino con intención de montar y el otro se lo impidió, haciendo zumbar en el aire un lonjazo que le pasó rozando. Entonces retrocedió para esquivar los golpes, perdió el equilibrio y cayó. Desde el suelo, extrajo el revólver que llevaba calzado en la faja y disparó tres veces. Uno de los proyectiles atravesó la puerta principal de la fonda y fue a incrustarse en el reloj de pared, deteniendo la cuenta del tiempo. Otro perforó los pliegues de la camisa del policía y le voló la gorra. Farache no logró a sacar su arma, pues el tercer balazo le atravesó el cuello y se desmoronó.
Mientras se desangraba, boca arriba en la vereda, su matador saltó al caballo y se alejó a galope tendido por las calles del pueblo, ante el asombro de algunos que lo vieron pasar sin entender todavía por qué.
Así comenzó la huida interminable de quien habría de ser el famoso bandolero: una carrera por los montes y travesías de medio país, perseguido por la policía de seis territorios y provincias, que se prolongó durante dos décadas. El recorrido de Juan Bautista Vairoleto se inició en la Pampa Central, fue extendiendo su radio al sur de Mendoza y San Luis, a la región patagónica de los ríos Negro y Neuquén, y llegó hasta los bosques del Chaco. Este trayecto delimitaba el gran manchón desértico instalado en el corazón de la República, y un espacio análogo de la frontera noreste, donde con mayor evidencia el imperio de la ley todavía era una ficción y el orden estaba en tela de juicio. Su camino se entrelazó por allí con las luchas políticas aldeanas, con las protestas de los campesinos y con la utópica revolución anarquista. Su aventura fantasmal tuvo rachas felices y desgraciadas, pues él repartió alegrías e ilusiones, desató odios y represalias y precipitó crímenes tenebrosos. Pero por encima de todo, los paisanos lo distinguieron como un valiente capaz de alzarse contra los abusos, se regocijaron por las proezas insólitas con que se burló de los que mandaban, agradecieron sus gauchadas, le abrieron las puertas de los ranchos para compartir con él lo que tenían y lo que anhelaban, magnificaron sus poderes milagrosos que trascendían los lindes de la vida y la muerte y lo entronizaron como un mito con pretensión de eternidad.
Era la viva estampa del gaucho, el héroe furtivo y rebelde que encarnó el afán de libertad para los campesinos, pero cuya índole estaba en pugna con la organización del Estado. Porque los jinetes sin tierra ni patrón que proliferaron en esta parte del mundo en tiempos en que sobraba el ganado bagual para cazar, siempre anduvieron fuera de la ley, y ese destino no varió por más reconocimientos que les valiera ofrendar su sangre en la arena de incontables batallas en la edad heroica de la independencia y los alzamientos federales. Cuando la tierra terminó de ser alambrada y los rebaños marcados por los estancieros, muchos se transformaron en una clase de peones rurales, pero sus rasgos bravíos perduraron en el modo de vida de los criadores, los reseros, los domadores, y especialmente entre los baqueanos, cazadores y matreros de las zonas marginales.
En los nuevos territorios que se incorporaron a la jurisdicción nacional tras la Campaña del Desierto, aún se daban condiciones propicias para el gauchaje. La línea de la frontera bonaerense, donde campearon célebres malevos como Santos Vega, Hormiga Negra y Moreira, se había corrido al sudoeste de la pampa seca. La policía rural todavía llamaba gauchos a los bandidos o malvivientes de esta zona, y los relatos por milonga que cuentan las hazañas de Vairoleto lo pintan con la traza gauchesca.
Claro que las cosas estaban cambiando: él era un hijo de colonos piamonteses, que prefería empuñar el Winchester o el Colt y usaba el facón para abrir latas de conservas. Sin embargo, la lucha por la vida en el campo aún parecía la misma. La conquista había despojado y arrinconado a los restos de la estirpe indígena, y los que vinieron a poblar después, peones y puesteros criollos y arrendatarios inmigrantes, eran igualmente campesinos sin tierra, maltratados por los administradores de la civilización. De entre ellos se alzó como un reto la sombra del bandolero. Su existencia y su leyenda son inseparables de la historia de aquella gente en la época de la pampa violenta.
* * *
La imagen inolvidable de su terruño y de lo que Vittorio Vairoleto había dejado atrás cuando resolvió embarcarse hacia el nuevo mundo, era una fiesta de bodas en la aldea, donde todos cantaban y brindaban con las copas y botellas en alto. Los Vairulat, como se pronunciaba en piamontés, eran una numerosa familia de campesinos oriundos de la provincia de Cúneo, al sur de Turín. Vittorio, un mozo fuerte, parco, de cara huesuda y nariz prominente, conoció a Teresa en Villa Faletto, cuando todavía era una niña espigada y graciosa, y la pidió en matrimonio. En 1884 él cumplió veintinueve años y ella quince. Los padres de la chica, Antonio Mondino y María Buchi, conocían a los Vairoleto, sabían que eran gente humilde y trabajadora, y estuvieron de acuerdo. Aquel día, después de la ceremonia religiosa hubo una fiesta memorable en la villa, aimada por las canzonetas, el baile y el vino casero, congregando a viejos, jóvenes y niños de las familias que se unían para celebrar el acontecimiento.
Un año después nació el primer hijo de la pareja, Manuel. Pero en aquella región las posibilidades de prosperar eran muy escasas para los aldeanos pobres, y concibieron el proyecto de ir a América. Varios miembros de la familia Mondino, emigrados años antes, les mandaban noticias favorables desde la Argentina, un país donde hacía falta mano de obra y eran bienvenidos los labriegos italianos para poblar las colonias agrícolas. Ilusionados por esas perspectivas, Vittorio y Teresa se dispusieron a marchar al nuevo continente con su bebé recién nacido. Había que ir a Turín y tomar el tren hasta el puerto de Génova. Desde allí era posible costearse el viaje trabajando en el mismo barco, como habían hecho otros, paleando carbón en las calderas. Así fue como se despidieron de sus familiares y amigos y de los valles del Piamonte, sin saber que era para siempre.
El barco en el que cruzaron el océano se llamó Scriva, y si los registros no nos engañan llegaron a destino en el año 1885. Atracaron en Buenos Aires, una ciudad misteriosa para ellos, y siguieron hasta Rosario remontando el gran río Paraná. Al bajar en los muelles con sus bultos, mientras la sirena de la nave seguía anunciando el arribo, los emigrantes de tercera clase se encontraron con una cantidad de gente que les hablaba en piamontés, ofreciéndoles los más variados destinos y trabajos a cambio de alojamiento y comida. Todo les resultaba asombroso y no era fácil saber qué les convenía, pero tenían que hacer la prueba. Vittorio comenzó a trabajar en la cosecha de esa temporada, y emprendieron un largo itinerario buscando un pedazo de tierra donde afincarse.
Ese mismo año 1885, el Congreso de este país dictaba la ley de premios militares, otorgando tierras a los conquistadores del desierto en una escala que iba desde miles de hectáreas para los jefes hasta cien para los soldados rasos. También en aquellos días, el ex presidente Sarmiento denunciaba en las columnas del periódico El Censor los manejos del general Roca, que adjudicaba campos a sus "agraciados" aprovechando el empréstito aprobado en 1878 con el pretexto de financiar la expedición. Conforme a la ley 947, la Caja de Crédito Público vendió miles de títulos amortizables con tierras, que se negociaron en las bolsas de Buenos Aires, París y Londres: una operación "ruinosa para el Estado", cuyo mecanismo seguía empleando Roca años después de cerrada la suscripción y concluida la conquista. "Es necesario llamar a cuentas al presidente y a sus cómplices en estos fraudes inauditos", clamaba Sarmiento. La colonización por pequeños propietarios, según el modelo norteamericano que él siempre había propugnado, llegaría a tornarse imposible: "Al paso que vamos, dentro de poco no nos quedará un palmo de tierra en condiciones de dar al inmigrante".
Los Vairoleto anduvieron durante años peregrinando de un lado a otro por el sur de la provincia de Santa Fe. Vittorio encontró diversas ocupaciones temporarias y también fue arrendatario, con variada suerte. Aunque en todas partes predominaban las estancias ganaderas, que eran de una extensión prodigiosa, inconcebible para él, las zonas agrícolas se iban expandiendo. En épocas anteriores el gobierno provincial había auspiciado concesiones de predios fiscales y privados para los inmigrantes que no podían comprar la tierra. En ese momento, en cambio, los empresarios colonizadores alquilaban los campos al por mayor a los latifundistas y los hacían trabajar por arrendatarios o aparceros. Las compañías intermediarias se ocupaban de realizar los loteos y contratar agricultores, imponiéndoles todas las condiciones. Les entregaban pequeñas parcelas durante un par de años, cobrándose por lo general en especie: según el lugar, variaba entre el 12 y el 45 por ciento del producto neto anual, lo cual parecía razonable, aunque los gastos de semillas, útiles, cosecha y transporte corrían por cuenta del arrendatario y los precios los fijaban las compañías y sus contratistas. El resultado de la siembra dependía del suelo, los caprichos del clima y las imprevisibles cotizaciones de los cereales en el mercado mundial. Un año bueno rendía más de mil kilos de trigo por hectárea, y casi el doble de maíz. Pero si se perdía la cosecha, sobrevivir era problema del colono.
Vittorio tuvo que buscar conchabo en obras de construcción de las líneas ferroviarias y otras tareas estacionales. Para la trilla se tomaban horquilleros, carreros o "pistines", fogoneros y aguateros; el trabajo era de sol a sol, y los maquinistas lo pagaban a su antojo. También se conseguían changas para embolsar y coser, o en el transporte y almacenamiento en las estaciones, pero había que deslomarse hombreando bultos de setenta kilos por el "burro" y subir al trote cuando se cargaban los vagones.
Entretanto, fueron llegando los hijos. Antonio y Magdalena nacieron en Montes de Oca, en 1890 y 1891. Después se mudaron a la colonia Los Algarrobos, que acababa de ser denominada Carlos Pellegrini (en homenaje al egregio descendiente de italianos que llegó a presidente a raíz de la revolución del '90). Allí nació Simón Gregorio, en 1893. El quinto hijo, Juan Bautista, vino al mundo el 11 de noviembre de 1894 y fue bautizado dos meses más tarde, el 14 de enero, en la vecina parroquia de San Jorge. Le siguió Francisco, nacido también en Carlos Pellegrini en julio de 1897. La última fue María, en marzo de 1902, en la época en que se trasladaron a la zona de Diego de Alvear, casi en el límite sur de la provincia.
En ese entonces se había inaugurado un nuevo tramo del ferrocarril que avanzaba desde Rufino al suroeste, entrando en la provincia de Córdoba, y hacia allá se mudó la familia, a la punta de rieles de la estación Italó. Era el antiguo emplazamiento de un famoso fortín de la frontera con los indios, en cuyos alrededores se extendían ahora las chacras trigueras. Seguía pasando por allí la diligencia que cada quincena venía de Trenque Lauquen trayendo pasajeros y mercaderías, pero el ferrocarril anunciaba otros tiempos.
Los Vairoleto arrendaron una parcela en los campos de Guerrero, poderoso terrateniente de la zona, en la cual permanecieron unos años. Por allí cerca se establecieron otros inmigrantes del Piamonte, incluso un sobrino de Vittorio que se llamó igual que él, y formaron una familia en la que se repetían los nombres y apellidos. Juancito y sus hermanos hablaban a menudo con ellos en piamontés.
Los chicos fueron a la escuela de La Estancia Vieja, en la pedanía de Italó, que estaba a cargo de un maestro puntano. Había una sola aula para todos, y algunos hijos de puesteros que vivían lejos se albergaban en la misma escuela durante los días de semana. Juan Bautista era un niño de pelo claro y ojos azules, vivaz e inteligente, un poco más travieso que los otros. Le gustaba mucho dibujar y aprendió rápido a leer y escribir. Cuando iba a tercer grado ganó un certamen de lectura y el premio fue un libro que lo fascinó, el Martín Fierro de Hernández. En aquellas aulas pudo cursar hasta quinto grado.
En la chacra, por otro lado, tenía que colaborar en las faenas que variaban según el ciclo de las estaciones. Había que arar y sembrar, abonar y esperar que brotaran las espigas doradas del trigo, las cabezas amarillas de los girasoles o las flores azules del lino. Si no se perdían por la helada, el granizo o la langosta, llegaba el momento afanoso y feliz de la cosecha.
Sus padres lo colocaron durante un tiempo como ayudante en un almacén rural. El dueño era un turco de apellido difícil, que tenía dos pilones para balancear la romana, uno para comprar y otro para vender; aguaba las bebidas, se las ingeniaba para "estirar" la yerba, la harina y todo lo que vendía a granel, y en las libretas de crédito de los clientes les sumaba hasta el año en la columna de los precios. Entre el paisanaje que acudía a tomar sus tragos de vino, caña o ginebra, Juan trató a los criollos e indios que trabajaban de reseros, peones, hachadores, o vivían simplemente cazando zorros, liebres y avestruces. Desde el otro lado del mostrador, oyéndoles reírse de sus penas mientras calmaban la sed, viéndolos exaltarse o ponerse peleadores a los que tenían el vino malo y observando las mañas de su patrón para trampear a los mamados, entendió que un hombre debía medirse con la bebida si quería ser respetado.
Cada vez que el turco le dejaba llevar alguna mercadería, traía a su casa latas de duraznos en almíbar, que tanto le gustaban a su mamá, y a él también por cierto, aunque al repartir aquel manjar entre tantos que eran a la mesa siempre se quedaba con ganas.
Ya había cumplido los doce y era un muchachito flaco e inquieto que empezaba a sentirse hombre, cuando la desgracia se abatió de improvisao sobre la casa. Un día de otoño vio a la madre en cama, pálida y exhausta, postrada por una enfermedad extraña y dolorosa que le atacó el hígado. No había médico cerca, y el mal fue fulminante. A las 8 de la mañana del 6 de mayo de 1907, el corazón de Teresa se detuvo para siempre. Tenía sólo 37 años.
–¡Cristo, Madona!–clamaba en vano Vittorio, mesándose los cabellos encanecidos.
Juan no podia entender este castigo del cielo. Aquel día comenzó a dudar de la existencia de Dios, aunque era terrible pensar que no hubiera nadie allá arriba para hacer justicia.
Sepultaron a la finada en el que después llamaron "cementerio viejo" de Italó, en una tumba que Juan no olvidaría nunca e iría a visitar más de una vez con el correr de los años. Los familiares contaban que mantuvo una imagen vívida de su madre y que la recodaba con veneración.
¿...Y mi niñez, cómo era?
¿Cómo era yo, mamá..?
Nunca lo supe. [“Bairoletto”, de J. Ricardo Nervi, en Aldea Gringa , Buenos Aires, 1983]
Don Vittorio era ya un hombre maduro, nunca se curó de aquella tristeza y no volvió a casarse. Resolvió seguir luchando solo, con su prole. Sus hijos Manuel y Antonio eran grandes. Magdalena, que tenía dieciséis años y se parecía mucho a la madre, tuvo que reemplazarla ocupándose de los más chicos, Francisco y María. Los del medio "ya estaban criados" y por lo tanto merecían menos atención. Simón, muy rubio y nervioso, apenas un año mayor que Juancito, era el que tenía más afinidad con él y en esas circunstancias se sintieron más unidos.
Por entonces frecuentaba la chacra Francisco Alcante, un arriero que solía pasar llevando hacienda por esa ruta y tenía amistad con Vittorio. Era un hombre bien plantado, de piel rugosa y muy tostada, que imponía su austero señorío de baqueano. Le tomó cariño a Juancito, tratándolo como ahijado. El chico lo veía venir montado con los guardamontes de oveja, le oía contar historias de su vida errante y admiraba la destreza con que sus grandes manos armaban un cigarro, trenzaban una soga o hacían zumbar el arreador. Él comenzó a entrenarlo para que llegara a ser buen jinete.
Alcante y otros viajeros les hablaron del nuevo Territorio que se extendía desde el linde de la provincia de Córdoba hacia el sur. Había estancias y haciendas y los campos eran buenos para sembrar, especialmente al este de los montes de caldén, donde llovía en abundancia.Desde la expedición contra los indios, esa inmensa región estaba vacante y no se sabía quiénes eran los dueños, pero ahora se comenzaban a tender las líneas ferroviarias y se entregaban lotes en arriendo, al parecer en mejores condiciones que en otros lugares. Vittorio tuvo que hacer un viaje de reconocimiento y volvió con buenas noticias. Así fue como en 1908, junto a sus parientes y otros chacareros de origen piamontés, abandonaron Italó y se trasladaron para tentar suerte a la incipiente Colonia Castex, donde acababan de llegar las vías del tren.
* * *
Los hijos de Vittorio recordarían siempre aquel viaje en carro hacia la tierra prometida, cargando hasta el tope sus pertenencias, las ruedas hollando un camino apenas visible entre los olivillos y el pasto puna, las ondulaciones del terreno adornadas por la cresta de los montes, las lagunas en cuya superficie reverberaba el sol y celebraban su fiesta bandadas de garzas y flamencos, los latigazos del viento haciendo rodar los cardos secos y la enorme circunferencia desnuda del horizonte. ¿Adónde iban? Esa llanura baldía también tenía una historia.
La Pampa Central estaba trazada en los mapas desde 1876, cuando todavía eran los dominios de Calfucurá, aunque los cristianos recién la poseyeron después de la campaña del general Roca. Ésta consistió en pasar por las armas a unos dos mil guerreros, matar o reducir a los caciques, incendiar las tolderías, sementeras y campos de invernada, confinar en lejanos puntos del país como sirvientes a los prisioneros y a la chusma de mujeres, niños y ancianos, y arrojar los restos de las tribus "al otro lado del río Negro". Veinte mil leguas ganadas para la civilizacion. Según el lenguaje de las partes militares, la región había sido totalmente limpiada.
Las mejores praderas, contiguas a la provincia de Buenos Aires, se las adueñaron algunos inversores extranjeros, principalmente ingleses, negociantes de tierras porteñas y estancieros bonaerenses, suscriptores del empréstito que teóricamente financió la conquista, en virtud de lo cual pudieron elegir y adjudicarse nada menos que ocho millones de hectáreas. De ellas, la mitad correspondía a los cuarenta latifundios de Casey, Drysdale, Alston, Alvear, Anchorena, Del Carril, Ataliva Roca y otros, y lo demás se repartía entre unos 200 propietarios, cuyos títulos circularon, se valorizaron y cambiaron de mano durante años sin pagar impuestos y sin que nadie viniera ni siquiera a ver sus campos. Algo semejante ocurrió con la tierra fiscal remanente que se remató o se entregó de diversas formas.
Las leyes eran buenas, en el papel. Según la ley 1.265 de 1882 la tierra pública debía venderse en remate, previa mensura y división, no pudiendo adquirir cada persona o sociedad más de 40.000 hectáreas de pastoreo o 400 "de pan llevar", o sea para agricultura, con obligación de poblar e introducir hacienda en unas y de cultivar las otras. Sin embargo, los lotes se vendían en forma directa o en subasta, sin mensurar ni clasificar, y no se verificaba la ocupación. Entre 1880 y 1910 se vendieron directamente un millón de hectáreas, y tres millones y medio en remates, a precio vil. Mediante testaferros y transferencias se burlaban las cláusulas contra el acaparamiento, y la Dirección General de Tierras era inoperante contra los fraudes. En cuanto a las concesiones de Premios Militares a quince mil expedicionarios, que se ubicaron en zonas más aisladas del sur, la mayoría de los soldados malvendieron sus certificados al portador, de modo que la mitad de los cinco millones de hectáreas que se repartieron desde La Pampa hasta Tierra del Fuego quedó en poder de no más de dos docenas de personas.
Mientras tanto, frente a la inercia del gobierno y de los especuladores, algunos pioneros llevaron a la Pampa Central sus rebaños y se asentaron las primeras explotaciones ganaderas. La gran mayoría de los pobladores iniciales eran peones y criadores criollos, y también indígenas, que provenían de las tribus de "indios amigos" que acompañaron la conquista, pues los rebeldes habían sido exterminados o expulsados. Según el censo de 1895, el 82 por ciento de los veinticinco mil habitantes que se contaban en esta jurisdicción eran argentinos. Recién con el nuevo siglo llegaron los "caminos de hierro" y comenzaron a surgir las colonias de inmigrantes italianos, españoles, rusos y de otras nacionalidades, cuyos anuncios atrajeron a los Vairoleto y al grupo de piamonteses que vino de Italó.
Las compañías ferroviarias tenían gran interés en el poblamiento de las puntas de rieles para asegurar el volumen del tráfico. Entre 1897 y 1911 se tendieron por la Pampa Central las líneas de los ferrocarriles Sud y Oeste, concentradas después en manos de un grupo financiero británico ligado con las compañías de tierras. Esa red de 1.500 kilómetros, solo superada en extensión por las de las grandes provincias, señalaba la importancia del nuevo Territorio. En el mismo período, en la región cruzada por las vías, la agricultura se expandió de tres mil a dos millones de hectáreas sembradas y la población llegó a cerca de 90.000 almas, ascendiendo al 37 por ciento la proporción de extranjeros.
Algunos propietarios emplearon el sistema del arriendo para valorizar sus terrenos vírgenes y prepararlos para la ganadería, con los contratos que imponían hacer dos cosechas de trigo y dejar el lote sembrado con alfalfa; pero en otros campos se organizaron asentamientos mas estables para la explotacion cerealera.
El conde italiano Antonio Devoto, famoso empresario de aquel entonces, y su hermano Tomás, asociados en diversas actividades lucrativas y filantrópicas, fueron decididos promotores de la inmigración de su país, y especialmente de campesinos piamonteses. En 1905 habían comprado un enorme dominio de más de 300.000 hectáreas a la South American Land Company e interesaron al Ferrocarril Oeste para extenderse por esta zona, que fue donde brotaron las localidades de Trenel, Monte Nievas, Castex y otras. La compañía que fundaron, Estancia y Colonias Trenel, fraccionó los campos y alquiló la mayor parte a una decena de intermediarios para que los subarrendaran. Uno de ellos, don Bartolomé G. Perrando, instaló una de las primeras casas de negocio en el incipiente poblado de Castex.
Alfredo Coscia, el administrador de Perrando & Cía., un tipo alto, elegante, muy vendedor, recibió en las oficinas a aquel gringo de grandes bigotes tipo manubrio que quería establecerse con sus siete hijos. Le ofreció unas 300 y pico de hectáreas del Lote 22, situadas como a tres leguas al norte de la estación, cerca de los caldenares de la "isleta" del monte Nievas. Las condiciones del arriendo eran al 17 por ciento de la cosecha, en granos seleccionados por la administración, limpios, embolsados y colocados en la estación del ferrocarril. Vittorio Vairoleto firmó sin discutir los papeles que le pusieron por delante y tuvo la esperanza de que aquel lugar pudiera ser el final de un largo camino.
Perrando, italiano como los propietarios y como la mayoría de los colonos, pudo enorgullecerse de haber poblado la zona "hasta la última hectárea". Los arrendatarios pusieron manos a la obra. Parte del campo de los Vairoleto era monte de caldén, pero era buena tierra negra para cultivar. La familia entera trabajó para poner en producción la chacra, levantando la casa de adobe y chapas, cavando pozos de agua, limpiando el terreno, alambrando y haciendo cercos. Algunos materiales los proveía la compañía, y se cargaban en una cuenta. No les reconocían compensación por las mejoras, así que todo era precario. Hasta el número de vacas o cerdos que podían tener estaba reglamentado para que no excediera el mínimo de consumo familiar. Las provisiones que iban necesitando se las fiaban los almaceneros, que también anotaban.
Las cláusulas del contrato obligaban a sembrar trigo, o lo que dispusiera la administración, con semillas provistas por ellos. El precio de las semillas, más las herramientas o los alquileres de los equipos, se agregaba a la cuenta. Otro gasto que se asentaba eran los seguros, en la compañía designada por la arrendadora. La casa Perrando mandaba a sus propios contratistas con las espigadoras, las trilladoras y peones para el trabajo de cosecha, servicios que se cargaban en la cuenta. La producción, cuyo valor dependía de misteriosos vaivenes de las cotizaciones, debían entregarla íntegra al acopiador designado por Perrando. El embolsado y acarreo lo hacía otra cuadrilla enviada por la administración, con lo cual se sumaba a la cuenta el precio de las bolsas y lo que cobraba el contratista hasta completar la descarga en la estación ferroviaria. Tuvieron suerte con las primeras cosechas, pues las tierras nuevas dieron rindes excepcionales, pero cuando el administrador Coscia hacía los números seguían debiendo, a Perrndo y a los almacenes, y corrían los intereses.
Para aliviar las cargas, a los hijos menores les buscaron ubicación como boyeros en las chacras vecinas, adonde iban a trabajar por la comida. El tropero Alcante, que seguía visitándolos en el nuevo hogar, acordó con Vittorio que llevaría a Juancito de acompañante en sus arreos para que aprendiera el oficio. El muchacho se entusiasmó ante aquello que prometía ser una verdadera aventura y que, sin saberlo, cambiaría para siempre su manera de ver la realidad.
Francisco Alcante era un gran conocedor de la región, experto en la senda de las rastrilladas indígenas, la Ruta de los Chilenos, la de las Víboras y otras; sabía encontrar los pozos de agua, orientarse de noche por las estrellas, interpretar el vuelo de los pájaros y ventear las mudanzas del clima, cuando el pampero traía frío y las rachas del norte la humedad. Le enseñó a Juan a entender y comunicarse con los caballos, a amaestrarlos para responderle en cualquier maniobra y circunstancia, a conocer sus cualidades a simple vista y a definir los innumerables matices del color de su pelaje. Lo adiestró para tirar las boleadoras y manejar el arreador y el lazo en todas sus variantes, tiro derecho, a la cruzada, por sobre el brazo, de revés, de codo vuelto, pasar sobre el brinco, enlazar de payanca y en cadena. Lo aleccionó para atender los chistidos de la lechuza, el rodeo de los aguiluchos o las apariciones de los peludos, y le reveló, por ejemplo, que cuando el sol se pone tiñendo el cielo de rojo amanecerá con viento, cuando el gallo canta a primera hora de la noche anuncia niebla, cuando el zorrino se muda de día llevando la cría viene un temporal, y si la hacienda da culata a la lluvia y el ventarrón es porque seguirá la tempestad.
Durante dos años el muchachito compartió los trayectos que hacía Alcante hasta Victorica, General Acha, Anchorena y otros parajes. Uno de los arreos más grandes fue el que hicieron de Trenque Lauquen a Victorica llevando cientos de vacas de cría durante casi treinta días de marcha, para lo cual necesitaron contratar varios hombres más.
En esos viajes vieron la luz mala, que aparecía y desaparecía en la negrura de la noche. Uno de los troperos sacó el cuchillo y la puteó, dispuesto a pelearla, y otro le hizo la cruz con el rebenque y la faca, que eran los modos de afrontarla, y parece que dio resultado. Después revisaron las reses, porque aquellas apariciones podían hacer mucho daño a las personas y a los animales. Se contaban casos espantosos al respecto, obra del Gualicho, que se presentaba como un hombre vestido de negro, o la Viuda, que de noche se le podía enancar a uno de prepo en el caballo, y el Chancho, que era el más feroz de todos. Estos fantasmas eran almas en pena, encarnaciones del diablo o quizás enviados de los brujos. Juan preguntó hasta toparse con los límites de su entendimiento y sintió respeto por ese género de cosas que no tenían explicación.
El campo estaba poblado de maravillas y la naturaleza era una mezcla de formas de vida insospechadas, cada una con su propio lenguaje que había que aprender a discernir. Adentrarse por el monte, cabalgar y dormir al raso, compartiendo la ciencia de los criollos viejos, fue como descubrir de nuevo el mundo.
Un día Juan dijo que él también quería hacerse resero, y escuchó las cavilaciones de don Francisco:
–Mire, ahijado, este oficio es duro pero tiene sus compensaciones. Lo bueno es que no hay patrón y uno trabaja cuando quiere. Pero si se compromete hay que cumplir, que no se pierda ni un animal de la tropa, y hay que saberse aguantar el solazo y la helada. Eso sí, uno es libre. Diga que me gusta el aire de estos pagos, porque en de no, me voy y listo. Lo malo es llegar a viejo sin tener ande caerse muerto.
Los relatos de su padrino junto al fogón tenían para Juan una sugerencia incomparable. Le conmovieron las historias de matreros que hacían hocicar a los abusadores y se echaban al monte para defender su honor. Algunos gauchos de larga fama que dieron tela a Eduardo Gutiérrez para sus folletines, al salir de la prisión vinieron a vivir y morir en estos horizontes. Felipe Pacheco "el Malo", presunto hijo natural de un general de Rosas que le dio el apellido, se hizo cuchillero en los arrabales de Buenos Aires y en el sur de la provincia se ganó el apodo de Tigre del Quequén, anduvo de domador, lo engancharon de milico en la frontera, decían que escoltó como baqueano a Calfucurá en su último alzamiento y después de mil vicisitudes, saldadas sus cuentas con la justicia, fue postillón de galera en la ruta de Acha a Trenque Lauquen; Brown, el fundador de Toay, le dio trabajo y se aquerenció con su mujer e hijos, hasta que finó de viejo en 1898. Julio Barrientos, rastreador y cantor, que se echó a rodar por trágicos amores y duelos, cabecilla de la banda de salteadores de los hermanos Barrientos, que se ocultaban en una gruta misteriosa de las sierras y se batían a trabucazos con las partidas, amparados por los paisanos en la zona de Tres Arroyos y Tandil, también vino con su compañera a afincarse en Toay, donde lo achuraron en una yerra, allá por 1893.
Mientras tanto, el hogar de don Vittorio se conmovió con una novedad: en 1909, Magdalena, la mayor de sus hijas, que ya había cumplido 18 años, dejó la chacra para casarse en General Pico con Bernardo Vairoleto, un joven de otra familia emparentada con ellos. Manuel, el primogénito nacido en Italia, se casó también en Castex al año siguiente. Juan volvió a la chacra en esa época, afiebrado por un enfriamiento que derivó en neumonía, y tuvo que suspender sus marchas con los arreos.
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