EL ORIGEN DE SAN MARTIN Y SU PROYECTO AMERICANO
RESUMEN
Los hechos más destacados de la vida de José de San Martín suscitan hasta hoy numerosos interrogantes; principalmente, por qué volvió a América en 1812, cuál era su proyecto, las razones íntimas de sus empeños militares y de algunas actitudes políticas controvertidas. Las observaciones y cargos que le formuló Alberdi, así como algunas reservas de Mitre e intuiciones y sugerencias de Ricardo Rojas contienen importantes indicios al respecto. Por otra parte, sus contemporáneos recogieron testimonios sobre su condición de mestizo. Las recientes revelaciones y documentos que abonan su filiación como hijo natural del brigadier Diego de Alvear con una nativa guaraní permiten explicar y reinterpretar aspectos cruciales de su vida y de su proyecto americano, que no pueden seguir siendo ignorados. |
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José Francisco de San Martín fue un enigma para sus contemporáneos, y en gran medida lo ha sido hasta hoy. Nacido en el territorio de las misiones guaraníticas, fue llevado siendo muy niño a Buenos Aires y luego a la metrópoli. Convertido en un soldado del Rey, fogueado en duras campañas en Africa y Europa, a los 34 años abandonó en España su carrera, méritos y lealtades, para cruzar a Inglaterra y volver a América, a sumarse a la incierta revolución independentista.
¿Cómo tomó las armas contra el Reino al que había servido durante tantos años? En Cádiz se conectó con el movimiento juntista y constitucionalista, pero el horizonte del liberalismo español no contemplaba la emancipación de las colonias. Se incorporó una logia que adhería a la Gran Reunión Americana promovida por Francisco de Miranda. ¿Era una conspiración masónica? ¿Qué vínculo lo unía a Carlos de Alvear, con quien formaron el grupo de oficiales que retornó desde Londres? ¿Qué compromisos tenían con los ingleses? ¿Recibieron apoyo francés?
En Buenos Aires, desembarcado de la fragata "George Canning", algunos lo recibieron con desconfianza. La sospecha de que fuera un espía inglés no era demasiado irritante para los patriotas porteños, entre los cuales la monarquía liberal británica y su imperio comercial tenían notorias simpatías. Pero, a pesar de ser apadrinado por la predominante familia Alvear, nunca se entendió bien con la aristocracia local. No era "un hombre de Buenos Aires", como Manuel Belgrano. Y su conveniente matrimonio con una niña de sociedad tampoco disipó las desconfianzas.
A diferencia de Carlos de Alvear, emparentado con poderosos comerciantes y familias de virreyes, él no tenía fortuna ni alcurnia. En un medio regido hasta entonces por la diferenciación de castas, que fue ley durante la era colonial, tenía la piel oscura, el pelo lacio y renegrido, y corrían rumores sobre su condición de mestizo. Es fama que la madre de Remedios de Escalada se opuso a su casamiento con aquel "plebeyo".
La sociedad indiana sufría las contradicciones creadas por una legalidad discriminatoria y una cultura colonial racista. La "pureza de sangre" en las familias indianas era a menudo dudosa, y las tachas al respecto eran armas arrojadizas en las lides políticas. El doctor Bernardo Monteagudo, por ejemplo, que tenía traza de zambo, reaccionó indignado contra Juan Martín de Pueyrredón por las "anécdotas" sobre su filiación materna con que se atacaron sus títulos de diputado. También los rasgos de mulato del doctor Bernardino Rivadavia provocaban veladas ironías, pero sus modales, hábitos y opiniones no dejaban lugar a dudas acerca de su identificación con la clase alta porteña. ¿Cuál era en cambio el partido de San Martín?
La Logia Lautaro, fundada por Alvear y él, se movió en las sombras. Con el concurso de Monteagudo, nuclearon una variada gama de morenistas, eclesiásticos y masones, enfrentando al grupo rivadaviano. Dieron un golpe contra el primer Triunvirato para definir el rumbo de la revolución y convocaron a una Asamblea constituyente que debía declarar la independencia, aunque esa definición se postergó. Alvear se entendió con Rivadavia y se distanció de San Martín, quien marchó al interior a hacer la guerra y optó por instalarse en Mendoza para organizar el Ejército de los Andes.Su salud se resintió y durante años sufrió un cúmulo de achaques, a pesar de la fortaleza física que probó en los medios más inhóspitos de tres continentes y que le deparó después de una larga vida: ¿a qué obedecían esos desarreglos?
Alvear, entretanto, en el laberinto de la política y la diplomacia, se desgastó enfrentando al artiguismo, se extravió en un plan de poder personal y llegó a solicitar la protección británica, lo cual puso en crisis a la Logia. Esta sociedad, herramienta clave en la estrategia revolucionaria, estaba nominalmente identificada con la masonería, pero la posición que prevaleció entre sus integrantes no admitía recaer en otra forma de coloniaje. Tal como lo declaró el Congreso de Tucumán de 1816, se acordó la emancipación de España y de cualquier otra potencia extranjera. San Martín apoyó expresamente en esa ocasión la idea de Belgrano de una monarquía incaica, y urgió la declaración de la independencia. Por sobre todo, su objetivo era emancipar a Sudamérica del poder español, más allá de las vacilaciones y los intereses inmediatos del círculo de hacendados y comerciantes porteños en los que se apoyó el poder directorial.
Tras la formidable campaña de Chile, San Martín desacató el llamado a defender el centralismo porteño ante la rebelión federal; resignó el mando, desacatando al Directorio, acaudilló su propio ejército por elección de los oficiales, y los chilenos respaldaron su marcha al Perú.
En la tierra de los incas, se erigió en Protector y creó la Orden del Sol, en el presumible intento de crear una nueva capa nobiliaria y una monarquía constitucional americana. ¿Por qué este empeño sorprendente, que pareció reiterar el sueño de Tupac Amarú y fue resistido airadamente por la élite limeña?
San Martín se había quedado sin fuerzas suficientes y desistió. El encuentro de Guayaquil y sus relaciones con Bolívar quedaron velados por el misterio. Volvió a Mendoza y a Buenos Aires y, tironeado por las facciones, no quiso involucrarse en la guerra de unitarios y federales. Se fue a Europa, con su hija. Intentó volver cuando gobernaba Manuel Dorrego, pero las convulsiones políticas y las sospechas que se suscitaron lo disuadieron. Dejó de lado sus ambiciones y renunció a la posición que merecía como realizador de la independencia.
Desde el exilio en Francia se solidarizó con la actitud del gobierno que resistía el bloqueo anglofrancés y legó su sable al dictador Rosas, un gesto que los liberales emigrados no perdonarían. Murió allá, del otro lado del océano, aunque soñó con que sus restos volvieran a Buenos Aires.
Las impresiones y los cargos de Alberdi
Juan Bautista Alberdi lo entrevistó en París, al fin del verano de 1843, y escribió una notable semblanza [1]:
"Yo lo creía un indio, como tantas veces me lo habían pintado; y no es más que un hombre de color moreno..."
Constató su sencillez, su vivacidad, sin ninguna afectación. Le llamó la atención "su voz fuerte gruesa y varonil" ; la "bien proporcionada cabeza, que no es grande, conserva todos sus cabellos, blancos hoy totalmente" ; su nariz "es larga y aguileña" . A pesar de sus famosos padecimientos de salud, lo vio más joven y ágil que a los demás veteranos de su generación, incluido Alvear. Le asombró que "no obstante su larga residencia en España, su acento es el mismo de nuestros hombres de América, coetáneos suyos" .
Su "manía" era la modestia, "más allá de lo que conviene a un hombre de su mérito", y Alberdi lamentó que se negara a facilitar datos o papeles para publicaciones que "hubieran podido serle muy honrosas" . Aquel general huía de los homenajes y había rehusado ser recibido por el entonces rey de Francia, pues "nada tenía que hacer con los reyes". ¿Qué clase de monárquico era entonces?
Hacia 1870, sin embargo -decepcionado por el gesto final del Libertador solidarizándose con Rosas- , Alberdi trocó su admiración por un riguroso enjuiciamiento. En El crimen de la guerra, a partir de una visión pacifista y universalista que, con brillantes razones, negó a los jefes guerreros el crédito de autores de la revolución de la independencia, Alberdi describía su trayectoria poco menos que como un ambicioso mercenario [2 [. Entre otros, apunta los siguientes cargos:
"sirvió dieciocho años a la causa de la monarquía absoluta, bajo los Borbones, y peleó en su defensa contra las campañas de propaganda liberal de la Revolución Francesa de 1789. En 1812, dos años después que estalló la Revolución de mayo de 1810, en el Río de la Plata, San Martín siguió la idea de que le inspiró, no su amor al suelo de su origen, sino el consejo de un general inglés, de los que desean la emancipación de la América del Sur para las necesidades del comercio británico".
He aquí la cuestión crucial: cuál era su origen y la motivación de su empresa. Alberdi sugiere que era un enviado británico. ¿A quién se refería al aludir a "un gemeral inglésl"? ¿A su amigo, el escocés James Duff o Macduff, al hermano de éste, el general Alexander Duff, o al primo de ambos que era cónsul en Cádiz? ¿Quizás a William Carr Beresford, el ex invasor inglés de Buenos Aires, a cuyas órdenes pelearon San Martín y Duff en Albuera, en mayo de 1811? Sobre este asunto volverían una y otra vez las especulaciones de los historiadores [3].
Continuaba Alberdi censurando el carácter secreto de la Logia Lautaro, que copó el poder para darle el grado de general y el mando militar del Ejército del Norte, ya que "la revolución de la libertad" permitía que se la sirviera "a la luz del día" . Cuestionaba después la estrategia de la expedición a Chile y luego al Perú, en tanto suponía abandonar las provincias altoperuanas.
"En vez de seguir su campaña militar hasta libertar el suelo argentino, que ocupaban todavía los españoles, San Martín tomó el gobierno civil y político del Perú, y se puso a gobernar ese país, que no era el suyo".
¿Cuál era el país de San Martín? El razonamiento de Alberdi supone que debería comportarse como "un general argentino". Sin embargo, ¿no era su país "la extensión de toda América", como pensaba Monteagudo? [4] ¿Por qué no considerar como tierra suya al Perú, el eje del incario, luego cabeza virreynal del continente y, en esos días, llave del triunfo y quizás de la unión de las nuevas repúblicas del sur?
Tras otras consideraciones sobre su retirada ante Bolívar y el alejamiento final al viejo mundo, Alberdi sentenciaba:
"¿Qué hizo su espada de Chacabuco y Maipú antes de morir? La dejó por testamento al general Rosas, por sus resistencias a la Europa liberal, en que él había preferido vivir y morir, y donde está hoy su legatario, el general Rosas ".
En refuerzo de su opinión, Alberdi citaba párrafos de una carta confidencial de Sarmiento de 1852, en la cual éste le decía:
"San Martín fue una víctima, pero su expatriación fue una expiación. (...) Hoy es Rosas el proscripto. Sus afinidades las encuentra en el apoyo que [San Martín] prestó al tirano por lo que usted ha dicho, por el sentimiento de repulsión al extranjero".
Las acusaciones de Alberdi no son fácilmente desdeñables, como no lo es su convincente alegato contra el militarismo y las guerras en general; y en particular contra la del Paraguay, que en el momento de escribir aquel libro enrrostraba a Mitre y Sarmiento. Sin embargo, la argumentación alberdiana padecerá varias incongruencias, incluso las mismas que le reprocha a San Martín. Si América debería abrirse al comercio con Europa, ¿por qué censurar que viniera aconsejado por los ingleses con ese propósito? Si era erróneo que coincidiera con Rosas en rechazar al extranjero, ¿por qué antes le recriminaba que no lo inspirara "el amor al suelo de origen" ?
Otro texto póstumo de Alberdi, Grandes y pequeños hombres del Plata, no es menos ácido con San Martín, insistiendo en reprocharle que por ir más allá del ámbito de las provincias del Plata hubiera causado la pérdida del Alto Perú [5]. Pero el Libertador había sublevado su propio ejército contra el gobierno porteño. Si se hubiera comportado como un disciplinado "general argentino", hubiera tenido que regresar a hacer una guerra de policía contra las montoneras federales. Él pensaba por encima de todo como sudamericano, siguiendo su concepción estratégica de tomar el bastión de Perú, y seguramente por algún otro motivo más profundo hasta ahora inexplicado.
Mitre y las reservas de su partido
Bartolomé Mitre, en la Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana (1887-1890), desarrolló una matizada justificación del Libertador: si bien le reconocía una gran rectitud moral y una extraordinaria capacidad de estratega y jefe militar, formulaba serias reservas a su actuación política [6].
Por otra parte, es bien conocido que la obra de Mitre estableció en nuestro país un implícito canon histriográfico y pedagógico. Aunque faltaba hallar la fe de bautismo, que nunca se encontró (ni se encontrará, según las revelaciones a las que nos referimos más adelante), esta biografía dictaminó que había nacido en Yapeyú el 25 de febrero de 1778 y era el cuarto hijo del capitán don Juan de San Martín; una cuestión controvertida, que andando el tiempo daría pie a numerosas conjeturas y debates.
Mitre se apoyó en la descripción fisonómica de Alberdi y, sin ahondar en el punto, planteó otra explicación de la llamativa tez oscura de su biografiado. Al respecto también apareció la famosa anécdota del encuentro con el general español Marcó del Pont, que había intentado menoscabarlo aludiendo con desprecio al color de su piel, y a quien, ya prisionero de los patriotas en Chile, saludó con generosa ironía diciéndole: "¡Venga esa blanca mano!"
Al compararlo con Simón Bolívar, Mitre sostuvo que San Martín lo superaba en capacidad política y militar, así como otras cualidades éticas, apreciaciones que alimentarían una extensa y estéril polémica con los historiadores venezolanos. La intención de Mitre al rebajar a Bolívar se hace evidente cuando contrapone las dos tendencias del movimiento emancipador que ve encarnadas en ellos: San Martín alentaba el "proyecto argentino de las repúblicas independientes" contra "el loco sueño de Bolívar" de la unidad continental.
Pero, ese proyecto "argentino" ¿no era en realidad la política del Imperio Británico, con la que coincidió por propia conveniencia el partido de la hegemonía porteña y en particular el mismo Mitre?
"Los dos erraron, empero, como políticos, y quedaron más abajo de la razón pública y aún de los instintos de las masas que condujeron, y no pudieron o no supieron dirigir en sus desarrollos orgánicos la revolución que acaudillaron militarmente".
Mitre explicaba el legado del sable a Rosas por un rapto de sus "instintos de criollo", al sobreponer la causa de la independencia, "no obstante condenar los actos crueles del tirano". Al fin y al cabo, la desgracia de aquel guerrero habría sido "sobrevivir a su época" sin una misión en la tierra.
"Puede formularse su juicio póstumo sin exagerar su severa figura histórica, reducida a sus proporciones naturales, ni dar a su genio concreto, de concepciones limitadas, un carácter místico, al reconocer que pocas veces la intervención de un hombre fue más decisiva que la suya en los destinos de un pueblo".
En cualquier caso, sugería que San Martín era conciente de su "limitada esfera intelectual" y le adjudicaba como suprema virtud "el genio del desinterés" .
Las sinuosas interpretaciones de Mitre, lejos de fomentar cierta idolatría incondicional que se difundió posteriormente, fundaban otra visión: desbrozando los eufemismos, si la libertador venezolano era un loco soñador, el nuestro era algo tosco para captar la complejidad de los problemas y el arte de la política; aunque, por suerte, su modestia le había inducido a retirarse a tiempo.
La intuición profética de Rojas
En otro momento histórico, Ricardo Rojas, en El santo de la espada (1933), ensalzaba fervorosamente la personalidad del Gran Capitán, y a la vez, en consonancia con su rescate de las raíces indohispánicas de la cultura nacional, resaltaba las facetas americanistas del itinerario sanmartiniano [7].
En primer lugar, "Yapeyú, la cuna indígena" del héroe:
"La madre es española, pero el niño es criollo, nacido en aquel mismo lugar de las Indias, con la tez bronceada por el sol de América, los ojos muy negros, los cabellos muy negros".
¡Curioso niño moreno en el seno de un matrimonio de españoles! Y después, la pregunta inevitable:
"¿Por qué cuando la familia San Martín, formada en América, marchóse a España, todos los hermanos criollos quedaron allá para servir al Rey, y solamente José volvió a su patria americana para luchar contra el Rey?"
En efecto, sabemos por su fidelísimo oficial Manuel de Olazábal que San Martín llamó en vano a su Manuel, quien ni siquiera le respondió las cartas; y, decepcionado por esa actitud, lo calificó de "matucho", que es el apodo con que designaba a los españoles [8].
La prosa poética de Rojas sigue aquí la interpretación de Mitre: el aliento de la estirpe hispana, la sugestión de los íconos cristianos labrados por las manos indígenas y el orden administrativo misional superpuesto a aquel bello paisaje, contemplados por los ojos maternos, habrían quedado " en la subconciencia del niño", y así "el recuerdo de Yapeyú fue el imán que lo retrajo a su origen" Pero ¿por qué no obró el mismo imán en Manuel o en los otros hermanos que se criaron con él?
Aquellas reminiscencias, siguiendo a Rojas, explicarían también por qué San Martín en 1812, al iniciar sus campañas, pidió que le mandaran a Buenos Aires 300 mozos guaraníes de las Misiones, confiando en el temple de estos nativos para formar su primer plantel de Granaderos.
El tema reaparece en otras páginas de El santo de la espada, recordando las expresiones de Alberdi al conocerlo en París: "Yo lo creía un indio, como tantas veces me lo habían pintado". El comentario de Rojas es que "tenía la tez morena, por lo que algunos envidiosos motejábanlo de indio, ya que su cuna en Yapeyú pudo tornar verosímil la infundada especie".
Existía pues una "especie" (noticia o rumor) al respecto, que Alberdi también habría oído. Es obvio que su formación cultural era la de un español europeo, de manera que lo que podía tener de indio era la fisonomía. Ello se refleja mejor en algunas imágenes poco divulgadas, como el grabado que hizo Robert Cooper en Londres (1821) y una litografía de Théodore Gericault (circa 1819); también en el único retrato indubitable de su iconografía, el daguerrotipo de su vejez (1848), que muestra la estampa de un clásico criollo, de rasgos pronunciados, con toda su cabellera blanca; y más recientemente, en un dibujo expresivo de Ricardo Carpani (1987) [9].
Rojas cita el parlamento de 1816 con los caciques araucanos o pehuenches -cuya fuente son las memorias de un testigo de la reunión [10] - , en cual el general les expuso el plan de cruzar la cordillera para terminar con los godos "que les han robado a ustedes la tierra de sus antepasados", les pidió ayuda y permiso para pasar por sus dominios, y declaró: "yo también soy indio".
En 1819 lanzaron la célebre proclama a los "Compañeros del Ejército de los Andes" en la que apelaba al sacrificio de sus huestes protestando que, si no había con qué vestirse, andarían "en pelota, como nuestros paisanos los indios" "Paisanos", gente del país, es la denominación común que engloba a criollos, mestizos e indios.
En vísperas de la expedición al Perú, el Libertador envió a los indígenas del Tahuantinsuyo un manifiesto en lengua quichua. Rojas transcribe el encabezamiento, comentando que tal documento "es digno de aquél a quien llamaron indio por su color moreno y por haber nacido entre los indios de Yapeyú" .
¿Era un hijo del sol? El interrogante, que titula el penúltimo capítulo del libro, encuentra una respuesta metafórica a lo largo de las elocuentes páginas donde se narra, por ejemplo, cómo el entusiasmo popular celebraba su entrada a Lima invocando la memoria del Inca, y en la prolija recapitulación de una serie de gestos constantes de la vida del Libertador en los que homenajeaba a los diversos pueblos autóctonos, como si fuera el hijo anunciado por antiguas profecías de redención.
¿Sabía Rojas algo más que no podía decir? ¿Había oído hablar quizás a algún correligionario de la Unión Cívica Radical de aquellos días sobre la sangre india de San Martín? [11].
Interrogantes y revelaciones
Entre la caudalosa bibliografía sobre el Libertador que se fue acumulando en Argentina y en otros países, nuevas indagaciones pusieron en tela de juicio ciertos datos relacionados con su filiación. Se encontraron en Uruguay las partidas de bautismo de los tres hijos mayores del matrimonio San Martín-Matorras, y la Academia Nacional de la Historia, que defendió durante muchos años la versión de Mitre, se vio obligada a admitir rectificaciones. Los vástagos del matrimonio no eran cuatro sino cinco, y José Francisco pasó a ser "el quinto" [12].
En la primera mitad del siglo XX fue imponiéndose una reivindicación de San Martín como "Padre de la Patria" que llegó a inhibir cualquier cuestionamiento de ciertos supuestos historiográficos. El Instituto Sanmartiniano, fundado en 1934 como una entidad civil, fue oficializado por el decreto 22.131 de 1944 que le fijó, entre otros objetivos, el "fomento y estímulo de la investigación histórica", pero además el de rectificar públicamente "todo error que se ponga de manifiesto... respeto a la verdad histórica sobre la vida del prócer". ¿Cuál era esa verdad histórica?
En aquella época, el revisionismo nacionalista discutía con vehemencia la historiografía liberal, haciendo hincapié en el legado del sable al Restaurador, que mostraba a ambos identificados en defender la soberanía frente al imperialismo europeo; el cual, siguiendo las palabras de San Martín, nos reduciría "a una condición peor que la que sufriríamos en tiempo de la dominación española" [13]. Esta es sin duda la mejor desmentida a la tesis de que fuera un agente o un entusiasta del protectorado británico.
Por otra parte, en pugna con la "historia oficial", los revisionistas alentaron, a pesar del dogmatismo "rosista" de muchos de ellos, una actitud crítica ante los ideologismos historiográficos. Así es como, prestando atención a las fuentes alternativas populares, algunos historiadores escucharon versiones, que circularon más libremente en la banda oriental del río Uruguay, acerca de que la verdadera madre de José de San Martín había sido una india guaraní [14]. Pero faltaban datos más concretos que permitieran investigar y corroborar esta afirmación.
Numerosos autores replantearon los interrogantes sobre la relación de San Martín con las políticas británica y francesa y con la masonería en la época de la independencia; y en los intentos por dilucidar este delicado asunto, inevitablemente reaparece la cuestión de su motivación íntima, cultural, "telúrica" o psicológica al decidirse a luchar por la emancipación [15]. Si apenas había vivido en suelo americano, si apenas tenía una imagen borrosa de esta realidad en su memoria, si era un español de pura cepa ("españolísimo", al decir de Rodolfo Terragno), si no tenía a nadie que lo esperara aquí, si todo lo debía a sus padres hispanos y al Reino, se torna difícil creer en su patriotismo como un sentimiento apasionado, determinante de aquel paso definitivo en su vida, y puede resultar verosímil la versión más escéptica de aquel hombre como un aventurero, un mercenario o un agente masónico del proyecto inglés.
Hay otra explicación: San Martín, hombre de dos mundos, era mestizo, hijo de un español y una nativa guaraní, y volvió impulsado por la búsqueda de sus raíces, a luchar contra la injusta dominación hispánica: contra aquella aberrante situación colonial que, en cierto sentido, sufría en carne propia, al pensar que le habían arrebatado a su madre natural y se veía obligado a mantener un secreto inconfesable. Algunos avances sobre la materia se publicaron en dos libros editados en el presente año, precipitando la aparición de los testimonios que faltaban [16]. Existen ahora suficientes pruebas documentales que no se pueden desconocer.
El secreto de la familia Alvear
Para entender el misterio es necesario remontarnos al fundador de la familia en el Río de la Plata, el brigadier de la Armada española don Diego de Alvear y Ponce de León (1749-1830), nacido en la ciudad de Montilla (Córdoba), descendiente de una familia con títulos nobiliarios de Burgos, que protagonizó notables aventuras en América [17].
Iba a cumplir 24 años y era alférez de fragata cuando arribó a Plata, en noviembre de 1774, como segundo comandante de la "Rosalía". En los años siguientes tomó parte en las acciones bélicas contra los portugueses disputando la Colonia de Sacramento y la isla de Santa Catalina, y luego en la guerra marítima con los ingleses por las costas del Brasil, ascendiendo hasta teniente de fragata. En 1778 fue comisionado al frente de una división para ejecutar el Tratado de límites sobre los ríos Paraná y Uruguay e inició el reconocimiento y demarcación de aquellos dilatados territorios, yendo y viniendo por entre las selvas, las acechanzas de las fieras y los asentamientos aborígenes, en una labor que se prolongaría durante más de dos décadas.
En ese momento de sus andanzas, según el relato que se transmitió en la familia Alvear, en algún lugar de las antiguas misiones jesuíticas, el inquieto marino, siendo aún soltero, mantuvo relaciones con una joven guaraní que engendró un niño. Diego de Alvear encomendó el cuidado del niño al teniente gobernador de la reducción de Nuestra Señora de los Reyes de Yapeyú, el capitán Juan de San Martín, y a su señora Gregoria Matorras, una matrona de 40 años que ya tenía cuatro hijos; como era habitual en casos similares, ellos se avinieron a criarlo como propio. El niño fue José Francisco de San Martín [18].
Según otra versión oral popular que ha circulado profusamente en Corrientes, esta mujer era una agregada doméstica o niñera de la casa del gobernador San Martín en Yapeyú, llamada Rosa Guarú; según otras referencias esta niñera india se llamaba Juana Cristaldo [19].
Tiempo después tuvieron que irse de las Misiones, tras un desafortunado conflicto con los guaraníes de Santo Tomé provocado por el teniente gobernador al castigar a un cacique. Doña Gregoria se marchó antes con los niños; don Juan fue sumariado y cesado en su cargo, se reunió con ellos en Buenos Aires en 1780 y tres años después viajaron a España. Radicados en Málaga, sobrellevaban estrecheces económicas, pero Diego de Alvear no olvidó su responsabilidad hacia José Francisco, y según la tradición oral familiar costeó los gastos para que siguiera la carrera militar.
En 1781, llamado a Buenos Aires, Diego de Alvear había conocido a María Josefa Balbastro, hija de un rico comerciante aragonés, con la que se mató al año siguiente. La llevó a radicarse en las Misiones, en la localidad de Santo Ángel Custodio, y tuvieron nueve hijos. Uno de los mayores, Benito, fue a estudiar a España, donde murió de fiebre amarilla. Carlos nació en 1789.
Don Diego, ascendido a capitán de navío, obtuvo permiso del Virrey en 1801 para regresar con los suyos a Buenos Aires y concluyó los relevamientos. Dio cuenta de los mismos en un extenso diario documentado y una colección de planos, incluyendo la historia de las Misiones y la relación de sus prolijas observaciones geográficas. En 1804 se embarcó de regreso a Europa con toda la familia. Iban en la "Mercedes", una de las cuatro fragatas que componían la división, pero al enfermarse el comandante de la "Medea", Alvear fue designado para sustituirlo. Cuenta la tradición familiar que Carlos, a la sazón de 15 años (había ingresado como cadete a un Regimiento porteño dos años antes), era muy inquieto y díscolo, y la madre pidió a don Diego que lo llevara con él. Así fue como padre e hijo navegaban en la Medea cuando llegaron al Cabo de Santa María un desdichado el 5 de octubre, y se encontraron con otras cuatro naves de guerra británicas que les intimaron rendición. Trabados en combate, la Mercedes fue volada a cañonazos, pereciendo allí la esposa, siete hijos, un sobrino, cinco esclavos y la mayor parte de los bienes de don Diego.
Conducidos prisioneros a Londres, Alvear y su hijo fueron retenidos allí hasta diciembre de 1805. Sus captores los alojaron y los trataron caballerosamente. Carlos hizo estudios y a don Diego le indemnizaron las pérdidas materiales: atendido personalmente por George Canning, que era tesorero de Marina, resultó una relación amistosa que continuó en forma epistolar. Además, conoció a una joven irlandesa, Luisa Ward, con quien contrajo un nuevo y feliz matrimonio del que nacieron otros vástagos. En 1806 volvió a España y, según recuerda la tradición, en la corte de Madrid, ante las palabras de condolencia de la reina María Luisa por su cautiverio, don Diego manifestó que los ingleses lo habían tratado muy bien, lo cual disgustó a los soberanos y habría sido la causa de que "cayera en desgracia".
No obstante, ocupó nuevos destinos militares en la península y retomó contacto con los San Martín. Don Juan había fallecido en 1796, y los relatos familiares afirman que don Diego ayudó y mantuvo un trato afectuoso con su hijo José Francisco. Carlos, que también hizo la carrera de las armas, sabía por su padre que aquellos eran su medio hermano y se hicieron buenas camaradas. En 1808 España se alzó contra la invasión napoleónica y los británicos pasaron a ser aliados, enviando tropas a la península. Al producirse la revolución en Buenos Aires, Carlos y José Francisco concibieron juntos el plan del regreso, contando con los parientes de su padre (los Balbastro, Posadas y otros) para presentarse y ofrecer sus servicios a la causa;y Carlos se hizo cargo de pagar el viaje que los trajo al Plata.
Dadas las creencias, costumbres y legislación de su época, es perfectamente explicable que San Martín y los demás que conocían su filiación guardaran reserva sobre el tema. Para poder ingresar a los establecimientos donde se formó en España resultó necesario acreditar que era hijo legítimo de don Juan y de doña Gregoria, y todos ellos quedaron obligados a mantener esa impostura. Él habló muy poco de sí mismo, y cuando tuvo que hacerlo omitió referirse a sus orígenes en las Misiones [20].
Transcurrieron los años y, a pesar del orgullo que implicaba tener un antepasado como el Libertador, también los Alvear callaron. Según los relatos familiares, existían como documentos probatorios cartas que nunca se dieron a conocer y que quizás se quemaron. Pero inesperadamente se conservó, en manos de un médico allegado a la familia, el libro manuscrito de María Joaquina de Alvear y Sáenz de Quintanilla, una de las hijas de Carlos de Alvear, donde al exponer la "cronología de mis antepasados y que en parte "ignoran mis hijos y para que sepan mis descendientes" revela el secreto. Ese texto, suscripto en Rosario de Santa Fe el 22 de enero de 1877, afirma que fue"hijo natural de mi abuelo, el señor don Diego de Alvear y Ponce de León, habido en una indígena correntina, el general José de San Martín" .
En otra página, rubricada por Joaquina el 23 de enero de 1877, también dejó una breve relación de sus impresiones "cuando en Europa por primera y última vez vi y conocí al general San Martín": "mi primera impresión fue dolorosa, era toda una fortaleza que se deshacía (...) y examinándolo bien encontré todo, todo grande en él, grande su cabeza, grande su nariz, grande su figura, y todo me parecía tan grande en él cual era grande el nombre que dejaba escrito en una página de oro en el libro de nuestra historia", reiterando la aserción de que era "hijo natural también del capitán de fragata y general español señor don Diego de Alvear Ponce de León (mi abuelo)" [21].
Reconocer el pasado
La revelación de la verdad ha tropezado durante dos siglos con arraigados prejuicios que, en último análisis, perpetúan las mismas aberraciones heredadas de la situación colonial. Es comprensible que los San Martín y los Alvear se sintieran comprometidos a mantener reserva sobre las historias de sus mayores. Pero la vida de los hombres públicos no puede ser ocultada, manipulada o sustraída a la investigación cuando se trata del esclarecimiento de los acontecimientos históricos. Tenemos derecho a saber quién era en realidad José de San Martín y a iluminar su origen.
Reconstruir el pasado a la luz de los nuevos elementos de juicio, significa un reto para los historiadores. No es una cuestión menor: la condición de mestizo, situado entre dos mundos, el secreto inconfesable que arrastró durante su existencia, la peculiar relación con su padre natural, debieron ser componentes sustanciales -concientes y subconcientes- de la estructura personal y del rol que desempeñó este hombre en el escenario de la América austral, precisamente en los tiempos del parto de la nación.
En tal perspectiva, pueden dilucidarse con mayor claridad problemas nunca resueltos en forma satisfactoria: por qué, entre sus hermanos de crianza, fue el único que volvió; por qué sus desafectos con la élite porteña; por qué su carácter reservado, sus actitudes sigilosas, su vulnerabilidad al exponerse en las alturas del poder, la tentación monárquica en el Perú y su renunciamiento final; las íntimas contradicciones que lo afligían, su ambivalencia ante los partidos; e inclusive es posible interpretar mejor su concepción del futuro de las repúblicas nacientes.
Es importante analizar las conexiones de los Alvear en Londres, sus concomitancias con las que estableciera San Martín en los prolegómenos de 1810, así como sus acuerdos y desacuerdos posteriores con Carlos de Alvear, para aclarar, entre otros asuntos, los alcances y los avatares de sus vinculaciones y disidencias con los ingleses, la combinación de influencias y determinaciones propias en la estrategia de sus campañas, y en qué medida San Martín propugnaba el proyecto de varias repúblicas independientes, grato a la política británica, o el de una unión sudamericana, estuviera o no de acuerdo con las propuestas de Bolívar.
En un país como Argentina, de formación colonial, el tema de la filiación o la identidad del Libertador afecta además la comprensión de los conflictos y traumas originarios de nuestra sociedad, y en definitiva la búsqueda de los fundamentos de una problemática identidad colectiva.
Es necesario reflexionar sobre el significado profundo de aquel drama. Don Diego de Alvear tomó a una mujer guaraní, tal vez por amor, en una relación signada por la ley de la conquista, donde el colonizador europeo ejercía una supremacía de status que hoy no podemos admitir. Las relaciones interétnicas estaban prohibidas por la legalidad colonial y la religión. En el marco de un código dual que podemos entender pero no justificar, don Diego transgredió la ley y ocultó su falta, como hicieron tantos otros conquistadores a lo largo de tres siglos. Tuvo no obstante el gesto de hacerse cargo de su hijo y buscarle un hogar. En el dilema de hierro que planteaba aquel contexto opresivo y aquellas leyes injustas, era una solución para que se educara y se abriera un porvenir. Pero implicaba una falsedad, el recurso a la simulación: una situación de inevitables efectos conflictivos sobre los hijos, que ha sido una de las taras más perturbadoras en la matriz social americana.
José de San Martín, uno de nosotros, quizás el mejor (¿con qué vara medir el heroísmo o la virtud?) padeció su "destino sudamericano": la condena de no saber quién era, la extrañeza, la ausencia insondable del regazo materno, la conciencia de ser un hijo de la violencia de los conquistadores sobre el cuerpo y el alma de los pueblos nativos. Se alzó desafiando al mundo de su padre. Transformó o sublimó su íntima vergüenza, su humillación, en rebeldía política: había que expulsar a los opresores. Lo habían educado para guerrear, e hizo lo que sabía hacer.
Desde cierto punto de vista europeo e imperial, "cesarista", su renunciamiento personal es incomprensible (impensable de un Alejandro o un Napoleón). No creo sin embargo que debamos interpretarlo como una abdicación; era probablemente un reflejo de sabiduría, de esa paciente aceptación de la fatalidad que fue una cualidad instintiva de los pueblos autóctonos americanos para preservarse, confiando en sus fuerzas colectivas y en los procesos históricos que trascienden la vida de cualquier individuo.
Tal vez el trayecto de un hombre como él sea el espejo de las vulnerabilidades y también las fortalezas de nuestra sociedad, de los pueblos híbridos de la periferia occidental, escindidos por profundas contradicciones, a partir de la violencia del mestizaje originario y de las sucesivas conquistas e imposiciones que los siguieron violentando.
Seguramente él luchó, hasta donde pudo, por una patria de igualdad, por una nación libre de la opresión, del racismo, del abuso del poder de "los godos" (que, como bien señala Terragno, eran esa clase de españoles "ricos e ilustres" que blasonaban nobleza para imponerse a los demás). Nada más y nada menos que eso: una América independiente del dominio extranjero y una Europa liberada de su propia alienación colonial. Cuando se agotó su oportunidad, se retiró, creyendo probablemente que los demás, todos nosotros, terminaríamos la obra.
La memoria de San Martín no es patrimonio de ninguna familia ni institución, ni siquiera de un solo país. Es parte de una conciencia colectiva, americana y universal, que no se podrá mantener sino sobre la verdad.
Notas [1] Juan B. Alberdi, "El general San Martín en 1843", en Obras Completas , Buenos Aires, 1886-87, tomo 2, p. 335 y ss. [2] Juan B. Alberdi, El crimen de la guerra , Buenos Aires, Molino, 1943. Las citas textuales corresponden al capítulo XI. [3] Ver Rodolfo Terragno, Maitland & San Martín , Buenos Aires, Editorial de la Universidad de Quilmes, 1999, p. 129 y ss, donde cita al historiador británico JC Metford. [4] Bernardo Monteagudo, "Memoria sobre los principios políticos que seguí en la administración del Perú...", Quito, 17 de marzo de 1823, en Juan Pablo Echagüe, Historia de Monteagudo , Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1950, pag. . 206. [5] Juan B. Alberdi, Grandes y pequeños hombres del Plata (París, 1912), Buenos Aires, Plus Ultra, 1991, cap. XXI a XXIV. [6] B. Mitre, Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana ( 1887-1890). Las citas corresponden a la versión castellana del compendio de William Pilling, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1950, p. 22, 30-32, 127, 265, 268-269, 273. [7] Ricardo Rojas, El santo de la espada. Vida de San Martín (1933), Buenos Aires, Losada, 1940. Citas de las pp. 17, 27, 28, 483, 484. [8] Memorias del coronel Manuel de Olazábal , Buenos Aires, Biblioteca del Instituto Sanmartiniano, 1942, p. 120-121, donde se refiere que en 1823, al regresar por Mendoza, San Martín recibió una carta de Manuel, después de un silencio de once años, y la rompió sin leerla. [9] Sobre la iconografía, ver artículos de Bartolomé Descalzo, en San Martín. Revista del Instituto Sanmartiniano , Año VIII, Nº 28, abril-junio 1950, y de Pablo Ducrós Hicken en la misma revista, Año IX, Nº 30, abril-junio 1952. [10] El parlamento con los caciques también fue narrado por el propio San Martín al general Guillermo Miller, como fuente para sus Memorias (1829). [11] Ricardo Rojas era amigo de Marcelo T. de Alvear. Ver Horacio Castillo, Ricardo Rojas , Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 1999. [12] Nota de Ismael Bucich Escobar, en Bartolomé Mitre, San Martín (compendio por W. Pilling), Academia Nacional de la Historia, Espasa-Calpe, 1950, p. 32. [13] Carta de San Martín a Rosas, 10 de julio de 1839, en San Martín. Su correspondencia, 1823-1850 , Madrid, Ed. América, Biblioteca Ayacucho, 1919. [14] Testimonio al autor de este trabajo del poeta e historiador Osvaldo Guglielmino, basado en referencias de Alberto Methol Ferré y Washington Reyes Abadie (Buenos Aires, 1994). [15] José Pacífico Otero, Historia del Libertador Don José de San Martín, Buenos Aires, 1932. Enrique de Gandía, "La vida secreta de San Martín", en Todo es Historia Nº 16, agosto de 1968. Juan Bautista Sejean, San Martín y la tercera invasión inglesa , Buenos Aires, Biblos, 1997. Rodolfo Terragno, Maitland & San Martín , op. cit. Patricia Pasquali, San Martín. La fuerza de la misión y la soledad de la gloria , Buenos Aires, Planeta, 1999. [16] Hugo Chumbita, Jinetes rebeldes, Buenos Aires, Javier Vergara, febrero de 2000, p. 41 y nota 28 del cap. I. José Ignacio García Hamilton, Don José , Buenos Aires, Sudamericana, junio 2000, p. 332. [17] Sabina de Alvear y Ward, Historia de don Diego de Alvear y Ponce de León , Madrid, 1891. Gregorio F. Rodríguez, Historia de Alvear , Buenos Aires, 1913. [18] Testimonios de miembros de varias ramas de la familia Alvear (corroborados por los manuscritos citados infra, nota 21): Simona Verger (Buenos Aires, 1999), nieta por el lado materno de una descendiente directa de Carlos de Alvear; Magdalena Christophersen (Buenos Aires, 2000), bisnieta de doña Carmen de Alvear, que era a su vez nieta de Carlos de Alvear. En el ambiente familiar, todos los que se interesaban por las raíces de su linaje conocían el secreto, documentado en cartas y memorias pero guardado en reserva durante generaciones; Magdalena Christophersen se lo confió a su padre. [19] Versión oral referida al autor de este trabajo por el historiador correntino Antonio E. Castello (Buenos Aires, 2000) y confirmada por el lingüista guaraní Víctor Cejas (Buenos Aires, 2000). Referencia de Ramón Santamarina en carta al director del diario La Nación , publicada el 2 de julio de 2000. [20] En particular, la síntesis autobiográfica en la carta que dirigió desde Boulogne-Sur-Mer al presidente del Perú, mariscal Ramón Castilla, el 11 de setiembre de 1848. [21] Libro manuscrito en poder del genealogista Diego Herrera Vegas, quien lo recibió de su abuelo, el médico Marcelino Herrera Vegas, fallecido en Buenos Aires en 1958 (en la cita se actualiza la ortografía del original); la existencia de este libro fue conocida por varios historiadores y miembros de la familia Alvear, según copias y transcripciones correspondientes realizadas por el depositario actual. |