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Bandolerismo y montoneras en la revolución del Plata

publicado en Todo es Historia N° 356, marzo de 1997

La revolución de la independencia se propagó en la Banda Oriental con una gran insurrección rural, de consecuencias inesperadas: las montoneras de Artigas. Estas originaron la disidencia federal que desafió al gobierno central e impuso su disolución en 1820. Estos hechos fueron determinantes en la constitución de los estados del Plata, y signaron las luchas federales por más de medio siglo. Los precursores de la historiografía rioplatense condenaron el alzamiento de Artigas y sus "hordas" como una especie de bandolerismo. Las revisiones posteriores rectificaron ese juicio pero no aclararon los orígenes del caudillo como bandolero, que es la cuestión que pretendemos develar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 x Adrián Viera     

 

            Cuando Artigas desertó del sitio de Montevideo en 1814, el director Posadas suscribió un bando que lo declaraba fuera de la ley, llamándole "bandido", "anarquista" y ofreciendo 6.000 pesos de recompensa a quien lo entregara vivo o muerto [1]. Aquel trato degradante, como a un vulgar delincuente, se explicita en el libelo que hizo publicar Pueyrredón en 1918, redactado por Sáinz de Cavia, donde se describía su trayectoria de "capitán de bandidos, jefe de changadores y contrabandistas", luego "indultado de sus delitos", desertor de las filas españolas por resentimiento y, en suma, un "nuevo Atila" de las comarcas que "protegía" [2].

            El aludido se niega a desmentir éste y otros ataques similares. Dicen que dijo "mi gente no sabe leer". Sin embargo, hay testimonios de que él mismo recurrió en forma sistemática a la propaganda panfletaria. Tal vez prefería no enredarse en explicaciones sobre su pasado.

Condena y revisión

            En el Facundo , Sarmiento retrató a Artigas como arquetipo del caudillo bárbaro: habiendo sido un "contrabandista temible", fue investido comandante de campaña "por transacción", para someterlo a la autoridad y así llegó a conducir "las masas de a caballo" en un movimiento hostil a cualquier forma de civilización. En Conflicto y armonías afirmó que "era un salteador, nada más, nada menos"; "treinta años de práctica asesinando o robando" como jefe de bandoleros eran sus títulos para mandar "sobre el paisanaje de indiadas alborotadas por una revolución política" [3].

            El joven Mitre, atraído por su imagen tal como Sarmiento por Facundo, comenzó a escribir una biografía que dejó inconclusa. En sus libros, durante mucho tiempo indiscutibles como versión de la historia de la independencia, lo llamó "caudillo del vandalaje", concluyendo que "era el jefe natural de la anarquía permanente", "enemigo de todo gobierno general y de todo orden regular", aunque también vio en él y otros jefes gauchos la expresión de una "democracia semibárbara" de las masas populares frente a los extravíos oligárquicos y monarquistas del grupo directorial [4].

            Vicente Fidel López, refiriéndose a la "insurrección de las montoneras", observaba que los gauchos fueron, a pesar de todo, un pueblo libre, que "introdujo una revolución social en el seno de la revolución política de Mayo, moviéndola en un sentido verdaderamente democrático"; pero fue absolutamente lapidario con Artigas, "bandido fuera de la ley común de las gentes" que "barbarizó la guerra" [5].

            Sólo las opiniones del último Alberdi denunciaron "la leyenda creada por el odio de Buenos Aires", reconociendo a Artigas el carácter de jefe popular y a sus montoneras el de una "guerra del pueblo" por la democracia y la independencia, en las condiciones de atraso propias de la realidad americana [6].

            Después de las agrias polémicas que suscitó en 1883 la reivindicación oficial del caudillo en Uruguay, todas las vertientes historiográficas contribuyeron a una interpretación más equilibrada de las luchas federales. Si Artigas había adquirido en su patria chica la estatura de prócer nacional, diversos enfoques revisionistas lo reclamaron también como "héroe argentino". Estos discursos reivindicatorios enfatizaron su imagen patricia conforme a los cánones ejemplarizadores clásicos y negaron las "leyendas" sobre su pasado bandolero. En cuanto a las montoneras, caracterizadas desde distintas visiones como guerrillas gauchas, mesnadas indígenas o bandas de salteadores, el tema siguió siendo polémico. La investigación académica ha esclarecido los conflictos de la época revolucionaria profundizando el conocimiento del contexto socioeconómico, pero difícilmente ha podido sustraerse a la tradición partidista al enfocar las contradicciones del siglo XIX [7].

            La publicación del Archivo Artigas en Montevideo presentó nuevas evidencias de que el hombre actuó como contrabandista, aunque los historiadores uruguayos no ahondaron el asunto. Algunos lo justificaron argumentando sobre la irracionalidad de la legislación española, opuesta a lo que era "ley social de la época", y destacando que "casi nadie quedó fuera" del contrabando en la sociedad colonial [8].

            El problema, sin embargo, excede largamente los juicios morales sobre el prócer y la constatación de la distancia entre la letra de la ley y las costumbres en la sociedad criolla. La etapa de bandolero de Artigas -más allá de los argumentos prejuiciosos de sus detractoressuscita interrogantes que no pueden ser soslayados. Aquellas andanzas gauchescas ¿fueron episodios intrascendentes en la vida de un hijo de la clase patricia? ¿Fueron sólo una quijotada entre los aborígenes, o el fundamento de la carrera del caudillo rural? ¿Hasta dónde rompió con ese pasado para convertirse en soldado del rey? En la lucha de clases de la revolución, ¿se comportó como parte del grupo de los hacendados, como un jefe militar populista o como adalid de los gauchos? Y en cuanto a la guerra montonera, ¿fue una forma de superación o de regresión al bandidaje? Estas cuestiones requieren examinar la prehistoria del "Protector de los Pueblos Libres" en relación con los acontecimientos de la década revolucionaria.

La teoria del bandolerismo

            Los estudios sobre el bandolerismo y la resistencia campesina proponen otros puntos de vista. Eric J. Hobsbawm presentó el fenómeno universal de los bandidos sociales, apoyados por poblaciones campesinas (también pastoriles) que los reconocían como protectores frente a un poder opresor. La solidaridad activa y simbólica con el rebelde -el joven perseguido por actos que las costumbres no consideran verdaderamente delictivos, que se distingue por "corregir los abusos" y "robar al rico para ayudar a los pobres", empleando la violencia con ciertos límitesexpresaría una "forma primitiva de protesta" en sociedades agrarias precapitalistas donde se quiebra el equilibrio tradicional, en la medida en que no existen otras formas de organización de los intereses campesinos. Según Hobsbawm, estos bandidos legendarios -que con frecuencia eran contrabandistas o desertoresencarnan las demandas de justicia en el marco de la cultura tradicional. A veces, fracasados ​​los intentos de suprimirlos, las autoridades acordaban con ellos, incluso tomándolos a su servicio, y a menudo se sumaban a los levantamientos rurales o las revoluciones que movilizaban a las masas: su contribución como líderes revolucionarios por lo general fue importante en el plano militar, aunque su inserción en la complejidad de los procesos políticos resultó más difícil [9].

            Anton Blok y otros autores "revisaron" el modelo de Hobsbawm en cuanto a la "solidaridad de clase" del bandido con los campesinos, subrayando en ciertos casos su interdependencia con los sostenedores del poder [10]; observaron que no siempre surge de un campesinado tradicional, sino también en poblaciones rurales estratificadas o heterogéneas, y cuestionaron el carácter prepolítico o precapitalista del fenómeno [11]. Las investigaciones compiladas por Richard W. Slatta sobre las variantes del bandolerismo en América Latina ofrecen un panorama sugerente, cuyas conclusiones intentan refutar a Hobsbawm y no encuentran al auténtico bandido social, aunque sí a otros que se le parecen. Acerca de Argentina, lamentablemente Slatta se limita a una visión esquemática de la pampa bonaerense del siglo XIX [12].

            En lo que afecta a nuestro tema, Slatta y Miguel Izard comparan las pampas con los llanos venezolanos al explicar la matriz social de la marginalidad y la insurgencia de llaneros y gauchos en la revolución [13]. Respecto a ellos, extendiendo el análisis de Christon Archer sobre los bandoleros en las guerras de la independencia mexicana [14], Slatta postula la categoría de "bandidos guerrilleros": marginales que medraron en los conflictos y el desorden, interesados ​​más en el botín y el provecho propio que en la ideología política o el patriotismo, "cambiando de lado según su cálculo del mayor beneficio potencial". Entrarían en este rango las montoneras, que Slatta define en términos apenas diferentes que Sarmiento o López, como "levantamientos populistas" de los gauchos siguiendo a los caudillos federales del interior que les prometían el saqueo" [15].

            Dejando de lado otras cuestiones metodológicas y de fondo que suscitaron los debates en torno a Hobsbawm y sus contradictores [16], así como las comparaciones de la historia latinoamericana, que merecen ser ahondadas con mayor fundamento, nos ceñimos aquí al caso de Artigas y sus montoneras, relacionando nuestros dilemas historiográficos con las interpretaciones de la teoría del bandolerismo.

El joven bandolero

            Artigas provenía de una familia ligada al campo, de modesto linaje, que había adquirido cierta fortuna dentro de la precaria economía rural de aquellos tiempos. El abuelo, José Antonio Artigas, era un soldado aragonés, iletrado, casado en Buenos Aires con la hermana de un compañero de armas, que integró en 1724 el contingente enviado a fundar Montevideo, lo cual le permitió obtener la concesión gratuita de chacras y estancia; entre otros cargos, fue cabildante y alcalde de Hermandad (policía rural), cumpliendo un papel importante en las relaciones con los indios. El más destacado de sus vástagos, Martín José, desempeñó funciones similares, dirigió establecimientos de la familia y participó del gremio de hacendados, aunque fue desplazado de la dirección por el grupo de los más ricos. Casado con Francisca Pasqual Arnal, otro descendiente de fundadores, el tercero de sus seis hijos fue José Gervasio, nacido en 1764, según un dudoso registro bautismal donde se agregó la anotación falsificando la firma del cura [17].

            El niño cursó las primeras letras en la escuela franciscana de Montevideo. El testimonio de su ex condiscípulo Nicolás de Vedia dice que "era un muchacho travieso e inquieto, inobediente y propuesto a sólo usar de su voluntad" [18]. Su abuelo materno testó una capellanía para que siguiera la carrera de sacerdote, pero no recibió más que una instrucción elemental antes de inclinarse por las tareas rurales a que se dedicaban sus mayores.

           Sáinz de Cavia -quien siendo escribano en Montevideo conoció a los Artigas y registró incluso actas de la familia- afirma en el texto antes citado que difícilmente habría en aquella ciudad quien ignore "la historia de Artigas en los primeros años de su juventud", y relata que "sustraído a la patria potestad por dar rienda suelta a sus pasiones, se precipitó muy temprano en la carrera del desenfreno". Abandonó la casa paterna, se internó en la campaña y se hizo famoso por "crímenes horribles", encabezando bandas de changadores (vaqueros que hacían faenas clandestinas) y contrabandistas que cometían "todo género de violencias" [19].  

            Vedia refiere que siendo apenas adolescente -como de 14 añosse marchó de un establecimiento de la familia y "ya no paraba en sus estancias, sino una que otra vez ocultándose a la vista de sus padres"; su ocupación era "correr alegremente por los campos, changuear y comprar en éstos ganados mayores y caballadas para irlos a vender a Brasil, algunas veces contrabandear en cueros secos, y siempre haciendo la primera figura entre los muchos compañeros". En el manuscrito de la biografía que nunca completó, Bartolomé Mitre siguió la narración de su suegro Vedia con variantes, basado seguramente en otras referencias: sería a los 14 cuando lo enviaron al campo, a los 18 dejó la casa "y se unió a una partida contrabandista". Dice que llegó a ejercer un "dominio patriarcal" en toda la comarca y narra varios incidentes con sus perseguidores: en una de estas ocasiones hizo ultimar sus cabalgaduras agotadas y, parapetado con sus hombres tras ellas, resistieron a tiros a la partida hasta que lograron cambiar de monta y huir; este episodio había sido narrado también en las Memorias del general Miller [20].

            Otras descripciones legendarias dicen que Artigas detenía a los malvados con "el fuego de su mirada" y montaba "como ninguno", amansando los equinos al estilo indio. Se contaba que llegó a reunir una fuerza de hasta 200 hombres y se alió con los contrabandistas de Rio Grande [21]. Antiguos testimonios indican también que estaba asociado en las faenas clandestinas con un estanciero de la zona del río Queguay llamado Chatre o Chantre [22].

            El texto de Cavia apunta que "en los archivos de Montevideo se conservan muchos testimonios de las depredaciones, resistencia a la justicia, asesinatos y maldades de toda especie" de la gavilla de Artigas [23]. Sólo conocemos algunos de tales documentos, pero alcanzan para verificar lo esencial.

            Según las partes oficiales, en marzo de 1794, en las serranías donde nace el río Cuareim, una comisión dirigida por el capitán Agustín de la Rosa, jefe de la guardia de Melo, sorprendió a varios changadores cuereando vacunos, y avanzó contra ellos sin alcanzarlos. Cuatro días después, el campamento de los soldados fue atacado de noche, mataron a un centinela y les robaron la caballada. Dos detenidos declararon después que en aquel paraje se habían juntado varias cuadrillas, sumando alrededor de 50 hombres, una de ellas comandada por Artigas; los cabecillas del ataque al campamento, Artigas y un tal Bordón, se internaron luego hacia la frontera. Esta versión coincide perfectamente con la que Mitre reconoció seguramente de fuente oral -sin precisar fecha y sin mencionar la muerte del soldado centinela- , relatando que el capitán volvió "todo magullado" y fue objeto de burlas por sus colegas, lo cual desalentó las persecuciones contra Artigas [24]. Las "leyendas" decían que las tropas del rey, escarmentadas, eludían encontrarse con él o se resistían a buscarlo.  

            Otros documentos revelan que a fines de 1795, el gobernador Olaguer y Feliú de Montevideo instruyó al jefe de la guardia del Cuareim para interceptar dos grandes arreos, de 4.000 y 2.000 animales, que iban al parecer hacia una estancia fronteriza de Batoví (donde Vedia contaba haber visto a Artigas dos años antes); uno era conducido por "Pepe Artigas, contrabandista vecino de esta ciudad". Una partida reforzada al mando del subteniente Hernández logró acercarse a él, que según los datos recogidos encabezaba unos 80 hombres armados, muchos de ellos brasileños. El 14 de enero divisaron un arreo, y el subteniente movilizó sus tropas por ambos lados del arroyo Sarandí para atacarlos, pero una de las columnas se topó con 200 charrúas, que no llevaban arreo alguno y los acometieron causándoles dos muertos y tres heridos graves. Hernández reagrupó fuerzas y parlamentó con los caciques, quienes alegaron haberlos confundido con unos changadores que andaban por allí despojándoles sus majadas. La poco creíble excusa no disipó la presunción de las autoridades de que esos indios estaban colaborando con Artigas [25].

            Es evidente que el joven Artigas era un bandido, es decir, un perseguido de la justicia por diversos delitos. ¿Cómo llegó a esa situación un hijo de estancieros? No porque lo empujera la miseria o la ambición de riquezas. Debe haber otra explicación de su impulso de "echarse al monte", descripto por Vedia como "dar rienda suelta a sus pasiones" y por Mitre como "sed de aventura". Es posible que viviera algún conflicto con su familia. De cualquier modo, su experiencia fue similar a la de tantos "mozos perdidos" de los asentamientos coloniales que engrosaron la clase de los gauchos, también llamados "hombres sueltos" por no estar vinculados a ningún patrón ni porción de tierra. Entre estos descastados abundaban prófugos de la justicia, esclavos fugados y desertores, pero también europeos, criollos o indios que rechazaban las ataduras de su comunidad de origen. El sistema de control legal de las personas, si bien poco efectivo y sujeto a arbitrariedades, los trataba en general como bandidos. Artigas se convirtió en uno de ellos, claro que siempre como líder o cabecilla, e hizo aquella vida durante no menos de quince años.

La ley de la frontera

            Es una constante del bandolerismo su vinculación con trastornos de cambio en la sociedad agraria, así como la localización periférica del fenómeno, en áreas apartadas del centro pero no del radio de ese cambio [26]. Los hechos que referimos se ubican en el contexto de transición de la región del Plata a fines del siglo XVIII, cuando sus cuantiosos recursos ganaderos se valorizaban en función de la apertura comercial, y Montevideo, surgida como fortificación estratégica, adquiría creciente importancia por su movimiento portuario y mercantil.

            Si bien toda la Banda Oriental era un espacio "de frontera" respecto al Imperio luso-brasileño, las aventuras del joven Artigas transcurrieron en la franja cercana al rio Uruguay y en el espacio más específicamente fronterizo que se extendía entre el río Negro y el deslinde con Brasil. En aquel llamado "lejano norte" de la provincia, con abundantes pastos y hacienda salvaje, la explotacion económica estaba poco organizada y la autoridad colonial era ineficaz. Los administradores de las misiones guaraníticas reivindicaban su jurisdicción, y los portugueses también la pretendían e incursionaban desde Rio Grande do Sul. Era además el territorio de las tribus charrúas, minuanes y otras parcialidades, que se dedicaban a cazar, criar y domesticar equinos y vacunos, rechazando las reducciones y la evangelización, pero manteniendo asiduas relaciones con los asentamientos hispano-criollos.

            Las autoridades trataban de reprimir las vaquerías sin licencia y el tráfico con Brasil, que extraía cueros y hacienda en pie respondiendo principalmente a la demanda de las zonas mineras, e introducía tabaco, alcoholes y otras mercaderías. Si bien los ejecutores eran gauchos criollos o brasileños e indios, el contrabando era impulsado por los comerciantes de Rio Grande con la participación de estancieros, mercaderes e incluso funcionarios de la provincia oriental. Era una fuente de trabajo y de beneficios para mucha gente y una necesidad para el abastecimiento de las poblaciones, más aún en el norte [27].

            Otro aspecto significativo del entorno es la condición de los gauchos y los indios "infieles". Estos grupos marginales a la sociedad colonial se han originado de modo similar en las fronteras de la región del Plata, en base a la libertad para disponer de los ganados que tradicionalmente se consideraban de propiedad común, y al extenderse el control del régimen monopolista en la la campaña fueron perseguidos con progresivo rigor como malhechores. Esto ha sido explicado por los estudios que trataron la represión a los gauchos y el sentido de la aplicación de las ordenanzas de "vagos y mal entretenidos". La resistencia indígena también fue catalogada como bandidaje para justificar las acciones punitivas y presenta una esencial analogía con la rebeldía de los gauchos, más allá de obvias diferencias culturales. Son variantes del conflicto típico focalizado por los historiadores del bandolerismo, en el cual la ley, al criminalizar lo que es parte de la cultura y la necesidad de vida de un grupo social, los convierte masivamente en delincuentes [28].

            Como en toda la historia americana, el avance inexorable de los propietarios y la autoridad estatal sobre los territorios de frontera tendió a desalojar o despojar de sus recursos a las poblaciones autóctonas -criollos e indios, agricultores y pastores- a través de la "privatización" del ganado, la tierra y/o el agua. En el marco de la resistencia a ese proceso, era lógico que se atenuaran las diferencias entre aborígenes, gauchos y bandidos, lo cual explica las formas de solidaridad entre ellos tanto como la visión del poder que los engloba en la categoría de bandolerismo. Sin embargo, sería aventurado reducir los conflictos a un antagonismo de clase entre estancieros y gauchos -como hace Slatta para el caso de la provincia de Buenos Aires- sin advertir que, especialmente en la situación periférica de la Banda Oriental y en relación a la administración del monopolio y el contrabando, existieron otras rivalidades en el seno de los sectores los propietarios y también intereses comunes de algunos de éstos con las poblaciones rurales.

El bandido justiciero

            El joven Artigas cimentó su prestigio demostrando las habilidades y compartiendo las virtudes y vicios de los gauchos. Dentro de las formas de sociabilidad propias de aquel medio, aficionado al juego de naipes, ganó fama como bailarín, "galanteador" y cantor de coplas con guitarra [29]. Alrededor de 1790 se relacionó en la villa de Soriano con Isabel Velázquez, cuyo marido estaba preso por homicidio, y tuvo de ella un hijo, José Manuel, que lo acompañó luego en las luchas de la independencia. Otro hijo suyo, Pedro Mónico, fruto de un amorío en Las Piedras en 1792, fue reconocido como tal y recibió un legado sucesorio del abuelo [30].

            Las vinculaciones de Artigas con los charrúas y su colaboración en el caso del arreo de contrabando del verano de 1895-96 son resaltadas en un ensayo de Carlos Maggi, apoyando la conjetura de que Artigas habitó en sus tolderías y tuvo entre ellos mujer e hijo. Esto no puede demostrarse, aunque hay abundantes indicios de una gran intimidad de Artigas con las tribus [31].

            Si, como razona el historiador uruguayo Washington Lockhart, aquel arreo clandestino de Artigas no era sino para ayudar a los charrúas, "corrigiendo agresiones y robos perpetrados contra ellos" [32], la definición coincide con la imagen popular del bandido descripto por Hobsbawm, que "corrige abusos" y "roba a los ricos para ayudar a los pobres", actuando de manera solidaria con la comunidad tradicional que lo sustenta. Si ubicamos al personaje en la categoría de los "buenos bandidos" de todos los tiempos, hay que pensar que compartiría los beneficios de sus actividades ilícitas con los paisanos, y especialmente con los indios, asegurándose la cooperación de una red de informantes y encubridores a lo largo del terreno de sus andanzas.

            Las conexiones de Artigas con los traficantes de Rio Grande, e incluso con estancieros y comerciantes de Montevideo, que le podrían haber facilitado sus familiares -tema éste que no ha sido suficientemente investigado- acalararían mejor la amplitud de la red de intereses que anudaba el contrabando. Mitre afirma que hacía justicia y aplicaba castigos ejemplares, incluso "como árbitro en las cuestiones de los vecinos por cuyos distritos pasaba". Otros relatos legendarios sostienen que penaba a los malhechores, y aún agregan que "imponía contribuciones". He aquí otro rasgo del bandido social, que Hobsbawm destaca señalando su preocupación por administrar "una justicia más general de la que podía lograr mediante dádivas ocasionales", de tal manera que algunos llegaron a ejercer funciones de magistrado o de "gobierno paralelo" [33].

            Las hazañas de Artigas burlando a la autoridad, su reputación de rebelde indomable, justiciero y amigo de los pobres, adquirirían una dimensión heroica para los habitantes de la frontera -aún más allá de los campos del noroesteque dependían de manera directa o indirecta del contrabando y rechazaban instintivamente la ley de la colonia. Gauchos, tribus indias, agricultores y criadores pequeños y medianos, peones y esclavos de las estancias, no constituían un campesinado homogéneo sino un conjunto de grupos, estratos y comunidades dedicados a diversas labores, con cierta movilidad para adaptarse a las variantes estacionales y cíclicas [34]. Pero sin duda compartieron el rechazo a la autoridad realista y los valores tradicionales que caracterizaron la cultura de las pampas. Las fuentes históricas y folklóricas muestran que estos paisanos practicaban, anhelaban o admiraban el estilo de vida libre, alegre y bravío que personificaban en general los gauchos, y en particular su máximo exponente, que fue el bandolero Artigas.

El pacto con el poder

            Uno de los desenlaces típicos en la carrera del bandido social, según Hobsbawm, es que el rey lo perdone tomándolo a su servicio. Es lo que sucedió en 1797. A fines del año anterior el virrey autorizó constituir un Cuerpo de Blandengues en la provincia oriental, como el que ya existía en Buenos Aires, para vigilar la frontera con Brasil y perseguir el contrabando. Siguiendo el texto de Cavia, "el objeto era expurgar aquella campaña de los facinerosos que la infestaban" y "puede afirmarse que la necesidad de escarmentar a D. José Artigas y sus camaradas tenían la mayor parte en el proyecto de organizar aquella fuerza". En febrero de 1797 el gobernador de Montevideo Olaguer y Feliú publicó un bando para reclutar voluntarios, ofreciendo indultar a cualquier perseguido que no estuviera acusado de homicidio o enfrentamiento armado contra la autoridad. Aunque Artigas era por lo menos sospechoso de tales delitos, en marzo se acogió al perdón y durante las semanas siguientes reunió varias decenas de gauchos -"facinerosos" los llama Vedia- que ingresaron con él al servicio [35].

            La "leyenda" recordaba que fue Artigas quien puso las condiciones de aquel indulto, incluso la admisión de los miembros de su banda en el nuevo cuerpo. El manuscrito de Mitre afirma que Olaguer y Feliú, "conociendo lo importante que sería tener en sus filas un hombre como Artigas, negoció con su familia su indulto". Cavia refiere que don Martín José aprovechó aquella ocasión e hizo valer todas sus conexiones, persuadiendo a las autoridades y lisonjeando a su hijo con la carrera que se le ofrecía [36]. 

            Sarmiento señala, respecto a los comandantes de campaña, que "el gobierno echa mano de los hombres que más temor le inspiran para encomendarles este empleo, a fin de tenerlos en su obediencia". Hobsbawm observa que allí donde el Estado es remoto, ineficaz y débil se inclina a pactar con el poder local al que no puede vencer. Pero la conversión del rebelde en gendarme es siempre conflictiva. La autoridad corre el riesgo de conjurar un mal del presente que se acrecentará más tarde, como discurre Sarmiento [37]. Por otra parte, el rebelde también puede transformarse en un instrumento del poder contra su gente. ¿Cómo se desenvolvió Artigas en esta contradicción?

            Poco después del indulto, Olaguer y Feliú asumió como virrey interino. Dio a Artigas desde el comienzo gran autonomía y lo envió al Chuy, donde aquel invierno actuó al mando de una "partida volante". En octubre de 1797 lo nombró capitán de milicias de caballería del Regimiento de Montevideo, y en marzo de 1798 ayudante mayor del Cuerpo de Blandengues, establecido en Maldonado. La actuación de Artigas en ese año, reprimiendo a contrabandistas y ladrones, agregó ataques a los indios, aunque al parecer no a los charrúas. Los partes de operaciones reflejan su renuencia a "hacerles daño" y ciertas desinteligencias con los oficiales de carrera [38].

            A mediados de 1799, el comandante de Blandengues propuso ascender a Artigas para ocupar una plaza de capitán, pero el nuevo virrey, el marqués de Avilés, lo rechazó observando el "origen que tuvo la entrada de Artigas en el servicio y el extraño medio con que se le proporcionó su rápido ascenso de soldado a ayudante mayor" [39]. No habría más progresos en su carrera hasta 1810.

            Un espía de Portugal, el teniente coronel Curado, que viajó al Río de la Plata en 1799 en misión diplomática, describió en su informe el cuerpo oriental de Blandengues, cuestionando qué podía esperarse "de una tropa cuyo primer establecimiento se formó con facinerosos, indios y malhechores". Según le había dicho un comandante, "los asesinatos, robos y deserciones son tan frecuentes que, lejos de aminorar el trabajo de la tropa veterana, para cuyos fines fueron creados, les han aumentado el servicio porque no se puede confiar nada en ellos" [ 40]. Sin embargo, Artigas apreciaba a esos hombres. No los disciplinó de acuerdo a los cánones militares europeos, pero los convirtió en una tropa eficaz para las funciones y el estilo de mando que él ejercía.

La escuela del Protector

            La política virreinal oscilaba entre la posición de los estancieros y militares que clamaban por el exterminio de "los infieles" y otras opiniones orientadas a mantener la paz. Los conflictos se agravaron, y en 1798 y 1801 las expediciones que comandó el capitán Jorge Pacheco arrasaron a los rebeldes charrúas en la frontera norte [41]. Sin duda Artigas no comparte esa política. Hacia 1799 trajo de las tribus a un indiecito adolescente y lo dejó en casa de un hacendado de Paysandú para que lo criaran como cristiano: probablemente era el mismo "caciquillo" Manuel que lo acompañó luego, tratado como hijo y llevando su apellido [42] .

            En 1800 Félix de Azara pidió que Artigas lo acompañara en su expedición a la frontera para asentar a las familias que habían venido de España con destino a la Patagonia. Así fundaron la población de Batoví, donde Artigas actuó expulsando a algunos ocupantes portugueses, participó en las asignaciones de tierras y seguramente tuvo oportunidad de discutir con Azara los problemas socioeconómicos de la zona: era necesario poblar, organizar la crianza como alternativa a la ganadería destructiva y regularizar la propiedad, pues el sistema de denuncia y compra a la Real Hacienda era inaccesible para los pobladores humildes, a menudo desalojados por acaparadores que las ,mantenían ociosas.

            Matizando la visión de que las ideas progresistas de Azara influyeron en Artigas, algunos historiadores señalaron que en cuanto a la distribución de tierras fue a la inversa, ya que aquél rectificó propuestas anteriores en las que recomendaba dar preferencias a "los más acomodados". El informe que elevó Azara, tras censurar el acaparamiento del suelo, el desperdicio de recursos y el mal manejo de las estancias, recomendaba dar libertad y posesiones a los indios cristianos y reducir a los infieles, redistribuir las tierras en favor de los auténticos pobladores y los pobres, regularizar los títulos de dominio y construir iglesias y escuelas. Al analizar las causas del contrabando, sostenía que la única forma de evitarlo y asegurar la frontera era legalizar y reglamentar el comercio con Brasil [43].

            Artigas desempeñó otras comisiones en la frontera, pero volvió a Montevideo y permaneció inactivo durante 1803, pidiendo el retiro del servicio. Tenía 38 años, y un informe médico certificó que sufría cierta afección artrítica reumática, de pronóstico alarmante si continuaba su "agitada vida" [44]. Mientras la solicitud era elevada al rey, Artigas manifestó en abril de 1804 salir en misión contra "los indios rebeldes", para lo cual el gobernador le daba como de costumbre amplia autonomía. Las divergencias de Artigas con el coronel Rocamora, que había establecido el campamento de sus fuerzas en Arerunguá, determinaron al virrey a desautorizar a ambos y enviar con plenos poderes al teniente coronel Francisco Javier de Viana, a quien Artigas guió atacando a unas bandas de faeneros e indios tapes. En los documentos de esa campaña, Maggi detectó numerosos indicios de que Artigas actuó para proteger a las tribus con las que seguía vinculado, procurando que Rocamora retirara su campamento del rincón de Arerunguá - un centro del habitat charrúa- y enviando al caciquillo Manuel a robarle la caballada. Después, aprovechando las facultades amplísimas de Viana, Artigas obtuvo de él, por acto documentado en su campamento en febrero de 1805, la concesión en propiedad de 34 leguas cuadradas ubicadas justamente en el reducto de Arerunguá [45].

            Como habían denegado su retiro, Artigas insistió infructuosamente con un nuevo certificado médico [46]. En el invierno de 1805, de licencia en Montevideo, se casó con su prima Rosalía Villagrán. Es notable que, lejos de ser una boda conveniente para su ascenso social o su vinculación con la clase principal, fue explicada por él mismo al solicitar la dispensa como el modo de rescatar de la pobreza a una parienta huérfana de padre [47].

            Por otra parte, cabe presumir que el malestar o el desaliento que lo afectaba no eran ajenos a sus contrariedades con la autoridad y a hechos que difícilmente podría aceptar sin cargo de conciencia, como las masacres contra los indios. Entrando en la madurez, Artigas no podía ignorar la necesidad de imponer orden en la campaña, pero sus actitudes indican que lo concebía a través de una política de integración y no de exclusión de los gauchos, los indios y los pobres.

            En diciembre de 1805 el virrey Sobremonte puso a su cargo 68 presos para formar un escuadrón de voluntarios, aquienes se indultaba a condición de colaborar en la defensa de Montevideo ante el peligro de invasión británica. Figuraban en la lista Venancio Benavídez y otros dos imputados por homicidio, varios cuatreros apresados ​​por el mismo Artigas, numerosos desertores, peleadores, raptores de mujeres o bígamos, y también un mozo José del Rosario Artigas, detenido por vagancia y "raterías". Días después, en virtud de reparos legales, se revocó la gracia a algunos por la gravedad de sus delitos, asignando al resto a servir en el cuerpo de Blandengues. Cuando se le ordenó restituir a la Ciudadela a varios de aquellos hombres, Artigas protestó, alegando que les había dado la seguridad de su liberación, tratándolos como "ahijados", y ofreció salir a la campaña a pesar de sus "crecidos achaques" para comandarlos un año en tareas de vigilancia y garantizar su disciplinamiento. Entonces se optó por imponerles diez años de servicio militar, permitiendo a Artigas incorporarlos a su partida [48].

            Después de las invasiones inglesas, el gobernador Elío encomendó a Artigas la vigilancia de la zona al norte del río Negro, facultado para otorgar posesión legítima a ocupantes de terrenos reales. Su prestigio crecía imponiendo autoridad y haciendo justicia, pero recién en setiembre de 1810 fue ascendido a caitán y lo enviaron a Entre Ríos a reprimir los brotes juntistas [49].

El llamado a la revolución

            El incidente de Colonia, cuando Artigas tuvo un entredicho con el brigadier Muesas por la indisciplina de sus hombres, precipitó su deserción de las filas realistas. Sin embargo, otros antecedentes explican mejor esa determinación. Algunos parientes suyos como los Monterroso -familia de la que provenía su sobrino segundo, fray José Monterroso, quien luego fue su secretario y asesor- conspiraban para sumarse a los patriotas y contaban con él [50]. 

            La insurrección rural en la Banda Oriental fue una estrategia deliberada del gobierno de Buenos Aires ante el pronunciamiento adverso de Montevideo. El "Plan de Operaciones" que Moreno elaboró ​​en agosto de 1810 contemplaba aquel alzamiento, a cuyo fin era necesario atraer "por cualquier interés y promesas" a dos hombres: el capitán de Dragones José Rondeau y el capitán de Blandengues José Artigas, por " sus conocimientos que nos consta son muy extensos en la campaña, como por sus talentos, opinión, concepto y respeto". La idea era que el ejército patriota regular tuviera como avanzados algunos cuerpos formados por gauchos, reclutando a desertores, delincuentes y "vagos", de quienes habría que deshacerse luego de la consolidación del Estado.

            El texto incluía una lista de "sujetos", entre ellos Venancio Benavídez, los hermanos y primos de Artigas y otros, los cuales "por lo conocido de sus vicios son capaces para todo, que es lo que conviene en las circunstancias por los talentos y opiniones populares que han adquirido por sus hechos temerarios [51]. La información sobre los personajes de la campaña se ha atribuido a la colaboración en el documento de Manuel Belgrano, quien había pasado largas temporadas en su estancia de Mercedes. Lo cierto es que los patriotas tomaron contacto con los dos capitanes, y Artigas se convirtió efectivamente en el líder del levantamiento. El Plan muestra que la Junta contaba con su ascendente popular, aunque también trasluce la desconfianza sobre el papel de aquellos gauchos en el desarrollo ulterior de la revolución. 

            En febrero de 1811 Artigas viajó a Buenos Aires para ponerse a las órdenes de la Junta y el primer foco insurgente fue promovido en Mercedes, invocando su nombre, por Benavídez, el gaucho brasileño Pedro Viera y otros de los sujetos aludidos en el Plan de Operaciones . A partir de allí, con la participación de un grupo de blandengues, se organizaron las primeras montoneras.

            Artigas volvió con el grado de teniente coronel y sus fuerzas entraron en acción, jugando un papel decisivo los miembros de su grupo familiar. La toma de San José fue dirigida por su primo Manuel Artigas, que murió en el combate. Su hermano Manuel Francisco reclutó a unos 300 gauchos en la zona este, engrosando el millar de jinetes y soldados con los que derrotó a los españoles en Las Piedras. Si bien lo ascendieron a coronel por aquel triunfo, en el sitio a Montevideo quedó subordinado a Rondeau, jefe militar de mayor confianza para los porteños. Allí comenzaron las divergencias que terminaron por enfrentarlo al gobierno de Buenos Aires, cuando éste subordinó la lucha independentista a las negociaciones con los realistas, los portugueses y las potencias europeas.

La guerra montonera

            La guerra montonera y el caudillaje de Artigas prolongaron algunos rasgos de su experiencia anterior como bandolero y gendarme rural. Él conocía a fondo la capacidad de lucha de los gauchos, su movilidad ecuestre y su habilidad con las armas de faena, y los empleó con éxito como partidas guerrilleras, actuando en forma independiente o combinada con la movilización de los cuerpos del ejército.

            Convocar a los gauchos - "los vagos, impropietarios y malvados" según el libelo de Cavia- implicaba riesgos. Los documentos muestran a Artigas empeñado en la organización militar y actuando con mano dura para imponer disciplina. Durante el "éxodo" por la costa del Uruguay, seguido por millas de pobladores, hizo juzgar y fusilar en el campamento del Quebracho a tres "malevos" convictos de robos y violencias, y el 1º de diciembre de 1811 dirigió un bando a sus fuerzas : "si aún queda mezclado alguno entre vosotros que no abrigue sentimientos de honor, patriotismo y humanidad, que huya lejos del ejército que deshonra y en el que será de hoy en más escrupulosamente perseguido" [52].

             A fines de 1811 Artigas convocó también a los "indios bravos", utilizando como emisario al caciquillo Manuel. Desde entonces varias tribus charrúas acompañaron su ejército o actuaron como aliados, permitiéndole controlar la campaña. No sólo le sirvieron de espías y lo auxiliaron para obtener abastecimientos, sino que hostilizaron a los portugueses e incluso reforzaron las formaciones de combate frontal, alcanzaron tumbas pérdidas. A pesar del tratado que suspendía la guerra, en diciembre de 1811 Artigas deshizo una columna invasora en Belén, sorprendiéndolos con una fuerza mixta de 500 blandengues y 450 indios [53].

            En la guerrilla montonera, Artigas mezclaba las astucias del baqueano y del bandolero con las técnicas políticas revolucionarias. Sus hostilidades con Sarratea durante el sitio de Montevideo, en 1812, comenzaron cortándole los auxilios de Buenos Aires, le hizo escasear los abastecimientos de las estancias y al fin aplicó su golpe infalible: le sustrajo en dos noches cerca de 4.000 caballos y bueyes, dejándolo inmovilizado frente a la ciudad [54]. Su antiguo superior Viana, al servicio del Directorio porteño, aconsejó al coronel Moldes precaverse de Artigas y le advertía cuál era su táctica: primero, hacer propaganda con "papeles" o panfletos; segundo, alejar las haciendas del lugar donde se sitúa el adversario; tercero, despojarle de las caballadas [55].

            La conducción de Artigas, basada en su autoridad carismática sobre los paisanos, se mantuvo localizada en el campo. Saint-Hilaire afirma que tenía "las mismas costumbres de los indios, cabalga tan bien como ellos, viviendo del mismo modo y vistiendo con extrema simplicidad". Cavia señala "el aparente desprendimiento de este hombre, la simplicidad de su vestido y la identidad de sentimientos, usos y modales con muchas gentes de las que le rodean" y observa que "siempre ha permanecido en campaña". Sarmiento apuntó también ese rasgo de su carácter: "no frecuentó ciudades nunca". En 1815, la capital del Protectorado que estableció Artigas en alianza con varios gobiernos provinciales, se situó a distancia de Montevideo y cerca de Arerunguá. Los visitantes se asombraban de la austeridad del cuartel general de La Purificación, donde imperaban las costumbres de los gauchos [56].

            Dada la escasez de recursos con que se desarrollaron esas campañas, era inevitable que las partidas irregulares de gauchos cobraran su recompensa con el eventual botín, y seguramente hubo episodios de bandolerismo oportunista en medio del desorden de la guerra. En 1815 se levantaron muchas protestas contra las "partidas sueltas" que avanzaban contra el ganado con y sin dueño para faenarlo, ante lo cual el Protector reclamó orden, pero sobre todos mayores controles del comercio montevideano de animales y cueros mal habidos. En realidad los despojos y confiscaciones en el campo habían comenzado en 1811, contra los patriotas desafectos al gobierno español, continuaron con la invasión portuguesa - incluso en perjuicio de hacendados realistasy luego por las fuerzas de Buenos Aires, diezmando los ganados y destruyendo estancias y poblaciones [57].

            El saqueo del enemigo y las exacciones para abastecerse eran prácticas habituales en la época por cualquier fuerza armada: no sólo en el caso de las explícitas patentes de corso, que premiaban con las mercaderías de las "presas" a los corsarios, sino también por los ejércitos regulares, americanos o europeos. Hay innumerables testimonios sobre los hechos de rapiña que ejecutaban los cuerpos militares, de manera espontánea y por expresas órdenes de los jefes, en la Banda Oriental como en todo el escenario de las guerras externas e internas [58].

            Hobsbawm distingue una "forma superior" de bandolerismo social, el de los haiduks, grandes grupos de jinetes salteadores que en Hungría y los Balcanes constituyeron focos permanentes de guerrilla, apoyados por sus comunidades, contra la dominación de las potencias invasoras [59]. Algunas bandas de gauchos, así como las montoneras indígenas, presentaban rasgos semejantes, en la medida en que su condición marginal era más acentuada y en tanto mantenían sus jefaturas tradicionales. Resulta diferente sin embargo el caso de las partidas de jinetes criollos que fueron reunidas para guerrear por la revolución. Es evidente que su acción adquirió connotaciones de lucha social y de revancha contra la clase alta, como señalaron Sarmiento y Paz [60]. Pero en tanto fueron organizadas y conducidas por caudillos político-militares como Artigas, no diferían demasiado de los cuerpos de milicia de la época.

Otras figuras de bandoleros

            Entre los comandantes de Artigas había gauchos, indios y ex bandidos que cumplieron roles descollantes. A Pedro Amigo se lo ha caracterizado como "caudillo de extracción bandolera". A José García de Culta, quien en 1812 inició el sitio de Montevideo al frente de una partida de irregulares, se le reprochó haberse convertido en salteador, aunque luego se reintegró a la disciplina militar. Encarnación Benítez fue otro gaucho indomable de turbio origen que acostumbraba hacer justicia por mano propia. A veces el comportamiento de estos hombres y de algunos caciques indígenas fue motivo de protestas, obligando al Protector a intervenir para pedirles cuentas y reconvenirlos, aunque los defendió de cargos injustos y a menudo les dio la razón. En 1815 el Cabildo imputaba al "Pardo" Encarnación haber esparcido "hasta cinco partidas" para hacer estragos - lo cual Artigas consideró exagerado, pues sólo mandaba doce hombres- y, entre otros crímenes, "distribuir ganados y tierras a su arbitrio" [61].

            Andrés Guacurarí Artigas, un indígena guaraní, fue el brazo armado del caudillo en la zona de Misiones, disputada por portugueses, paraguayos y rioplatenses. Aquellos indios cristianizados constituían un sector marginal de la sociedad criolla tras el proceso de disgregación que sufrieron sus poblados. Cuando en 1815 las montoneras de "Andresito" tomaron Candelaria y otras localidades ocupadas por los paraguayos, el dictador Francia reaccionó indignado tratándolos de "brutos, malvados y ladrones, sin ley ni religión, que con su caudillo bandolero de profesión se han propuesto vivir engañando, alborotando y robando a todo el mundo" [62].

            En 1818 el Protector envió a Andresito a sofocar el golpe disidente en Corrientes que había depuesto al gobernador aliado, Juan Bautista Méndez. Andresito marchó con un millar de hombres, aplastó a las tropas que lo enfrentaron, repuso a Méndez en el gobierno civil y desempeñó la gobernación militar durante siete meses. A pesar del escándalo que suponía esa intrusión de las "hordas" de la periferia aborigen en los asuntos públicos locales, que hasta entonces se habían resuelto en el seno de la clase principal de la ciudad, el comportamiento de los ocupantes no parece haber sido tan bárbaro como se temía, según ilustran las crónicas del período [63].

            El irlandés Pedro Campbell, que acompañó a Andresito a Corrientes y lo apoyó con su flotilla del Paraná, era otro personaje excepcional sumado a la revolución. Así como se había hecho jinete y baqueano en las pampas, sirviendo a Artigas se convirtió en navegante y corsario. A la par de otros aventureros de origen diverso, fue uno de los principales ejecutores de la estrategia de guerra fluvial contra porteños, españoles y portugueses. Las tripulaciones que comandó Campbell conformaban una suerte de montonera de gauchos e indios que se lanzaban al abordaje de las naves rivales, y seguramente aquellas acciones recompensadas con el botín tenían gran analogía con la lucha de las partidas guerrilleras de jinetes [64].

La utopía igualitaria

            Una preocupación constante de Artigas en sus roles de bandolero, gendarme y revolucionario fue impartir justicia con un sentido igualitario. "No hay que invertir el orden de la justicia; (hay que) mirar por los infelices y no desampararlos sin más delito que su miseria" - le recomendaba al gobernador de Corrientes, expresando su desdén por los privilegios aristocráticos-; "olvidemos esa maldita costumbre que los engrandecimientos nacen de la cuna". Con relación a los pueblos indios, en sus instrucciones para que "se gobiernen por sí" eligiendo sus propios administradores, le recordaba al gobernador "que ellos tienen el principal derecho y que sería una degradación vergonzosa para nosotros" mantenerlos excluidos "por ser indianos" [65].

            Artigas asumió de manera integral los principios liberales y republicanos de la emancipación, que las elites aceptaban con muchas reservas. En su modo de ver seguramente influirían las costumbres de las pampas y las antiguas tradiciones milenaristas, más que la lectura de Rousseau. El orgullo de hombres libres de los gauchos era congruente con la orientación democrática de la revolución, como afirmaban Mitre y López. Escuchando a otros hombres más instruidos, interesándose por conocer el sistema federal norteamericano, Artigas expresó una síntesis del sentido común popular con las doctrinas progresistas de su tiempo y reclamó fundar el poder político en los derechos de representación de los individuos y de las regiones, todos en pie de igualdad.       

            Esto es notable en las acciones de gobierno que impulsó, y en particular en su famoso plan agrario. Las comunicaciones del Protector con el Cabildo de Montevideo, al que él mismo asignó un rol eminente sabiendo que representaba al sector de los propietarios, refleja su firme pero prudente relación con la elite y las reticencias de ésta ante las medidas más radicales. Dada la necesidad de repoblar y poner en producción los campos asolados por la guerra, el Protector instó al Cabildo a emplazar a los hacendados a hacerlo so pena de poner las tierras en otras manos, ante lo cual, tras algunas dilataciones, aquél emitido un bando sin poner plazo y omitiendo las sanciones. Días después Artigas dictó personalmente el Reglamento de Tierras de 1815. Si bien antes otorgó posesiones a sus partidarios y ocupó campos de los adversarios de la revolución, ahora se trataba de establecer un nuevo orden rural, recuperar la ganadería, poblar y distribuir la propiedad con el criterio de que "los más infelices sean los más privilegiados". Las tierras no ocupadas y las confiscadas a "los malos europeos y peores americanos" debían repartirse en suertes de estancia a los solicitantes, con carácter de donación, dando preferencia a los negros libres, zambos, indios y criollos pobres [66].

            En el mismo Reglamento se preveía la aprehensión de vagos para remitirlos al servicio de las armas, y la papeleta que los patrones deberían dar a sus peones. Esta era la política habitual de control de los gauchos, pero en un marco diferente, en el que la obligación de trabajar iba aparejada con la posibilidad de adquirir la tierra. En circunstancias en que urgía regenerar la explotación del campo y se compelía a los estancieros a producir, era razonable exigir una ocupación regular a los proletarios rurales.

            La aplicación del Reglamento, resistida y demorada por el Cabildo, afectó una enorme extensión territorial y fue por cierta conflictiva. Estaban en juego los intereses de grandes latifundistas, incluso porteños. La independencia, como todas las revoluciones, había engendrado un alzamiento popular que se tornaba amenazante para los viejos y nuevos grupos dirigentes, y el director Pueyrredón acordó consentir la invasión portuguesa a la Banda Oriental para liquidar ese peligro.

            Debilitado en la relación de fuerzas, la inflexibilidad de Artigas lo perdió. La politica de transaccion no era lo suyo. Acudió por fin al asilo del dictador Francia, quien le había llamado no menos que "caudillo de bandidos", creyendo que podrían coincidir contra el centralismo porteño o esperando tal vez un cambio de gobierno. Al morir el Supremo en 1840, detuvieron preventivamente "al bandido Artigas" pues algunos lo querían como sucesor, a pesar de su avanzada edad. Más tarde Carlos Antonio López le brindó una amplia reparación [67]. 

                                                                        * * *

            En definitiva, hay que aceptar que las diatribas de sus adversarios se fundaban en parte de la verdad: Artigas fue en su juventud un bandido. Pero no un delincuente común, sino uno de los casos excepcionales que Hobsbawm caracteriza como bandoleros sociales. Desde esta perspectiva es posible entender la profunda coherencia de su solidaridad con las clases pobres del campo. En su primera época de rebelde se había marginado de la ley convirtiéndose en un héroe legendario entre los gauchos, los indígenas y los demás paisanos que defendían su medio de vida tradicional, y el pacto con el soberano no implicó que mudara de bando. En realidad adquirió así reconocimiento formal como jefe de un cuerpo de ex foragidos, administrador de justicia y "regenerador" de indios y malvivientes, consolidando su ascendiente patriarcal en la campaña; lo cual chocaba con la ortodoxia militar y, más que una fractura, implicaba una continuidad en su rol de líder gaucho. Seguramente, además, aquella experiencia le permitió ver los problemas rurales desde el punto de vista del orden general. Pero sólo la revolución le ofreció, al fin, la oportunidad trascendente de dirigir a su pueblo más allá de los objetivos reparadores tradicionales, con una visión estratégica sobre los problemas de la fundación del Estado, la producción del campo y la integración de la nueva sociedad emergente. En la guerra utilizó los recursos del arte militar que tuvo disponibles, los combinó con la agitación insurreccional y aprovechó sus conocimientos de baqueano y conductor de aquellas partidas de jinetes para organizar la lucha guerrillera. 

            El movimiento artiguista fue una expresión radical de la revolución, apoyada en la movilización de las montoneras. Si éstas, según vio Sarmiento, representaban la insumisión de la campaña ante la ciudad, hay que advertir que en el siglo XIX ello equivalía al alzamiento de la mayoría de la población -los productores directos, los estratos subordinados y algunos grupos más o menos marginales- frente al poder de las elites terratenientes y comerciales, que con mucha frecuencia antepusieron sus intereses a los del proyecto revolucionario proclamado como causa común.

            Las montoneras surgieron en cierto modo de las bandas de gauchos y existe por lo tanto una vinculación con el bandolerismo, pero resulta equívoco homologar ambos fenómenos. Las guerrillas federales contenían un grado de dirección y motivación política cualitativamente superior a lo que se entiende por bandolerismo. Las estrechas relaciones entre gauchos, bandidos y caudillos que hemos subrayado plantean cuestiones significativas que deben ser aún profundizadas, pero no se pueden confundir los términos según la dialéctica de la batalla de Sarmiento. Hay que tener en cuenta que los caudillos gauchos, aunque algunos habrían sido bandoleros, fueron jefes políticos y militares; el federalismo era un proyecto de organización del Estado; y las montoneras, aunque reclutaran matreros, indios o bandidos, fueron formas de rebelión y lucha social, orientadas bien o mal por sus líderes hacia aquella causa. De cualquier manera, los sucesivos alzamientos montoneros configuran un asunto demasiado complejo como para generalizar las conclusiones a hechos que exceden el foco de este artículo.

            En los estudios recientes sobre la historia latinoamericana que reúne la compilación de Slatta, resulta notable que las tesis sobre el bandolerismo reproduzcan dilemas análogos a los que dividieron aguas en la historiografía rioplatense del siglo XIX. Acerca de las reacciones u opciones violentas de los sectores populares, la visión hobsbawmiana se inclina a reconocerles una racionalidad social, mientras que los refutadores tienden a descalificarlas como pillaje. La misma cuestión atraviesa la problemática historiográfica en nuestro país como materia de debate, y las visiones de clase de la época de las guerras civiles siguen reflejándose en el terreno de la investigación al tratar el sentido de aquellos sucesos. Cabe pensar sin embargo que -al menos en ese plano- algo hemos progresado en estos dos siglos, y el caso de Artigas y las montoneras nos desafía a actualizar la interpretación de la participación popular en la revolución americana.

 

 Los hombres de Artigas                        

El Pardo Encarnación

Uno de los más caracterizados lugarestenientes montoneros de Artigas fue el Pardo Encarnación Benítez, un mestizo corpulento, cuya sola presencia imponía respeto o terror: cara ancha y mal trazada, "vestido con el traje más pintoresco que se puede imaginar nadie, recolectado en muchos destinos, con botas de potro y dedos anchos de estribar descalzo", según lo describen las memorias de Ramón Cáceres.

       En 1815, el Cabildo de Montevideo denunció las incursiones de "el destructor Encarnación y los foragidos que lo acompañan", aterrando a los vecinos y repartiendo vacas y tierras, por lo que pidió al Protector "sofocar de una vez la altivez voraz de este Vesubio , antes de que convierta en cenizas el precioso vellocino de nuestra cara Provincia". Artigas lo hizo compararcer a su campamento pero, luego de indagar los hechos, consideró suficiente zanjar la cuestión con una reprimenda.  

      Poco después, en enero de 1816, Encarnación defendió a los paisanos que ocuparon las estancias de una familia contrarrevolucionaria en Soriano ante la amenaza del desalojo ordenado por el Cabildo, pidiendo por ellos al Protector en una carta donde resumía "el clamor general": ¿Era posible que prevalecieran "los enemigos declarados del sistema" frente a los que perdieron cuántos tenían y expusieron sus vidas para defender la patria? Artigas creyó "más justo acceder al clamor de éstos", ordenando al Alcalde Provincial mantener la confiscación de las estancias.

 

 

El ahijado guaraní

A Andrés Guacurarí, el "Espartaco" de los indios misioneros, lo llamaban Andresito por su baja estatura, y cuentan que los portugueses le decían Artiguinhas. Adoptó el apellido de su "padre político" y fue por cierto su discípulo dilecto. Oriundo de San Borja, hacia 1811 se alistó en las fuerzas de Artigas como soldado y ascendió en pocos años a capitán de Blandengues. Era buen jinete, sabía música, y se había instruido lo suficiente como para escribir en tres idiomas, español, portugués y guaraní.

       En 1815 el Protector lo nombró Comandante General de las Misiones, confiriéndole un liderazgo y un mandato para organizar a su pueblo. Dentro de la estrategia de integración con que el Protector concebía la sociedad republicana, son notables las instrucciones que le impartió para promover el autogobierno de los naturales. Andresito demostró dotes de caudillo y de jefe militar. Se casó con la india Melchora, que lo acompañó en sus campañas.

       En 1918, cuando fueron a resta-blecer el gobierno correntino, aquellos guaraníes tradicionalmente sometidos se tomaron una revancha al rescatar a sus cautivos. Camino a Corrientes, las huestes misioneras recuperaron a unos 200 muchachos indios de las casas donde estaban sirviendo y apresaron un número igual de hijos de las familias correntinas, reteniéndolos durante una semana. Luego Guacurarí reunió a las madres que clamaban por ellos y, antes de devolverlos, les hizo ver que las madres guaraníes habían sufrido lo mismo. 

 

Campbell, gaucho corsario

Pedro Campbell, el "gaucho de pelo rojo", fue uno de los desertores de las tropas que trajo Beresford en la primera invasión inglesa, que se había acriollado en las pampas del litoral. Famoso por sus duelos a facón, cuentan los hermanos Robertson que no se sabía que hubiera matado a nadie pero mutiló o hirió a muchos, "de suerte que nadie se atrevía a pelear con él". Temido, admirado y respetado por los paisanos, trabajó como peón curtidor de cueros en Corrientes y llegó a gozar de la confianza de Artigas, al que llamó "Pepe" y del que fue un leal seguidor.

       Condujo montoneras de indios misio-neros y chaqueños, a caballo en la batalla de Cepeda, y embarcados en los combates del Paraná. Comandó una escuadrilla fluvial que tuvo en jaque a los porteños y actuó también contra los paraguayos. En 1918 contribuyó a sofocar el golpe que depuso a Méndez en Corrientes, bloqueando el puerto y ocupando la ciudad, días antes de que llegara el ejército de Andresito. Éste lo nombró "Comandante General de la Marina" por orden del Protector. Luego se batió reiteradamente contra la flota de Buenos Aires, hasta que en 1820 fueron hundidas en el río sus últimas naves. 

       Además de Campbell y otros que actuaron en el Paraná y el Uruguay, Artigas otorgó patentes de corso a numerosos capitanes de buques norteamericanos, que constituyeron un azote para los portugueses y españoles en el Plata y en toda la costa atlántica hasta que, ante los reclamos de ambas potencias, en 1817 se sancionó la ley de neutralidad de los Estados Unidos en la "guerra civil" sudamericana.            

Notas

[1] Decreto del 11 de febrero de 1814, facsímil en Archivo Artigas, Comisión Nacional Archivo Artigas, Montevideo, Monteverde, (1944-..) tomo XIV, lámina 1.

[2] El protector nominal de los pueblos libres, D. José Artigas, clasificado por el Amigo del Orden, Buenos Aires, Imprenta de los Expósitos, 1818; Pedro Feliciano Sáinz de Cavia era entonces funcionario de la Secretaría del Directorio.

[3] D. F. Sarmiento, Facundo [1845], cap. 4, y Conflicto y armonías de las razas en América [1883].

[4] B. Mitre, Historia de Belgrano y de la independencia argentina [ 1859] cap. XXVI, e Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana [1887-1890], cap. XXIII.

[5] V. F. López, "El año XX", en Revista del Río de la Plata, 1873, tomo V; Manual de Historia Argentina [1896]; Historia de la República Argentina [1913-1893].

[6] JB Alberdi, Grandes y pequeños hombres del Plata [1912], cap. XIX.

[7] Ver Juan E. Pivel Devoto, De la leyenda negra al culto artiguista , Montevideo, 1950; en Argentina, Emilio Ravignani rescató el federalismo de Artigas en sus estudios de Historia constitucional [1926]; entre otros revisionistas nacionalistas, René Orsi, Historia de la disgregación rioplatense , Buenos Aires, Peña Lillo, 1969.

[8] Ver Pivel Devoto, prólogo al tomo II del Archivo Artigas, pp. XXXI-XXXIII; Arturo A. Bentancur, Contrabando y contrabandistas , Montevideo, Arca, 1988, p. 11; Alfonso Fernández Cabrelli, Artigas: el hombre frente al mito , Montevideo, 1991, tomo I, pp. 205 y ss.

[9] E. J. Hobsbawm, Rebeldes primitivos, Barcelona, ​​Ariel, 1968, cap. II, y Bandidos, Barcelona, ​​Ariel, 1976.

[10] Anton Blok, "Th Peasant and the Brigand: Social Banditry Reconsidered", Comparative Studies in Society and History, vol. 14, núm. 4, septiembre 1972.

[11] Ver Alan Knight, The Mexican Revolution, Cambridge, Cambridge University Press, 1986; Gilbert M. Joseph, "Tras la pista de los bandidos latinoamericanos: un nuevo examen de la resistencia campesina", Latin American Research Review, vol . 25, núm. 3, Universidad de Nuevo México, 1990.

[12] RW Slatta (ed.), Bandidos: The Varieties of Latin American Banditry , Westport, Greenwood Press, 1987, donde el artículo de Slatta sobre Argentina y las conclusiones se apoyan en sus trabajos anteriores, en particular Los gauchos y el ocaso de la frontera , Buenos Aires, Sudamericana, 1985.

[13] M. Izard y Slatta, "Bandolerismo y conflictividad social en los llanos venezolanos" y Slatta, "Imágenes del bandolerismo social en la pampa argentina", en Slatta, Bandidos...

[14] Christon I. Archer, "Banditry and Revolution in New Spain, 1790-1821", en Biblioteca Americana, vol. I, núm. 2, noviembre 1982; ver también Paul J. Vanderwood, "Nineteenth-Century Mexico's Profiteering Bandits", en Slatta, Bandidos...

[15] Slatta, Conclusión en Bandidos... , pp. 193-194.

[16] Otro aspecto del debate sobre el bandolerismo (ver artículos de R. Slatta, Peter Singelmann, Christopher Birkbeck y Gilbert M. Joseph en Latin American Research Review, vol. 26 núm. 1, 1991) se refiere a la valoración relativa de las "pruebas" de los documentos oficiales y las "fuentes populares", y en particular la correspondencia de relatos e imágenes tradicionales con la realidad histórica. En el caso de Artigas, referencias legendarias a menudo desdeñadas resultaron verídicas.

[17] Ver Archivo Artigas , tomo I, y José M. Traibel, "Artigas antes de 1811", en Artigas : estudios publicados en El País en el centenario de su muerte , Montevideo, 1951, pp. 19-29. Juan A. Apolant, La partida bautismal de José Gervasio Artigas ¿auténtica o apócrifa? , Montevideo, Centro de Estudios del Pasado Uruguayo, 1966, constata la falsa anotación en el Libro de Bautismos, aunque no cuestiona la veracidad de los datos.

[18] "Apuntes biográficos sobre don José Artigas por el general don Nicolás de Vedia" [1841], en Mariano de Vedia y Mitre, El manuscrito de Mitre sobre Artigas , Buenos Aires, La Facultad, 1937, p. 95.

[19] El protector nominal... , cit., p. 5.

[20] "Apuntes..." en Vedia y Mitre, El manuscrito... , p. 95; Manuscrito de B. Mitre, en Vedia y Mitre, El manuscrito... , pp. 58-62; J. Miller, Memorias del general Guillermo Miller [1829], Madrid, Librería Suárez, 1910, tomo I, p. 48; alude al mismo hecho Francisco A. Berra, Bosquejo histórico de la República Oriental del Uruguay , Montevideo, Ybarra, 1895, p. 269, probablemente en base a datos que le facilitó Mitre.

[21] Lorenzo Barbagelata, Artigas antes de 1810, Montevideo, Impresora Moderna, 1945, pp. 25-28, citando referencias de César Famin y Washburn; FA Berra, Bosquejo... , p. 269, menciona los 200 hombres. 

[22] Ver Pivel Devoto, prólogo al tomo II del Archivo Artigas, p. XXXI-XXXII, y Jesualdo, Artigas. Del vasallaje a la revolución , Buenos Aires, Losada, 1961, pp. 120-121.

[23] El protector nominal... , nota en p. 6.

[24] Archivo Artigas , tomo IV, pp. 477-483; la referencia de Vedia, en Vedia y Mitre, El manuscrito... , pp. 60-61. Sobre el apodo "Pepe" ver infra, nota 63.

[25] Archivo Artigas , tomo IV, pp. 483-488, y tomo II, pp. 1-3.

[26] Dretha M. Phillips, "Latin American Banditry and Criminological Theory", en Slatta, Bandidos... , que confirma al respecto las tesis de Hobsbawm.

[27] Ver Sergio Villalobos R., Comercio y contrabando en el Río de la Plata y Chile , Buenos Aires, EUDEBA, 1986; Pivel Devoto, prólogo al tomo II del Archivo Artigas .

[28] Ver Ricardo Rodríguez Mo­las, Historia social del gaucho, Bue­nos Ai­res, Marú, 1968; Gastón Gori, Vagos y mal entre­te­nidos, Santa Fe, Colmegna, 1965; Slat­ta, Los gauchos..., cap. 7; M. Izard, "Vagos, prófugos y cua­tre­ros. Insur­gencias antiex­ce­denta­rias en la Vene­zuela tardocolonial", en Boletín Ame­ri­ca­nista núm. 41, Bar­celona, 1991, pp. 182-186.

[29] "Apuntes..." de N. de Vedia, en Vedia y Mitre, El manuscrito..., p. 95; Jesual­do, Artigas..., pp. 119-120.

[30] Ver J. M. Trai­bel, "Artigas antes de...", pp. 33-34 y A. Fer­nán­dez Cabre­lli, Artigas..., tomo I, pp. 22-23, donde cita investi­gacio­nes de José A. Ga­dea, W. Lockhart y M. Santos Pires y J. A. Apo­lant; Was­hington Reyes Aba­die, Artigas y el fede­ralismo en el Rio de la Plata, Mon­te­vi­deo, Edi­ciones de la Banda or­ien­tal, 1992, p. 61.

[31] Carlos Maggi, Arti­gas y su hijo el Caci­qui­llo, Mon­tevi­deo, Fin de Si­glo, 1991, cap. V.

[32] Washington Lockhart, "Artigas, padre de charrúas", en Brecha, Monte­video, 10 enero 1992.

[33] Vedia y Mitre, El manuscrito..., p. 60; Miller, Memorias..., tomo I, pp. 48-49, cuenta que practicaba una justicia brutal y ordenaba "enchalecamien­tos"; Berra, Bosquejo..., pp. 270-271 sigue casi textual­mente a Miller pero refi­riéndose a Arti­gas como gendar­me. Hobs­bawm, en Rebel­des..., pp. 29 y 39, men­ciona el caso del napo­lita­no "An­gioli­llo" Duca, "acaso el ejem­plo más puro del ban­dole­rismo so­cial".

[34] Slatta, en sus trabajos antes citados, descarta las redes de solida­ri­dad campesi­na con el bandido suponiendo a las pampas sólo habitadas por gau­chos erra­ntes; esa imagen ha sido rectificada por las investigaciones que co­menta Ro­ber­to Di Stéfano, "El mundo rioplatense colonial: una cuestión abier­ta", en Bole­tín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. E. Ravigna­ni, 3ª serie, núm. 4, 2º semestre 1991; sobre la Banda Oriental, Jorge Gel­man, "Pro­duc­ción campesina y estancias en el Rio de la Plata colonial. La re­gión de Colo­nia a fines del siglo XVIII", Boletín... núm. 6, 2º semestre 1992.

[35] Hobsbawm, Re­beldes... , p. 40; Archivo Artigas, tomo II, bando en pp. 11-13; prólogo de Pivel Devoto, pp. XXIX y ss; El Protector nominal..., p. 6; "Apuntes...", en Vedia y Mitre, El manuscrito..., p. 96.

[36] Referencias coincidentes de Miller, Memorias... y Berra, Bosque­jo...; Vedia y Mitre, El manuscrito..., p. 62; El Protector nomi­nal..., p. 6-7; ver Pivel Devoto, prólogo al tomo II del Archivo Artigas, pp. XXX y XXXII-XXX­III.

[37] Sarmiento, Facundo (1845), cap. 3; y Hobsbawm, Bandidos, pp. 61-62.

[38] Sobre la renuencia a atacar a los charrúas, ver Archivo Artigas, tomo II, p. 64 y comentarios de Maggi, Artigas y su hijo..., pp. 82-87.

[39] Archivo Artigas, tomo II, p. 123.

[40] "Informaçao do Coronel Joaquim Xavier Curado sobre a Povoaçao e Forças dos Estabelecimentos Hespanhoes" [1800], ma­nus­crito citado por Pivel Devoto, prólogo al tomo II del Archivo Artigas, pp. XXXIX-XL.

[41] Ver C. Maggi, Artigas y su hijo..., cap. VI; Eduardo F. Acosta y Lara, La gue­rra de los charrúas en la Banda Oriental, Montevi­deo, Linardi y Risso, 1989, tomo I, pp. 167-207.

[42] Acosta y Lara, La guerra..., tomo II, pp. 199 y ss.; Maggi, Artigas y su hijo..., p. 63-68.

[43] Félix de Azara, Memoria del estado rural del Rio de la Plata y otros informes, Buenos Aires, Bajel, 1943; ver Pi­vel Devo­to, prólogo al tomo II del Archivo Artigas, pp. XLVIII-L; Edmundo M. Narancio, "El Re­gla­mento de 1815" en Artigas: estudios.­.., pp. 135-139; Carlos Machado, Historia de los Orientales, Montevideo, Edi­ciones de la Banda Oriental, 1992, tomo I, pp. 85-86, donde cita a E. Petit Muñoz y Al­ber­to Dutre­nit. 

[44] Solicitud y trámites en Archivo Artigas, tomo II, pp. 258-265.

[45] Archivo Artigas, tomo II, pp. 267-408; Maggi, Artigas y su hijo..., pp. 100-125; sobre la con­cesión de Are­runguá, Ar­chi­vo Artigas, tomo III, pp. 404-409.

[46] Archivo Artigas, tomo II, pp. 411-414.

[47] Archivo Artigas, tomo III, pp. 1-40.

[48] Archivo Artigas, tomo III, pp. 44-66.

[49]Sobre el ascen­so, Archivo Artigas, tomo III, p. 350.

[50] Ver Carlos Machado, Historia..., tomo I, p. 51, citando antiguos testi­mo­nios reco­gi­dos por Justo M. Maeso.

[51]Copia del Archivo General de Indias, en A. Fernán­dez Díaz, El su­puesto plan de Mariano Moreno, Anua­rio del Ins­ti­tuto de Investigaciones His­tóricas, UNL, Rosa­rio, núm. 4, 1960; sobre el origen del plan ver José M. Rosa, Histo­ria Ar­gentina, Buenos Aires, O­riente, 1964, tomo II, pp. 204-209.

[52] Archivo Artigas, tomo VI, pp. 49-52.

[53]Sobre el llamado a los indios, Ar­chi­vo Artigas, tomo VI, pp. 20-22 y 30-32; el combate en Be­lén, tomo VI, pp. 195-207.

[54] Sobre los animales sustraídos del campamento, Archi­vo Artigas, tomo IX, pp. 206, 256 y 263.      

[55] Archivo Artigas, tomo XIV, p. 204.

[56] Auguste de Saint-Hilaire, Voyage dans Rio Grande do Sul; El Protec­tor nomi­nal..., p. 29; Sarmiento, Conflicto y armo­nías...; sobre La Purifica­ción, ver Jesualdo, Artigas..., cap. 22.

[57] Ver Lucía Sala de Tourón, N. de la Torre y J. C. Rodrí­guez, Arti­gas y su revo­lución agraria, 1811-1820, Mé­xico, Siglo XXI, 1979, pp. 98-111.    

[58] José M. Paz alude a la reacción campe­sina ante las "gra­vosas exac­ciones" de los ejércitos porteños (Memorias, cap. IX); Tulio Halpe­rín Dong­hi, Revolución y gue­rra, Buenos Aires, Siglo XXI, 1972, cita ejem­plos (p. 324) y dice que "si las tropas artiguistas...podían ser temi­bles en el sa­queo, las del gobierno central eran aún más adictas a la fero­cidad y la rapi­ña, a las que las alentaba esporádicamente el gobiero mismo" (p. 398).

[59] Hobsbawm, Bandidos, cap. 5.

[60] Ver Sarmiento, El Cha­cho, úl­ti­mo cau­di­llo de la mon­tone­ra de los Llanos [1867], cap. "La Travesía", que explica las insurrecciones montoneras por el resentimiento de los pueblos aborígenes despojados; y José M. Paz, Memo­rias, cap. IX, donde explica las motivaciones del "entusias­mo extraor­dina­rio" que caracterizaba a los montone­ros.

[61] Ver Jesualdo, Artigas..., p. 368; Sala de Tourón, Artigas y su revo­lu­ción..., pp. 214, 220-221 y 231-233.

[62] Ver Salvador Cabral, Andresito Artigas en la emancipación americana, Buenos Aires, Castañeda, 1980; Eugenio Petit Muñoz, "Artigas y los indios", en Arti­gas: estu­dios publicados en El País..., pp. 253-268. Corresponden­cia de Francia [1815] en el Ar­chivo Nacio­nal de Asun­ción, citada por Julio C. Chá­ves, El Supremo Dictador, Buenos Ai­res, Ayacu­cho, 1946, p. 204.

[63] Ver J. P. y G. P. Ro­bertson, Cartas de Sud-América, Buenos Aires, Eme­cé, 1950, tomo III, pp. 107-108; y Julio Sánchez Ratti, "Andrés Guacurarí, el indio gobernador", suplemento de Todo es Historia núm. 33, enero 1970.

[64] Ver J. P. y G. P. Robertson, Cartas... , tomo I, pp. 73-88; Agustín Beraza, "Las campañas navales de Artigas", en Artigas: estudios publicados en El País... , pp. 183-199.

[65] Carta del 9 de abril de 1815 en Archivo Artigas , tomo XX, pp. 313-314; carta del 3 de mayo de 1815, en Oscar H. Bruschera, Artigas , Montevideo, Biblioteca de Marcha, 1986, pp. 157-158.

[66] Comunicaciones con el Cabildo y Reglamento del 10 de septiembre de 1815, en Archivo Artigas, tomo XXI, pp. 57-58, 84, 92 y 94-98.

[67] Ver Carlos Machado, Historia... , tomo I, pp. 114-119.

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ponencia al VI Encuentro del Corredor de las Ideas, Montevideo, 2004

RESUMEN

Enfocando la evolución histórica de los países de origen hispanoamericano, en base a una sumaria bibliografía y con el propósito de contribuir a un debate sobre el tema, el trabajo presenta las siguientes tesis de interpretación:

1. La occidentalización de América ha sido un proceso continuo de imposición de los intereses y la cultura de los países del centro del mundo.

2. La historia sudamericana es la historia de la resistencia y adaptación de los pueblos al proceso de imposición occidental.

3. El conflicto étnico y el racismo colonial están en la raíz del desorden jurídico de las sociedades sudamericanas.

4. La revolución de la independencia fue un movimiento de emancipación nacional y social.

5. El dogma civilizador del liberalismo oligárquico justificó la negación del proyecto de la emancipación.

6. Los movimientos populares del siglo XX intentaron rescatar el sentido de la causa emancipadora.

7. La revisión crítica de la historia común es el fundamento necesario de una conciencia americana.

 


 

            Esta ponencia pretende diseñar un marco para rever la historia americana, exponiendo como punto de partida algunas proposiciones y una selección bibliográfica que contiene aproximaciones sugerentes para ese enfoque (en la cual incluyo mis propios trabajos), con la salvedad de que varios de los autores citados probablemente no compartirían las inferencias que aquí se plantean. 

            Las siguientes tesis, necesariamente formuladas en términos muy generales e inevitablemente provisorias, no pretenden ser originales, sino más bien al contrario, intentan resumir las interpretaciones que ha ido elaborando el pensamiento crítico de nuestros países sobre las grandes líneas de sentido del pasado y el presente de América.

            Enfatizamos la dimensión étnica (en sentido cultural) de los conflictos que recorren la historia americana, entendiendo que, a partir del proceso colonizador, en la variedad de los movimientos y contradicciones sociales subyace un enfrentamiento, encuentro o lucha de culturas, por lo que la comprensión de los problemas político-económicos principales resulta inseparable del reconocimiento de los dilemas de la identidad cultural y nacional de estos países.

  

1. LA OCCIDENTALIZACION DE AMERICA HA SIDO UN PROCESO CONTINUO DE IMPOSICION DE LOS INTERESES Y LA CULTURA DE LOS PAISES DEL CENTRO DEL MUNDO.

            Lo que habitualmente presentan los manuales como historia americana es el proceso de integración de nuestros países a Occidente, es decir, al sistema económico y social de las naciones del oeste de Europa, donde se fue constituyendo el centro del mercado capitalista mundial precisamente sobre la base de la explotación colonialista que realizaron en América y otros continentes.

            A lo largo de los últimos 500 años, en todos los países americanos se impusieron las instituciones de la civilización occidental –el mercantilismo, el capitalismo y la tecnología elaborada por los países centrales–, en un mundo "nuevo" (para los europeos), a través de sucesivas etapas: la conquista y la colonización por los imperios de España y Portugal; el neocolonialismo de las potencias noratlánticas (preponderantemente Inglaterra y luego Estados Unidos) y la llamada globalización o mundialización actual. Cada una de estas fases, en las cuales es también posible y necesario distinguir ciclos temporales, conllevó una progresiva complejidad de los fenómenos sociales y de los lazos de la dependencia, que acarrearon de manera recurrente efectos disruptores e incalculables costos humanos para los países sometidos [1].

            Sin perder de vista que existe una interrelación del centro y la periferia en este proceso, descripto a menudo en términos de "desarrollo desigual", la penetración de la cultura dominante se fue profundizando históricamente, avanzando desde el poder exterior y físico hasta las formas más sutiles de influencia a través de las formas de vida y del pensamiento.

2. LA HISTORIA SUDAMERICANA ES LA HISTORIA DE LA RESISTENCIA Y ADAPTACION DE LOS PUEBLOS AL PROCESO DE IMPOSICION OCCIDENTAL.

            En lugar del relato acrítico de la implantación de las instituciones occidentales, el eje de la revisión que proponemos es observar cómo los pueblos americanos y las expresiones políticas que los han representado opusieron sus propios intereses a las corrientes dominantes.

            El reverso del proceso de occidentalización es la resistencia de los pueblos –los grupos étnicos originarios o transplantados, y luego sus descendientes de otras generaciones, progresivamente mestizados– frente a la perspectiva de ser asimilados, sojuzgados o exterminados por la violencia de los sucesivos proyectos que se impusieron en cada etapa. Tales proyectos han sido caracterizados como "modernizadores", una denominación de uso habitual pero siempre engañosa en tanto presupone que el progreso histórico es unilineal y sólo concebible conforme al patrón civilizatorio occidental. 

            Claro que las instituciones y técnicas de los dominadores no eran desechables en sí mismas, sino en todo caso cuestionables por el modo en que se instrumentaron. Los pueblos dominados acogieron siempre en todos los órdenes de la vida social las innovaciones compatibles con su bienestar, y es posible discernir los esfuerzos por organizar alternativas propias de desarrollo, adaptando a las necesidades de su evolución los aportes más valiosos de la cultura occidental [2].

3. EL CONFLICTO ETNICO Y EL RACISMO COLONIAL ESTAN EN LA RAIZ DEL DESORDEN JURIDICO DE LAS SOCIEDADES SUDAMERICANAS.

            En la etapa colonial, las desigualdades de la sociedad indiana fueron moldeadas por el régimen de castas, bajo la institución de la “pureza de sangre” [3]. Este canon ideológico sirvió de justificación al esclavismo, la mita, la encomienda y otros sistemas de compulsión laboral que se prolongaron en los tiempos poscoloniales, a través de los cuales se explotó, marginó e “inferiorizó” a la masa de la población autóctona, africana y mestiza. La consiguiente postración social y cultural de los oprimidos sirvió a su vez de fundamento a los prejuicios discriminatorios, que de manera abierta o encubierta han subsistido hasta nuestros días [4].

            Por otra parte, las reacciones de autodefensa de las castas sometidas generaron, a la par de los reclamos orgánicos, las periódicas insurrecciones y otras prácticas como el bandolerismo, formas culturales mucho menos ostensibles de "resistencia cotidiana" a la dominación o la explotación laboral, que socavaron las estructuras productivas y perduraron convirtiéndose en factores del rechazo a la ley, la anomia y el desorden normativo en la sociedad [5].

4. LA REVOLUCION DE LA INDEPENDENCIA FUE UN MOVIMIENTO DE EMANCIPACION NACIONAL Y SOCIAL.

            Propiciado por las condiciones que creó la revolución burguesa mundial, el movimiento independentista del siglo XIX postulaba construir una nación de ciudadanos iguales y en su seno convergían los anhelos de liberación de todos los grupos oprimidos, con el liderazgo de una generación de revolucionarios que intentó traducir sus demandas [6].

            Sin embargo, la participación de los indios, los negros y las masas rurales fue limitada, y la actitud de las nuevas capas dirigentes –los criollos herederos de los conquistadores– oscilaba entre la solidaridad con los demás sectores del pueblo y un nuevo elitismo continuador de los antiguos privilegios. Esta fue por lo general la contradicción que perturbó la obra de los primeros gobiernos de la revolución independentista.

            Ante la debilidad de las repúblicas en las que se fragmentó el continente hispanoamericano, la presión de las potencias europeas reprodujo el proceso de penetración política, económica y cultural, a la par del sometimiento y el despojo a las poblaciones autóctonas.    

5. EL DOGMA CIVILIZADOR DEL LIBERALISMO OLIGARQUICO JUSTIFICO LA NEGACION DEL PROYECTO DE LA EMANCIPACION.

            En la era de las oligarquías, el proyecto de la emancipación fue desvirtuado, y las historiografías nacionales que se “oficializaron” posteriormente lo desfiguraron. El liberalismo revolucionario, vaciado de sus contenidos igualitarios e integradores, fue reducido a una ideología positivista centrada en el dogma de la “civilización” –la cultura de la raza blanca europea contra la barbarie americana–, que sustituía la justificación del salvacionismo religioso por un credo cientificista, sin alterar sustancialmente las bases del pensamiento colonial y racista [7].

            Esta concepción llevó a una imitación superficial de las instituciones jurídicas europeas, que en gran medida resultaban inaplicables, y propugnó el aislamiento y la incomunicación entre las repúblicas vecinas. La adopción de la doctrina del librecambio y la apertura a los capitales externos configuró las estructuras productivas extravertidas, que subordinaron la actividad económica a los dictados cambiantes e irracionales del mercado internacional [8]. 

            En función del dogma civilizador, el aparato cultural y educativo tendió a entronizar los paradigmas tecnológicos occidentales y negar la conciencia de las luchas populares por la emancipación [9].

6. LOS MOVIMIENTOS POPULARES DEL SIGLO XX INTENTARON RESCATAR EL SENTIDO DE LA CAUSA EMANCIPADORA.

            Las guerras y las crisis mundiales del siglo XX, que abrieron paso a diversos ensayos de transformaciones socialistas en todo el mundo, alentaron la emergencia de los movimientos de base obrera y campesina –como la Revolución Mexicana, los movimientos nacionales populistas en Argentina y Brasil, el aprismo peruano, la Revolución Cubana– que trataron de recuperar la orientación y los contenidos del proyecto de la emancipación. Estos movimientos expresaron con rasgos originales o “excéntricos” sus propuestas de liberación nacional y social, e inspiraron una renovación del pensamiento americanista [10].

            Tales experiencias tropezaron con los factores que tendían a mantener el aislamiento de los países latinoamericanos, y también con las incomprensiones recíprocas resultantes de las presiones imperialistas y tradiciones político-ideológicas disímiles en cada país. Sin duda encontraron sus límites en las estructuras desiguales e insolidarias que arrastran nuestras sociedades y en las relaciones de fuerza dentro del sistema capitalista internacional, pero también en las contradicciones y dificultades para someter a crítica las categorías ideológicas del colonialismo cultural y definir un camino centrado en las propias potencialidades históricas. 

7. LA REVISION CRITICA DE LA HISTORIA COMUN ES EL FUNDAMENTO NECESARIO DE UNA CONCIENCIA AMERICANA.

            Considerando a los países latinoamericanos como un conjunto entrelazado por conflictos y dilemas coincidentes, en los que se han desarrollado variantes o alternativas del mismo proceso fundamental, el estudio comparativo debería apuntar a esclarecer los fenómenos generales y particulares de la dinámica histórica.

            Por debajo de la neutralidad del saber histórico impostado por el cientificismo, nadie ignora que se trata de un campo de disputa ideológica, en el que es deseable y saludable sincerar las definiciones. La revisión crítica que proponemos debería evitar tanto las manipulaciones falsamente ejemplarizadoras y las dicotomías simplistas, como el relativismo académico que se atiene a justificar los resultados actuales del proceso histórico. Una nueva historiografía crítica debería contribuir a la reflexión colectiva acerca de la identidad y los intereses de los pueblos del continente, en la perspectiva de otra fase de luchas y reivindicaciones que presagian en el siglo XXI un salto cualitativo en la conciencia americana.

            Saldar cuentas con el pasado es el modo de entender el presente y concebir el futuro. Se trata de asumir las experiencias de otras generaciones para liberar la capacidad de pensar las instituciones de nuestra propia democracia y construir una nación sudamericana a la medida de lo que podemos ser [11].

Notas

[1] Segio Bagú, Economía de la sociedad colonial. Ensayo de historia comparada de América Latina, Buenos Aires, El Ateneo, 1949. Silvio Zavala, El mundo americano en la época colonial, México, Porrúa, 1967. Leopoldo Zea, Latinoamérica: emancipación y neocolonialismo, Caracas, Tiempo Nuevo, 1971. Darcy Ribeiro, Las Américas y la civilización. Proceso de formación y causas del desarrollo desigual de los pueblos americanos, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1972. Tulio Halperin Donghi, Historia Contemporánea de América Latina, Madrid, Alianza, 1975. Augusto Pérez Lindo, Mutaciones. Escenarios y filosofías del cambio de mundo, Buenos Aires, Biblos, 1998.

[2] Boleslao Lewin, La rebelión de Túpac Amaru y los orígenes de la emancipación americana, Buenos Aires, Hachette, 1957. Nathan Wachtel, Los vencidos, Madrid, Alianza, 1976. Alcira Argumedo, Los silencios y las voces en América Latina: notas sobre el pensamiento nacional y popular, Buenos Aires, Colihue, 1993.

[3] Angel Rosenblat, La población indígena en América, Buenos Aires, 1945. Rodolfo Puiggrós, La España que conquistó al Nuevo Mundo, Buenos Aires, Corregidor, 1974. Marta Canessa de Sanguinetti, El bien nacer, Limpieza de oficios y limpieza de sangre: raíces ibéricas de un mal latinoamericano, Montevideo, Taurus, 2000.

[4] Martín Sagrera, Los racismos en América "Latina". Sus colonialismos externos e internos, Buenos Aires, Astrea, 1974. Tzvetan Todorov, La conquista de América: el problema del otro, México, Siglo XXI, 1992. Octavio Paz, El laberinto de la soledad. Postdata. Vuelta a El laberinto de la soledad, Santiago de Chile, Fondo de Cultura Económica, 1994.

[5] L. Capitan y Henri Lorin, El trabajo en América, antes y después de Colón, Buenos Aires, Argos, 1948. Steve J. Stern (ed.), Resistance, Rebellion and Consciousness in the Andean Peasant World, 18th to 20 th Centuries, Madison, University of Wisconsin Press, 1987. Norberto Ras, El gaucho y la ley, Montevideo, Marchesi, 1996. Hugo Chumbita, Jinetes rebeldes. Historia del bandolerismo social en la Argentina, Buenos Aires, Javier Vergara, 2000.

[6] Vivian Trías, Simón Bolívar y el nacionalismo del Tercer Mundo, Montevideo, L. Soares, 1957. Juan Bosch, Bolívar y la guerra social, Buenos Ai­res, Jorge Alva­rez, 1966. Rodolfo Puiggrós, Los caudillos de la Revolución de Mayo, Buenos Aires, Corregidor, 1971. Hugo Chumbita, “El americanismo de los revolucionarios de 1810”, en Ciudadanos, Año 2 Nº 5, Buenos Aires, Otoño de 2002.

[7] Leopoldo Zea (comp.), Pensamiento positivista latinoamericano, Caracas, Fondo de Cultura Económica, 1980. Oscar Terán, Positivismo y nación en la Argentina, Buenos Aires, Puntosur, 1987. Roberto Fernández Retamar, Algunos usos de civilización y barba­rie, Buenos Aires, Letra Buena, 1993. Horacio González, Restos pampeanos. Ciencia, ensayo y política en la cultura argentina del siglo XX, Buenos Aires, Colihue, 1999. Hugo Biagini, Lucha de ideas en Nuestramérica, Buenos Aires, Leviatán, 2000.

[8] Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, México, Siglo XXI, 1972. André Gunder Frank, Capitalismo y subdesarrollo en América Latina, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973. Osvaldo Sunkel y Pedro Paz, El subdesarrollo latinoamericano y la teoría del desarrollo, Madrid, Siglo XXI, 1973. Alain Rouquié, Extremo Occidente. Introducción a América Latina, Buenos Aires, Emecé, 1990.

[9] Juan J. Hernández Arregui, Imperialismo y cultura, Buenos Aires, 1957. Adriana Puiggrós, Imperialismo y educación en América Latina, México, Nueva Imagen, 1980. Paulo Freire, Pedagogía del oprimido, Bogotá, Siglo XXI, 1987. 

[10] Jorge Abelardo Ramos, Historia de la nación latinoamericana, Buenos Aires, Peña Lillo, 1968. Pablo González Casanova (coord.), América Latina: historia de medio siglo, México, Siglo XXI, 1977-1981. Vivian Trías, La rebelión de las orillas, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1989. Hugo Chumbita, “Sobre la excentricidad de la evolución histórica latinoamericana”, en Pensamiento Latinoamericano, Mendoza, Editorial de la Universidad Nacional de Cuyo, 1991.

[11] José Vasconcelos, Bolivarismo y monroísmo, Santiago de Chile, Ercilla, 1934. Arturo Andrés Roig, Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, México, Fondo de Cultura Económica, 1981. Hugo Chumbita, “La utopía latinoamericana”, en Unidos, Año IV Nº 9, Buenos Aires, abril de 1986.

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publicado en Estudios Trasandinos, nº 10-11, Santiago de Chile, 2004

            Sesenta años de docencia, dieciséis doctorados honoris causa, cincuenta y seis libros publicados, incontables discípulos e incesantes estudios sobre su obra: la trayectoria del filósofo mexicano Leopoldo Zea ha transcurrido el siglo XX e ingresa al nuevo milenio sin perder su vigor polémico. El año en que cumplió los 90 no dejó de venir a la Argentina, país al que lo unen importantes lazos (su esposa María Elena Rodríguez Ozán es mendocina) y en el cual sus ideas no han tenido aún la repercusión que merecen.

            Zea es un precursor del pensamiento latinoamericano, un visionario que recorrió el continente desde la década de 1940 predicando la emancipación intelectual. En una época en que crecían los movimientos nacionalistas y populares desafiando al imperio capitalista, él replanteó la filosofía de la historia en un sentido liberador. Como escritor, sus ensayos clásicos (El pensamiento latinoamericano, Discurso desde la marginación y la barbarie, La filosofía americana como filosofía sin más, Dialéctica de la conciencia americana) le quitaron el polvo a la erudición del pensamiento abstracto con una pasión poco común por las cosas de este reino. 

            Alto y delgado, de ojos vivaces y sonrisa plácida, Zea habla con la sencillez de sus paisanos: “Digo lo que pienso. La filosofía no es solamente un bla-bla-bla, es tratar de comprender el mundo. Es lo que hice siempre, con el afán de enseñar a vivir, a actuar”.

            Invitado por el Corredor de las Ideas del Cono Sur, convocatoria interdisciplinaria promovida en nuestros países por un núcleo de intelectuales americanistas, vino a participar durante la tercera semana de noviembre del 2002 de las jornadas que coordinó en la Universidad Nacional de Rio Cuarto el equipo de Carlos Pérez Zavala. Don Leopoldo, como otros invitados del exterior, encontró ciertas dificultades (signo de los tiempos de crisis del modelo neoliberal) para llegar al centro geográfico de la pampa húmeda, donde hace tiempo se suprimió el ferrocarril, luego se paralizó el aeropuerto, y ahora las carreteras estaban cercadas por las inundaciones. Tuvo que volar desde Buenos Aires a Córdoba y de allí completar el trayecto en automóvil, aunque nada de ello amenguó su excelente ánimo.

Así como los líderes mexicanos suelen jactarse de sus ancestros indígenas, Zea rescata con naturalidad a los antepasados tlascaltecas que tiene por el lado materno. Cuenta que a su padre (de quien heredó el apellido vasco) no lo conoció. “Estaba metido en la Revolución, y cuando yo tenía diez años vino a verme, me dijo que era mi padre y me regaló cien pesos. Nunca más lo vi. Después supe que lo mataron”. Fue su abuela materna la que lo crió y se preocupó por educarlo. Ella también había sido abandonada por su marido, un soldado de las tropas de Juárez que en el siglo anterior luchaban contra el emperador Maximiliano y los invasores franceses. 

            Zea evoca haber contemplado, de la mano de su abuela, el paso de los legendarios héroes campesinos Pancho Villa y Emiliano Zapata, atravesando las calles de la ciudad de México para llegar al Palacio Nacional. Aunque sus primeros maestros fueron los jesuitas y los sacerdotes del Colegio Lassalle, nunca lo convencieron. Repitiendo un dicho popular, él confiesa creer en Dios “pero no en los curas”. Durante su juventud acompañó las luchas políticas de José Vasconcelos y estudió filosofía, mientras trabajaba como mensajero en la compañía de Telégrafos. Alumno del emigrado español José Gaos, éste lo incitó a emprender su carrera académica.  

            Sus propuestas filosóficas tuvieron ecos entusiastas y también críticos. El sociólogo mexicano González Casanova escribió que la indagación de la identidad latinoamericana era tan ilusoria como “buscar un mirlo blanco”, y Zea le replicó que esa ave existe, porque su búsqueda permanente es una de las formas de nuestra identidad. Por otra parte, contra la opinión de otros analistas de su país, vio en el primer peronismo y en el varguismo brasileño el empuje de las mismas fuerzas sociales que inspiraron la Revolución Mexicana de 1910 y las reformas del período de Lázaro Cárdenas.

            Cuando en 1958 el presidente López Mateos lo tentó a entrar en la política y lo puso al frente del Instituto de Investigaciones Políticas, Sociales y Económicas, invocando el quimérico propósito de “democratizar al PRI” (el Partido Revolucionario Institucional), se embarcó en esa tarea de dudosos resultados. Fue además director de Relaciones Culturales de la Cancillería, cargo desde el cual apoyó la descolonización en África y denunció la invasión de los marines yanquis a la República Dominicana (cuyo presidente en 1965 era un intelectual descollante de aquel país, Juan Bosch). Fueron experiencias importantes, pero acabó volviendo a la Universidad a tiempo completo.

            Don Leopoldo ha vivido para ver el reconocimiento de su obra y recuerda con emoción las distinciones que le tributaron en Atenas, en Rusia, en Cuba, en España. Cuando compitió en Venezuela por el premio Bolívar, que le otorgaron paradójicamente al rey Juan Carlos de Borbón, se acordó de las enseñanzas de Gaos, quien sostenía que España debía librarse ante todo de sí misma, e improvisó un discurso para decirle al rey que, en la medida en que contribuía a liberar a España de la herencia de los godos y del franquismo, estaba haciendo lo mismo que hizo Bolívar en América.

            Cree que a la globalización hay que analizarla como una oportunidad para los pueblos emergentes y afirma que la frontera con Estados Unidos es un reto: “En el pasado, ellos nos quitaron más de la mitad del territorio mexicano. ¿Cómo recuperarlo? Pues invadiéndolos, pero con los emigrantes, como sucede ahora. Alguien escribió que lo recuperaremos en la cama, reproduciéndonos” remata con una sonrisa contagiosa.

Los países del sur deberían rechazar los cantos de sirena de la anexión económica, tanto como el miedo con que hoy se prepara la agresión militar. La táctica del presidente Bush, observa Zea, es aterrar a su propio pueblo. Así como antes blandían la amenaza comunista, ahora el pretexto es que “vienen los talibanes”.

En cuanto a la Argentina, en medio de lo peor de la crisis no dejaba de ver signos alentadores. “Me duele lo que está pasando. Pero me parece bien que el gobierno le diga no al Fondo Monetario. Hay que mantenerse firmes. Hay que mantener la dignidad”.

            En el aula mayor de la Universidad de Río Cuarto, tras escuchar los aplausos con que lo homenajearon cientos de profesores, investigadores y estudiantes argentinos, brasileños, chilenos y de otros países sudamericanos, flanqueado por Arturo Andrés Roig, Hugo Biagini y otros promotores de la reunión, Leopoldo Zea pronunció su conferencia inaugural del Quinto Encuentro del Corredor de las Ideas, llamando a integrar los esfuerzos por un filosofar de nuestra América: conscientes de que entramos a una historia impuesta por la conquista y la colonización occidental, pero confiados en una identidad milenaria a rescatar, en un tesoro universal que debemos seguir descubriendo en nosotros mismos.  

Ratio: 5 / 5

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publicado en el libro Latinoamérica y Argentina hacia su segunda independencia, Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 2007

            Ante el segundo centenario de la revolución de la independencia, creo que la conmemoración debe rescatar el sentido americanista que tuvo para sus principales protagonistas, en el momento en que la causa era la misma en todo el sur del continente y la emancipación era el llamado a cambios trascendentales: no sólo abatir la dominación colonial, sino fundar una nueva sociedad. El liberalismo revolucionario de los patriotas postulaba organizar un gobierno constitucional que podía adoptar diversas formas, pero su condición básica era la solidaridad del conjunto del pueblo ciudadano, lo cual exigía eliminar la opresión de las castas e integrarlas al proyecto reivindicando una identidad nacional, que se basó desde el principio en los orígenes indoamericanos. 

            Un estudio completo del tema requeriría abarcar el proceso independentista a partir de sus inicios y en todos los países desde México al sur, aunque nuestro enfoque se centra en algunos actos e ideas del movimiento emancipador en la parte austral del continente.    

            También es evidente que en el seno del movimiento, y especialmente en sus niveles dirigentes, anidaba desde el comienzo una corriente contrarrevolucionaria que frenó y desvirtuó sus objetivos. Las fuerzas conservadoras, los intereses mercantiles y las presiones del exterior tendían a reducir sus alcances a un mero recambio en el seno de las elites dominantes, condujeron a fragmentar las nuevas repúblicas y terminaron subordinándolas a un sistema neocolonial. Sin embargo, aunque éste haya sido el desenlace, no se puede ignorar que los propósitos de los patriotas más decididos de aquella generación marcaron un camino muy diferente, en el que se aunaba la perspectiva de la unión continental, la apelación indoamericana y la lucha por la igualdad.

El conflicto étnico en la sociedad colonial

            La dominación colonial se basaba en el régimen de castas y la aberrante institución de la “pureza de sangre”, que otorgaba los privilegios del poder y la riqueza a los españoles europeos y (en principio, con restricciones de hecho) a sus descendientes, los “españoles americanos”, asignando un status inferior a los demás grupos étnicos: los indígenas, sujetos a tutela como incapaces, los esclavos, considerados piezas de comercio, y las diferentes capas de mestizos resultantes de los cruzamientos entre blancos, indios, negros y otros “pardos”, que por lo general habían llegado a constituir la mayoría de las poblaciones. La prueba de la pureza de sangre excluía además a quienes tuvieran ascendencia de judíos, moros u otros paganos, incluso protestantes y herejes, lo cual afectaba en América a un importante sector de descendientes de “conversos” españoles y portugueses que se dedicaron sobre todo al comercio.    

            Uno de los factores más poderosos que movilizaron en la revolución a gente de todas las clases sociales fue el rechazo de estas injustas discriminaciones. Los campesinos indios y las tribus que se sumaron a la causa, los esclavos que se hicieron soldados, los gauchos y llaneros de los ejércitos y montoneras patriotas, luchaban sin duda por su propia liberación. Pero también entre los líderes civiles y militares es posible advertir -aunque el asunto ha sido insuficientemente estudiado- la propensión revolucionaria de los criollos mestizos y de los hijos de familias que no entraban en el canon aristocrático de la pureza de sangre.

            Las continuas rebeliones de indios y de esclavos habían jalonado los tres siglos de la era colonial en diversos puntos de América. La primera revolución independentista fue en 1804 la de los negros y mulatos de Haití, que más tarde inspiraron y auxiliaron la campaña de Simón Bolívar. En cuanto a las sublevaciones indígenas, basta mencionar que la de Túpac Amaru en 1780 (aunque hay historiadores como Halperín Donghi, que la considera sólo un episodio “vistoso” que tuvo efectos contraproducentes [1]), sumó importantes sectores mestizos y se extendió hasta las provincias del Tucumán, preparando los ánimos independentistas [2]; es sintomático al respecto que los primeros patriotas montevideanos de 1810 asumieron decididamente el nombre de tupamaros.

            Juan José Castelli y Mariano Moreno fueron a estudiar en la Universidad de Chuquisaca cuando aún estaba viva en el Alto Perú la experiencia de la insurrección y su terrible aplastamiento. El joven Moreno, en la "Disertación jurídica sobre el servicio personal de los indios" leída en 1802, denunciaba el yugo de la mita, "el insufrible e inexplicable trabajo que padecen los que viven sujetos a este penoso servicio", y propugnaba aplicar "el sagrado dogma de la igualdad" [3]. Asimismo, abogando en la Representación de los Hacendados de 1809, se atrevió a censurar la esclavitud de los negros, “hombres que la naturaleza ha hecho iguales”.

            Los mestizos, estigmatizados por la ilegitimidad de su origen, carecían de un lugar establecido en el régimen colonial, donde eran más bien una anomalía jurídica. Ello entorpecía su adaptación al orden legal y creó vastos sectores marginales en la sociedad indiana. Uno de los más revulsivos fue el de los gauchos o vaqueros de las áreas ganaderas, “hombres sueltos”, “sin rey ni ley” como los definió Félix de Azara, pues su existencia libre en espacios desérticos les permitía eludir el sometimiento a la autoridad. Estos “descastados” (generalmente mestizos por su origen racial, pero sobre todo por la mixtura cultural con las tribus ecuestres) nutrieron la caballería de los ejércitos de la independencia en los dos focos revolucionarios más dinámicos del continente -las pampas del Plata y los llanos grancolombianos-, constituyendo un factor decisivo de los triunfos militares sobre los españoles [4].   

           (...) Una de las decisiones iniciales de la Primera Junta, que Moreno instrumentó como secretario de Gobierno y Guerra, se refería a la organización de las milicias, que fueron el brazo armado de la Revolución de Mayo. El 8 de junio de 1810, Moreno convocó al Fuerte de Buenos Aires a los oficiales indios, que hasta entonces habían estado agregados al "cuerpo de castas de pardos y morenos", y les comunicó que debían incorporarse con sus milicias a los regimientos de criollos, "alternando con los demás sin diferencia alguna y con igual opción a ascensos" [5].

              ( ...) (6)

Belgrano, Castelli, Monteagudo: patria e igualdad

            El principio liberal de igualdad adquiría una dimensión especial en América, y la expulsión de los conquistadores conllevaba lógicamente la reivindicación de los pueblos originarios.

            En la expedición al Paraguay, al atravesar la zona misionera, Manuel Belgrano incorporó muchos guaraníes a su ejército y promulgó un generoso reglamento para los pueblos de las Misiones. El estatuto del 30 de diciembre de 1810 les reconocía la igualdad civil y política, les eximía de tributos y mandaba distribuir tierras y crear escuelas [7].

            Siguiendo instrucciones de Moreno y comandando el Ejército del norte, Castelli proclamó en el Alto Perú la solidaridad con los indios, a los que la Junta liberaba de los antiguos tributos y reconocía la dignidad de ciudadanos. (...)  Moreno escribía a Feliciano Chiclana, auditor de aquel ejército: “por Dios, que Potosí quede bien arreglado; que empiecen  los naturales a sentir las ventajas del nuevo sistema... que se fomente en todos los pueblos el odio a la esclavitud” [8].

            En el acto celebrado en las ruinas precolombinas de Tiahuanaco el 25 de mayo de 1811, a las que se convocó a los naturales para "estrecharnos en unión fraternal", Castelli rindió homenaje a la memoria de los incas e incitó a vengar sus cenizas. Su secretario Bernardo de Monteagudo leyó los decretos que ponían un plazo perentorio para cortar los abusos contra los indígenas, repartir tierras, dotar de escuelas a sus pueblos, eximirlos de cargas e imposiciones y asegurar la elección de los caciques por las comunidades [9].

            Monteagudo, redactor de aquellas resoluciones, ideólogo y militante del grupo morenista que integró luego la Logia Lautaro, había sufrido en carne propia las discriminaciones contra los mestizos (en tiempos del Triunvirato de Rivadavia fue tachado para ser diputado por la "impureza de sangre" de su madre). Al declarar en el juicio contra Castelli por los sucesos del Alto Perú declaró que, pese a “la máscara de Fernando”, ellos luchaban por la causa que definió con elocuencia como "el sistema de igualdad e independencia". Al dar cuenta de su participación en las campañas de San Martín y de Bolívar en Chile y Perú, expresó la idea de que la patria de los revolucionarios era "toda la extensión de América" [10].

            Muchas tribus sumi­nistraron baqueanos, tro­pas auxilia­res y aprovisio­na­mientos para los ejércitos de la indepen­den­cia. En el Alto Perú, Belgrano in­corporó a sus fuerzas a millares de indios condu­cidos por sus curacas, y los alzamientos indígenas, desde Potosí hasta el Cuzco, contribu­yeron eficazmente a combatir a los realistas.

La Logia Lautaro, partido de la revolución americana

            La red de logias que se conocen como la Gran Reunión Americana, promovida en Europa por el precursor venezolano Francisco de Miranda con la colaboración de Bolívar, planeó la acción coordinada de los patriotas que se dirigieron a las ciudades más importantes de Sud América para impulsar la revolución. José San Martín se incorporó a la logia de Cádiz presidida por Carlos de Alvear y retornó a su país en 1812 como parte de esos planes.

            La logia que organizaron Alvear y San Martín en Buenos Aires tomó el nombre del caudillo araucano Lautaro, un sirviente de Valdivia, el conquistador de Chile, que aprendió de él las destrezas marciales de la caballería, se rebeló y le dio muerte, según la leyenda, dándole a beber derretido el oro que tanto lo obsesionara. Era una perfecta metáfora del desafío que asumían aquellos criollos formados en el ejército español al levantarse contra el opresor colonial (y si tomaron como emblema un “indio chileno”, según expresión de Vicente Fidel López, era porque para ellos no había diferencias entre indios y criollos, y menos entre argentinos y chilenos).

            La Asamblea del año XIII, controlada políticamente por la Logia Lautaro, declaró los derechos de igualdad ciudadana y dictó la libertad de vientres para terminar progresivamente con la esclavitud. Confirmando y ampliando una medida de la Junta Grande, que en setiembre de 1811 había eliminado el tributo de “los indios, nuestros hermanos”, se reconoció a los mismos como “hombres perfectamente libres y en igualdad de derechos a todos los demás ciudadanos”, quedando extinguidas la mita, el yanaconazgo y toda forma de servicio personal. La resolución se mandó publicar en guaraní, quichua y aimara [11].

            En aquellos días también se aprobó, entre otros símbolos de la nación en ciernes, el himno de López y Planes, cuyos versos anunciaban “ved en trono a la noble igualdad”  y sancionaban la idea de que la revolución venía a continuar y renovar la civilización incaica:

Se conmueven del Inca las tumbas /  y en sus huesos revive el ardor / lo que ve renovando a sus hijos / de la patria el antiguo esplendor.

            El más íntimo colaborador de San Martín en la Logia, Tomás Guido, bautizó también con el nombre Lautaro a la primera fragata de la flota que llevaría al Ejército de los Andes al Perú. Completando el homenaje a la resistencia indígena americana, un bergantín de la misma flota se llamó Araucano, otro Galvarino y una goleta Moctezuma.

            En su correspondencia con Bernardo de O’Higgins, San Martín se refería a los países sudamericanos como “nuestra cara patria”, y a Guido le expresaba que él pertenecía a "el partido americano", lo cual era por cierto mucho más que una metáfora [12].

Manifestaciones indigenistas de San Martín

            En mayo de 1813, cuando organizaba sus escuadrones de granaderos, San Martín recibió en Buenos Aires un contingente de 261 reclutas misioneros, conducidos por cuatro oficiales guaraníes, quienes le plantearon la postergación que sufrían los nativos de aquella región, donde las promesas del reglamento de Belgrano permanecían incumplidas. El expresivo petitorio suscripto el 6 de mayo, que San Martín elevó al Triunvirato con su visto bueno, destacaba el honor de haberlo cono­cido y "saber que es nuestro paisano", solicitándole cursar este reclamo para que se advirtiera el "infeliz estado" en que se hallaban y "que desaparezcan aquellos restos de nuestra opresión y conozca nuestro benigno gobierno que no somos del carácter que nos supone y sí verdaderos americanos, con sólo la diferencia de ser de otro idioma" [13].

            San Martín era "paisano" de los misioneros por haber nacido en Yapeyú, y además -según documentos y testimonios que ahora conocemos mejor [14] - por ser hijo de madre guaraní, lo cual explica la íntima motivación de su regreso al país y sus actitudes hacia los pueblos aborígenes. "Yo también soy indio" les manifestó a los caciques pehuenches en un parlamento de 1816, cuando se comprometieron a ayudarlo a cruzar los Andes "para acabar con los godos que les habían robado la tierra de sus padres" [15].  

            En 1819, preparando su expedición al Perú, emitió un manifiesto en quichua convocando a los pueblos indios a la causa común: "Compatriotas míos, palomas, vástagos todos de los antiguos incas: ya ha llegado para ustedes el momento feliz de recuperar la plenitud de nuestra vida... de este modo saldremos de ese duro, mezquino vivir, en el que como a perros nos miraban, pues así nuestros enemigos les harían extinguirse en este nuestro suelo..." Firmaba el texto “vuestro amigo y paisano, José de San Martín” [16]. El cacique Ninavilca fue uno de los jefes de las numerosas guerrillas indígenas que contribuyeron a la toma de Lima por el Ejército de los Andes.

            Como Protector del Perú, entre otras reformas trascendentes, San Martín suprimió los tributos y servicios forzados y abolió la denominación de "indio" para borrar las discriminaciones; estableció la libertad de vientres y la de los esclavos que se incorporaban a las armas patriotas; proyectó extender la educación pública, sobre la base del respeto a las culturas indígenas, y protegió los monumentos arqueológicos incaicos como propiedad estatal [17].

La propuesta de la monarquía incaica

            Como reclamara con insistencia San Martín, el Congreso de Tucumán proclamó en 1816 la indepen­den­cia de España (y de toda otra potencia extranjera), refiriéndose a "las Provincias Unidas de Sud América" (y no sólo del Rio de la Plata). En cuanto a la forma de gobierno, el Congreso atendió la propuesta de Belgrano de la monarquía incaica "atemperada", expuesta ya en 1790 por Miranda en un memorial al ministro inglés Pitt [18].

            En sus manifestaciones solemnes, según reconoció Mitre, "los patriotas de aquella época invocaban con entusiasmo las manes de Manco Capac, de Moctezuma, de Guatimozin, de Atahualpa, de Siripo, de Lautaro, Caupolicán y Rengo, como a los padres y protectores de la raza americana. Los incas, especialmente, constituían entonces la mitología de la revolución: su Olimpo había reemplazado al de la antigua Grecia; su sol simbólico era el fuego sagrado de Prometeo, generador del patriotismo..." [19]

            Belgrano alegó la importancia de ganar a las masas indígenas para la causa. La soberanía de un descendiente de los incas -para lo cual había varios candidatos ilustrados y de prestigio- sería simbólica, junto a un régimen representativo, pero tenía gran atractivo popular; y el proyecto de establecer la capital en Cuzco apuntaba al levantamiento del Perú. La perspectiva era, en palabras de Mitre, "fundar un vasto imperio sud-americano que englobase casi la totalidad de la América española al sur del Ecuador" [20].

            San Martín apoyó con entusiasmo la iniciativa, como señala su carta al diputado cuyano Godoy Cruz: "Ya digo a Laprida lo admirable que me parece el plan de un Inca a la cabeza: las ventajas son geométricas" [21]. También se expresaron de acuerdo el caudillo y gobernador salteño Martín Miguel de Güemes y los diputados de la mayoría de las provincias (aunque faltaban en el Congreso las del litoral, coaligadas con Artigas). Los representantes porteños maniobraron para posponer el debate, pues, según explicó después Tomás de Anchorena, podían aceptar una monarquía constitucional, pero no bajo un "despreciable" rey indio. Los reproches que hizo en privado a Belgrano traslucían el temor a lo que precisamente aquél buscaba: ampliar la base social de la revolución [22].

            Mitre, tratando de descalificar la idea de restituir el trono de los incas, supone que San Martín no le dio importancia, y que en sus cartas a Laprida y Godoy Cruz empleaba la expresión "ventajas geométricas" en forma irónica. Sin embargo, en el texto que citamos antes, a renglón seguido recomendaba establecer una regencia unipersonal en ese reino, y hay otras dos cartas suyas a Godoy Cruz (en el Archivo que el propio Mitre recopiló) que resultan igualmente inequívocas: en una afirma que "todos los juiciosos entran gustosamente en el plan", y en la otra explica que, en una consulta a "hombres de consejo" de Mendoza, el doctor Vera volcó su erudición en contra de la propuesta, “no obstante que la masa general estaba por la afirmativa"; lo cual podría servir a Godoy Cruz “para obrar sin traba alguna en el supuesto de que ustedes todos tendrán más presente los intereses del pueblo” [23]. Es indudable que San Martín asignó gran importancia a la posibilidad de aunar la forma monárquica, que él prefería, con la reivindicación del Incario y la integración de los países sudamericanos.

            Tal era su interés por el legado incaico que, reunido con un grupo de notables en Córdoba, los persuadió de reimprimir el que fuera su libro de cabecera: los Comentarios Reales de Garcilaso de la Vega, aquel hijo de un conquistador y una palla inca que había rescatado las tradiciones de la civilización andina. Para ello se abrió una suscripción y se lanzó un prospecto refrendado por José Antonio Cabrera, el presbítero Miguel del Corro, el doctor Bernardo Bustamante, José de Isaza, José María Paz, Mariano Fragueiro, Faustino de Allende, Mariano Usandivaras y otros, donde se exaltaba el sistema de los incas como "un compuesto de justas y sabias leyes que nada tienen que envidiar al de las naciones europeas" [24].

De la revolución a los centenarios

            El proyecto inicial del liberalismo revolucionario concebía la emancipación como una causa compartida por todos los criollos, los descendientes de españoles y de los pueblos originarios, cuyo horizonte necesario era la unión de los países del continente y la ciudadanía plena de mestizos, indios y negros. La incorporación de las masas, en gran medida frustrada, suscitó otras luchas durante las guerras civiles subsiguientes, y fue combatida como una amenaza por las oligarquías que se instalaron en el poder en la etapa posterior, cuando el liberalismo quedó reducido a su expresión mercantil, el librecambio, y el predominio mundial de los capitales imperialistas -en particular de los británicos- impuso la integración subordinada de nuestros países al mercado internacional.

            En la Argentina, la ideología del proceso de la "organiza­ción nacio­nal" y de la generación de 1880 se tradujo en una pedago­gía y una historiografía europeístas, que desvirtuaban el proyecto original de la emancipación, dando la espalda a las demás repúblicas sudame­ricanas, negando las raíces indígenas y el sentido democrático y popular de la revolución. La inmigración europea, según el ideal de Sarmiento, debía sustituir a la población hispano-criolla como base de otra sociedad; aunque las rebeldías de los obreros inmigrantes y sus hijos decepcionaron pronto a la clase dominante.

            La conmemoración del Centenario de la independencia estuvo presidida por una fatal ambigüedad: la necesidad de legitimar el Estado con una imagen mezquina y ficticia de la identidad nacional, cuando la política oficial se sometía a las potencias de Europa y reprimía por igual el descontento de las masas criollas y de los inmigrantes europeos. No sólo se padecía la dependencia económica, sino que el país había retrogradado en la lucha por la emancipación cultural e intelectual. Otro siglo después, en una época en la que los pueblos ejercen un creciente protagonismo y las lecciones del pasado nos aclaran el porvenir, cuando se ha afirmado la conciencia del destino común de los países sudamericanos, ligados por una profunda identidad histórica, la oportunidad del Bicentenario nos obliga a revisar y volver a las fuentes del momento revolucionario de la independencia.

Notas

[1] Tulio Halperín Donghi, Historia Contemporánea de América Latina, Madrid, Alianza, 1975, p. 77-78.

[2] Boleslao Lewin, La rebelión de Túpac Amaru, Buenos Aires, Hachette, 1957, p. 600 y ss.

[3] Boleslao Lewin, Mariano Moreno, su ideología y su pasión, Buenos Aires, Libera, 1971, p. 141-142.

[4] Ver H. Chumbita, Jinetes rebeldes, Buenos Aires, Vergara, 2000, capítulos uno y siete.

[5] Boleslao Lewin, op. cit., p. 161 y ss.

[6] A. Fernán­dez Díaz, El su­puesto plan de Mariano Moreno, Anua­rio del Ins­ti­tuto de Investigaciones His­tóricas, UNL, Rosa­rio, núm. 4, 1960.[En este artículo los puntos suspensivos (...) indican párrafos que omitimos por referírse al falso Plan de Operaciones atribuido a Moreno]   

[7] José Torre Revello, Yapeyú, Buenos Aires, Instituto Nacional Sanmartiniano, 1958, cap. 4º.

[8] David Peña, Historia de las Leyes de la Nación Argentina, cit. por Rodolfo Puiggrós, Los caudillos de la Revolución de Mayo, Buenos Aires, Corregidor, 1971, p. 40 

[9] Julio César Chaves, Castelli, el adalid de Mayo, Buenos Aires, Ayacucho, 1944, p. 251 y ss.

[10] Juan Pablo Echagüe, Historia de Monteagudo, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1950, p. 34, 50, 206.

[11] Juan Canter, "La Asamblea General Constituyente", en Ricardo Levene (dir.), Historia de la Nación Argentina, 1961-1963, tomo VI, 1ª sección.

[12] Carta a O’Higgins del 1° de marzo de 1831, en Museo Histórico Nacional, San Martín. Su correspondencia 1823-1850, 1910, p. 21. Carta a Guido del 20 de octubre de 1845, en Patricia Pasquali, San Martín confidencial, Buenos Aires, Planeta, 2000.

[13] Héctor J. Piccinali, Vida de San Martín en Buenos Aires, Buenos Aires, 1984, p. 326-333.

[14] Ver H. Chumbita, El secreto de Yapeyú, Buenos Aires, Emecé, 2001.

[15] Manuel de Olazábal, "Reminiscencias de algunas generalidades características del Gran Capitán...", en J. L. Busaniche, San Martín visto por sus contemporáneos, Buenos Aires, Solar, 1942, p. 40-42.

[16] Proclama bilingüe de 1819, en Ricardo Levene, Boletín de la Academia Nacional de la Historia, tomo XXIV-XXV, 1950-1951, p. 676 y siguientes. Traducción literal por Rumi Ñawi.

[17] Mariano F. Paz Soldán, Historia del Perú independiente, primer período 1819-1822, Lima, 1865, cap. XVI.

[18] José M. Rosa, Historia argentina, Buenos Aires, J. C. Granda, 1964, tomo II, p. 14.

[19] Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano y de la independencia argentina, Buenos Aires, Lajouane, 1887, tomo 2, cap. XXIX, p. 419-420.

[20] B. Mitre, Historia de Belgrano..., tomo 2, cap. XXIX, p. 421-422.

[21] Carta a Godoy Cruz del 22 de julio de 1816, Comisión Nacional del Centenario, Documentos del Archivo de San Martín, Buenos Aires, Coni, 1910, tomo 5, p. 546.

[22] B. Mitre, Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, Buenos Aires, 1887-1888, tomo 2, cap. XXVII y XXIX. Carta de Anchorena en Julio Irazusta, Tomás de Anchorena, Buenos Aires, Huemul, 1962, p. 23 y ss. 

[23] B. Mitre, Historia de Belgrano, pp. 426-427. Cartas de San Martín del 12 y del 15 de agosto de 1816: Documentos del Archivo de San Martín, cit., tomo 5, p. 547-549.

[24] Pedro Grenon, ob. cit., p. 41-48. José P. Otero, Historia del Libertador don José de San Martín, Bruselas, s/d, tomo 4, p. 460. 

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