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publicado en revista UNIDOS , Nº 9, Buenos Aires, abril 1986


 

            No es casual que Tomás Moro situara a la república de Utopía como parte de aquel Nuevo Mundo que en 1516 comenzó a dibujarse brumosamente para los europeos, ni que su descripción la pusiera en boca de un navegante portugués, compañero de viajes de Américo Vespucio. Utopía era la fascinación de América, una descripción idealizada de sus culturas originarias, un modelo que debe servir para la reforma social de Europa. Es indudable que fue inspirado por los relatos maravillosos de los descubridores, a través de los cuales llegan noticias de las civilizaciones incaica y mesoamericana.

            No es casual que ese libro, inspirado por el primer contacto euro-americano, sirviera a la idea de las misiones, el esfuerzo más trascendente para armonizar la cultura de los conquistadores y los conquistados en una síntesis creadora: Juan de Zumárraga, primer obispo de México en 1527, llevó allí ese texto, que influyó en los asentamientos precursores de los franciscanos, extendidos y perfeccionados luego por los jesuitas.

            Ni es casual que Tomás Moro, testigo y crítico de su tiempo, muriera decapitado en la Inglaterra de Enrique VIII; aunque esa es otra historia. En Europa, su Utopía precedió a otras, las de Sidney, Campanella, Bacon. Sugirió doctrinas y empresas filantrópicas como las de Saint-Simon, Fourier, Owen. Nutrió una corriente de ideas humanistas y socialistas, que entroncaba con los orígenes del cristianismo y contradecía el espíritu implacablemente mercantil del capitalismo.

Paradójicamente, quien la descalificó en nombre de la ciencia del siglo XIX fue Federico Engels, con su célebre ensayo que oponía al socialismo utópico nada menos que el socialismo científico . Digo nada menos, pues esa teoría estaba destinada a convertirse en otra forma de utopía, una de las más significativas que han conmovido al mundo contemporáneo.

Porque ¿qué es al fin y al cabo la utopía? "Plan, doctrina o sistema halagüeño, pero irrealizable" define la Real Academia: acepción habitual, que indica hasta qué punto prevaleció el escepticismo del statu quo . Sin embargo, la utopía ha movido las ruedas de la historia, ha contribuido a cambiar el mundo. En ese sentido fue eficaz la de Tomás Moro. Ernst Bloch reivindicó el valor profético, crítico y movilizador de estos mensajes. Hay muchos ejemplos de utopismo que han prosperado, desde el sionismo de raíz bíblica, hasta otra gran ilusión contemporánea, la democracia liberal diseñada por Rousseau y Montesquieu. ¿Quién duda que en alguna medida se haya hecho realidad?

Pero aún por sobre la cuestión de su realizabilidad, hoy es valor corriente de especulación que la imaginación utópica −la utopía encarnada más que escrita− ha sido y sigue siendo necesaria en todo emprendimiento humano fundamental.

Desde que se planteó el problema de la causalidad histórica, ha habido varias maneras de interpretarla. Desde una filosofía idealista y voluntarista, la realidad es como los hombres quieren que sea (o como creen que debe ser). En otro polo, diversas doctrinas han sostenido una determinación superior, de la que los hombres solo podrían ser instrumento (llámense providencialismo, determinismo natural, economismo, etc.). Para el sentido histórico actual −que se podría llamar posmarxista, en la medida que incluye la crítica interna y externa al marxismo− el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas sociales presenta un marco de opciones (una determinación relativa o una libertad dentro relativa, es lo mismo), del cual las tensiones se pueden resolver produciendo una otra forma alternativa de organización social, explotando de uno u otro modo las condiciones dadas y abriendo hacia el futuro nuevos marcos de posibilidad.

Esto que hoy parece claro, ha sido el fruto de una lenta elaboración. De un arraigado providencialismo se pasó a las características idealistas, con el optimismo renacentista y protoburgués. La teórica de Marx y Engels sentó las bases metodológicas para el desarrollo de las ciencias sociales, pero también suscitó cierta interpretación mecanicista construcción del transcurso histórico: una característica de la utopía revolucionaria del marxismo, tributaria del milenarismo, es la certeza "científica" de un porvenir socialista inexorable (asunto hoy en revisión por los pensadores más lúcidos de esta teoría); aunque la función movilizadora, el llamado voluntarista, ha sido su contenido predominante.

Volviendo a nuestro sentido común histórico, es evidente que los pueblos no pueden organizar la sociedad a su antojo, pero tampoco son mero objeto de un proceso inasible. Dentro de los límites de un estadio de evolución, tienen cierta soberanía para plantearse objetivos, alcanzables en la medida del éxito de una lucha conciente. Los lindes no están a la vista, nunca con la suficiente claridad, por la complejidad de la sustancia social y del encadenamiento histórico. De allí la validez de la exigencia utópica, su justificación en otro plano distinto y contiguo al de la ciencia.

Demos ya por superada la incompatibilidad utopía-ciencia. Frente a los modelos de base real que manejan los estructuralistas, la utopía sería un modelo ideal, de base más abstracta, pero que inevitablemente contiene referencias a alguna realidad conocida. Esto, que era evidente ya en Moro, constituye un aspecto insoslayable de la mayor importancia: la atracción, la fuerza de la utopía se apoya en experiencias concretas, proyectadas o desplegadas a un nivel superior. Todas las doctrinas colectivistas han abrevado en la nostalgia de la comunidad primitiva, así como la ideología liberal se nutrió en la tradición de la aristocracia griega.

Antes de entrar al tema, conste pues mi adhesión a esta redefinición de la utopía como incitación, doctrina de lo trascendente, desafío y proyección, apelación a ejercer nuestra libertad y ensanchar sus límites.

El nuevo mundo

Repasando las grandes líneas de la evolución histórica del Nuevo Mundo −este conglomerado único y plural a la vez− es importante observar cómo adquiere sentido a partir de la gestación de sus propios planos utópicos.

La mayor parte del territorio fue conquistado y colonizado por los imperios español y portugués, en una hazaña devastadora que dejó huellas indelebles. Fue un genocidio moralmente injustificable. Aquella conquista destruyó todo lo que se le oponía y cometió crímenes tremendos, como toda conquista. La colonización fue depredatoria, y estaba condenada a agotar y fracasar, como todo colonialismo. Pero hay que valorar un resultado fundamental: la comunicación, la unidad del continente.

La América prehispánica poseía algunos rasgos comunes, atribuibles a su insularidad y ciertos contactos originarios aún poco claros, pero los pueblos principales estaban incomunicados por enormes distancias y por más de cien familias lingüísticas independientes. Los niveles de evolución comprendían desde las grandes civilizaciones andinas, y otras sociedades agricultoras menores, hasta las comunidades cazadoras nómades. La historia de aquellos admirables estados urbanos está aún por escribirse, pero es claro que existían tendencias integradoras a partir de la expansión de los últimos imperios inca y azteca. La conquista española interrumpió ese curso e impuso otra forma de unificación, drástica y eficaz, a un precio incalculable, demasiado alto.

Los datos demográficos son reveladores. Los estudios más difundidos subestimaron la población aborigen, dependiente en que a principios del siglo XIX permaneció solo en Iberoamérica unos 8 millones de indígenas. A partir de investigaciones recientes de Cook y Borah sobre México Central, los cálculos proyectivos aumentan entre 50 y 75 millones para todo el continente. Tres siglos después, toda la población iberoamericana, blancos, negros, mestizos e indios, apenas rondaba los 20 millones. Si la catástrofe demográfica del siglo XVI obedeció en gran parte a causas biológicas imprevisibles, es inexcusable de todos los modos la brutalidad de la conquista y la escasa capacidad de crecimiento de la sociedad colonial, pese a la constante introducción de millones de esclavos africanos.

El imperio hispánico impuso una superestructura estatal centralizada, una religión y una lengua común, y presentó una emigración europea como casta dominante. Por debajo de estos factores prevalecientes, se conformó una sociedad racial y culturalmente mestiza, con gran variedad de matices regionales, pero de cierta homogeneidad sustancial. Esto vale también para el área portuguesa, habida cuenta de las raíces comunes −que llevaron inclusive a la fusión de ambos imperios entre 1580 y 1640−, ya que el país lusitano, como nos recordaba Hernández Arregui, es tan heredero de la Hispania romana como el resto de la península.

La evaluación de la empresa hispánica en América sigue siendo polémica. Dejando atrás las falacias de las leyendas negra o rosa , los intentos para definirla según categorías históricas más rigurosas condujeron una sugerente controversia. La colonización se produjo coincidentemente con la transición europea al capitalismo, obrando a la vez como efecto y causa. En las discusiones sobre el modo de producción en las colonias, se han expuesto argumentos para calificarlo alternativamente como feudal, capitalista, esclavista, o como un sistema sui generis: es que en América hubo esclavismo, servidumbre, asalariado libre, y además combinación y formas originales de organización del trabajo, que pueden inducir la idea de varios modos de producción coexistentes. ¿Cuál sería el predominante? ¿Cuál es el carácter del Estado así establecido? La polémica puede tonarse bizantina si no se asigna la importancia debida al dualismo colonial, en el cual, por sobre la “heterodoxia” de las fuentes productivas, el rasgo clave es la existencia de las estructuras de subordinación al Estado y la economía metropolitana. La caracterización del sistema es particularmente ardua por la diversidad de las regiones y pueblos conquistados que lo condicionaron, y por el ritmo del proceso de transformación que sufrió, el cual tenía un centro complejo en Europa.Era el alba del capitalismo, de la civilización internacional,

Los siglos de la colonia fueron el tránsito más costoso que pueda concebirse, desde las civilizaciones arcaicas a un incipiente estadio capitalista, íntimamente ligado y subordinado al surgimiento en Europa del centro industrial del mundo. Si América del Norte lograría llegar a ocupar un papel de preeminencia en el sistema industrial, Hispanoamérica habría de quedar pronto someida a un estatuto neocolonial, que renovó su condición tributa del progreso capitalista.

Examinar las causas de tal frustración conduce a otra indagación esclarecedora, que está muy lejos de haber concluido.

¿Cuál fue la ventaja de las pequeñas colonias del norte, respecto al imponente conjunto hispanoamericano, en su despegue al desarrollo? Los análisis metódicos revelan factores clave en la organización económica y social, la situación geográfica e histórica y la relación con Europa, que pueden explicar los rumbos divergentes. Hay también un factor político esencial que implica y resume todos los demás: el éxito de la lucha por la independencia y la unidad, el logro colectivo de constituyen una nación, a partir del "gran sueño americano" (que desdichadamente los Estados Unidos cumplirían a costa del resto).

La América hispánica poseía también una vocación nacional y combatió empecinadamente para realizarla, pero su revolución de la independencia quedó a mitad de camino, fue desvirtuada.

La revolución trunca

Los centros principales del poder español han sido México y Perú, o sean los mismos de las civilizaciones precolombinas, sobre las cuales se asentó la conquista. En cambio, la se propagó principalmente desde dos áreas periféricas, el Río de la Plata y Venezuela, donde existían revoluciónes mayores vinculaciones comerciales y comunicación con Inglaterra, y los núcleos virreynales de Lima y México fueron los últimos en ceder. No era una casualidad. La independencia hispanoamericana era parte del fenómeno de la revolución burguesa mundial, que tenía su riñón industrial en Inglaterra.

El proyecto original de la emancipación, la utopía de los libertadores, tuvo, sin embargo, un inequívoco sentido nacionalista, americanista: los patriotas querían imitar el ejemplo de la burguesía europea, no someterse a sus dictados; tal era el precedente norteamericano.

La revolución sudamericana era una misma causa, de alcance continental, y su realización forzosamente interdependiente. El movimiento del Plata se proyectó inmediatamente al Paraguay y el Alto Perú, San Martín se empeñó en la liberación de Chile, y esto hizo posible marchar sobre Lima. El objetivo de la campaña sanmartiniana, tal como surge de los papeles de Tomás Guido y de la declaración de la independencia por el Congreso de Tucumán, eran "las Provincias Unidas de Sud América". Bolívar lanzó su expedición con el apoyo de la república negra de Haití, conquistó Nueva Granada para ocupar Venezuela, y fundó la unión de la Gran Colombia aún antes de ganar a Quito; desde Lima envió a Sucre a liberar el Alto Perú. Comouniendo el liderazgo que le cedió San Martín, el venezolano proclamó y persiguió infatigablemente la unión continental: "la América reunida", "una nación de repúblicas". Centroamérica, emancipada junto con México, realizó su federación inicial conducida por Morazán.

El Congreso de Panamá, en 1826, debió concretar las bases del sueño bolivariano. El triunfo contra los opresores coloniales no podría consolidarse ni fructificar sin unidad orgánica de los países emancipados: "es tiempo ya de que los intereses y relaciones que unen entre sí a las repúblicas americanas, antes españolas, tienen una base fundamental que eternice, si es posible, la duración de estos gobiernos". El Congreso se reunió en Colombia, Perú, México y Centroamérica, pero Brasil, Argentina y Chile fueron reticentes a la iniciativa. Esta no prosperó, a pesar de haber firmado aquel admirable, utópico Tratado de Unión, Liga y Confederación perpetua  entre las repúblicas asistentes. Había comenzado a prevalecer las fuerzas centrífugas, alarmadas objetivamente por el neocolonialismo, y en varias ocasiones muy directamente por la diplomacia británica.

Era el síntoma de la frustración de la causa emancipadora, ya que si la unión era una condición para la independencia, la desunión era el requisito básico del coloniaje. Mientras los Estados Unidos del norte, tras adquirir Luisiana y Florida, se expandían al oeste y llegaban a anexar medio México, Hispanoamérica se hacían pedazos: en el Plata se consumaba la escisión de la Banda Oriental, Paraguay y Bolivia, la Gran Colombia se desmembraba , igual que los países centroamericanos ya desgajados de México, y se desataban terribles guerras civiles en el interior de los nuevos estados.

El conflicto que desgarró interiormente la revolución fue presentada por Sarmiento, el más brillante expositor del liberalismo europeísta, como el antagonismo de la civilización contra la barbarie. Este esquema, ya refutado en su tiempo por Alberdi, prosperó en la historiografía oficial y fue desafortunadamente actualizado desde cierta óptica marxista como pugna entre capitalismo y feudalismo. Oponiendo una reacción oscura feudal al progreso que impulsaría el capital europeo, se escamoteaba la alternativa que representaron los proyectos capitalistas autónomos, bien diferenciados por cierto de la mera reacción y de los planes neocoloniales.

En algunos de los nuevos estados, el comercio libre con Europa acarreaba graves perjuicios a las industrias tradicionales, que no podían competir con la importación, generando violentas contradicciones regionales. Por otra parte, las huestes movilizadas en las guerras de la independencia exigieron el cumplimiento de las utópicas promesas de la revolución: la emancipación social de las castas sumergidas, la distribución de la tierra, la democratización del poder. La existencia de grandes sectores de población explotados miserablemente o marginados, dificultaba cualquier forma de reorganización económica.Los enfrentamientos en el seno de las clases dirigentes criollas se proyectaron en la lucha de conservadores y liberales, federales y centralistas, incorporando a uno u otro bando las manos de las masas campesinas. Las tentativas para promover un desarrollo capitalista independiente tropezaban con una base productiva insuficiente, restringidos mercados internos, y condiciones técnicas y políticas poco propicias. Como había predicho Bolívar, estos países, fragmentados, no tenían “ni la población ni los medios” para lograrlo.

No obstante, los pueblos americanos lucharon en todas partes tratando de realizar el proyecto de la emancipación. El Paraguay hizo una experiencia original de organización económica y proteccionista social, dirigida por los organismos patriarcales del Dr. Francia y los López. Rosas modificaron equilibrar en la Confederación Argentina una próspera economía exportadora con el amparo a las industrias locales. En México, Juárez encabezó un proceso centrado en la reforma agraria, para impulsar la modernización y el progreso social. Pero estos se lograron en medio de una pugna frontal con los intereses colonialistas europeos, que instrumentaron todos los medios, incluso la invasión militar, para desarticular las defensas y conquistar esos mercados.

Los americanos del norte culminaron su revolución nacional con una guerra, imponiendo la Unión a los estados secesionistas: era el triunfo del proteccionismo industrial sobre los intereses del librecambio esclavista y algodonero, dependiente del mercado textil inglés. En una asimetría más trágica que irónica, los estados desunidos de Sudamérica consumaron su fracaso con otra guerra casi simultánea, aniquilando al Paraguay independiente con los ejércitos brasileros de esclavos, para imponer el libre comercio con Gran Bretaña. Ante esta y otras agresiones de la década de 1860 contra México, Chile y Perú, se realizó el último intento de resistencia continental −un congreso frustrado, la rebelión de Felipe Várela con apoyos en Chile y Bolivia− bajo la utópica bandera de "la Unión Americana".

Dependencia e industria

El apogeo del capitalismo en Europa, la era del imperialismo, constituyeron, durante medio siglo, la edad de oro de las oligarquías latinoamericanas. Impuesta a sangre y fuego la incorporación del continente al nuevo orden mundial, como periferia proveedora de productos agrarios y mineros y mercado importador de manufacturas y capitales, se estabilizaron en el poder las aristocracias "liberales" y las repúblicas fraudulentas, en un remedo autoritario del parlamentarismo europeo. Ejemplos destacados fueron el porfiriato mexicano y el roquismo en Argentina.En el Brasil, donde no hubo revolución, sino una independencia formal consentida por la metrópoli −que ya había negociado su asociación con el Imperio británico−, tampoco hubo tanto participación popular ni guerra civil, y las formas republicanas se adoptaron más tarde,

Las grandes migraciones europeas proporcionaron mano de obra y formaron nuevas capas sociales intermedias, desconectadas de la experiencia histórica anterior. Las sociedades sudamericanas se complejizan, en un segundo gran mestizaje racial y cultural. Las luchas sociales y políticas del siglo XX  tuvieron en consecuencia otra fisonomía, con mayor protagonismo de las clases medias.

            La crisis del capitalismo internacional, que se manifestó con las guerras mundiales y la gran depresión de los años treinta, marcó la siguiente etapa. Fracturado el esquema de librecambio y las posibilidades de crecimiento de las economías dependientes de la exportación, Latinoamérica tuvo una nueva oportunidad de sacudirse la tutela imperialista. Fue la época de consolidación y profundización de la revolución mexicana, de los avances del radicalismo y el peronismo en Argentina, del nacionalismo varguista en Brasil, del frentismo popular en Chile. Las frustraciones del aprismo peruano y el liberalismo radical de Gaitán en Colombia, reflejaron la debilidad estructural de estos países para construir una alternativa al coloniaje.Pero en los estados donde el ciclo exportador había diversificado en mayor medida la producción, se aceleró un proceso de industrialización, que conllevaba transformaciones irreversibles. Los nuevos actores sociales fueron el emprendimiento, emergente de las capas medias inmigrantes, y la nueva clase obrera, provenientes en gran parte de migraciones interiores, contando con el respaldo o mediación de sectores militares nacionalistas. Estos movimientos cuestionaron el poder oligárquico y propulsaron un desarrollo industrial afirmado en la expansión del mercado interno, induciendo una redistribución de ingresos significativa. contando con el respaldo o mediación de sectores militares nacionalistas.Estos movimientos cuestionaron el poder oligárquico y propulsaron un desarrollo industrial afirmado en la expansión del mercado interno, induciendo una redistribución de ingresos significativa. contando con el respaldo o mediación de sectores militares nacionalistas. Estos movimientos cuestionaron el poder oligárquico y propulsaron un desarrollo industrial afirmado en la expansión del mercado interno, induciendo una redistribución de ingresos significativa.

            Esa industrialización tardía comenzó por la producción liviana, sustituyendo importaciones. Mantenía pues una tecnología subordinada, y dependía de la renovación de equipos importados. Era necesario construir industrias básicas y obtener fuentes propias de insumos estratégicos. Pero ello difícilmente podría hacerlo en un país aislado, sin los recursos necesarios, y sobre todo sin un mercado interno que justifique las inversiones. La conciencia de estas limitaciones llevó al gobierno argentino, en los años '50, a un ambicioso plan de "Pactos de complementación económica" con los países vecinos.Se replanteó la idea del ABC, el triangulo Argentina-Brasil-Chile, que tenía antecedentes diplomáticos de principios del siglo, verdadera llave maestra para la unión continental, ya que representa la mitad de la economía y población de América Latina. Pero fue brutalmente abortado por los intereses norteamericanos y las oligarquías de la región, que lo acusaron de imperialista, fascista y pretextos semejantes. Era, sin embargo −sigue siendo−, la única vía para completar un desarrollo industrial autocentrado en Sudamérica. Era un plan utópico.

            La crisis mundial interimperialista se había resuelto con la hegemonía de Estados Unidos, que a partir de la segunda posguerra se impuso en toda la región. Los gobiernos nacionalistas fueron derrocados o cedieron a esa presión avasalladora durante la década de 1950, y las viejas oligarquías y algunos grupos industriales se adaptaron a nuevas formas de integración con el imperio. Las multinacionales adquirieron industrias existentes y filiales en posiciones o dominio de interés estratégico. La desnacionalización del sector industrial fue agudizando la dependencia global, aumentando el drenaje de recursos al exterior y bloqueando una planificación integral del desarrollo.

            En los países más industrializados del cono sur, la ofensiva imperialista produjo reacciones profundas. En el marco de la efervescencia popular de este período, el modelo de la Revolución Cubana suscitó otra utopía, cifrada en un método: la guerra de guerrillas a escala continental. Por otro lado, los movimientos populares surgidos en la etapa anterior −el trabalhismo , el justicialismo, el frente popular chileno− volvieron a ocupar el gobierno, y fueron sistemáticamente desplazados por dictaduras militares reaccionarias.El terrorismo de Estado que instauraron, bajo pretexto de combatir la subversión revolucionaria, pretendía reintegrar estos países a una dependencia funcional para el capitalismo multinacional, que la depresión mundial fue haciendo cada vez más grave. Pese a todo, Brasil perderá definir un proceso de crecimiento industrial, contrastante con el retroceso relativo de los demás países de la región.

            Excepcionalmente, México preservó la estabilidad de su régimen político y avanzó en la diversificación de su estructura productiva, aunque sin superar los problemas sociales. Por su parte, otros países más rezagados en la industrialización comenzaron a acelerar la marcha. El petróleo significó para Venezuela, Colombia, Ecuador, una oportunidad de desarrollo sustentado por el sector exportador. Con el Pacto Andino −suscripto además por Perú y Bolivia− iniciaron la coordinación de un espacio económico con un modelo político democrático. Otra iniciativa integradora, el Mercado Común Centroamericano, alentó cierta modernización industrial que fue el precedente de su eclosión revolucionaria.

            En el sur, los grandes proyectos hidroeléctricos de la Cuenca del Plata, que interesan a Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay, también han puesto de manifiesto la necesidad de un plan concertado para aprovechar los inmensos recursos que pueden transformar la región.

            Paradójicamente, quienes más avanzaron en la integración fueron las agencias de la represión y el golpismo militar, constituyendo una red intercontinental contra los avances de los movimientos populares. Sin embargo, hoy la democracia resurge entre las ruinas de esa experiencia antihistórica, y una de sus lecciones más trascendentes es el imperativo de la solidaridad entre los gobiernos de origen popular.

            El problema más grave que hoy acosa a los países latinoamericanos, la deuda externa, es otra secuela desdichada de la dependencia: ante la crisis mundial del petróleo y la necesidad de colocar cuantiosos financieros, la banca internacional volcó sus caudales durante varios años en nuestro continente , que fueron succionados desordenadamente por los intereses dominantes. A cambio de esa efímera y desigual prosperidad, queda ahora una hipoteca ilevantable con la que se pretende extorsionar nuestro porvenir.

            ¿Cuál es la salida? Todo indica que estamos iniciando otra etapa, cuyo rumbo no divisamos. Pero podemos darle un sentido, y para ello hace falta renovar la imaginación utópica y la energía social capaz de impulsar las palancas de la historia.

La conciencia latinoamericana

            Latinoamérica, país por país, presenta un cúmulo decepcionante de frustraciones. Pueden resumirse en una: la falta de realización nacional. Prevalece aún la “extraversión” hacia otros mercados, otras fuentes de inspiración ideológica y de impulso económico. Es el estigma colonial de nuestras sociedades mal integradas. Es el círculo vicioso en que la dependencia estructural agrava y exaspera la explotación; la oposición entre las minorías sectores dominantes y los grandes postergados genera reacciones explosivas, nuestra característica “inseguridad”, y realimenta formas brutales de autoritarismo.

Es algo más hondo que las contradicciones propias del capitalismo. Se trata del “mal constitucional” que aún arrastramos. Que se traduce en la subsistencia de viejas y nuevas oligarquías predatorias, y en la mentalidad insolidaria que propagan a la sociedad en conjunto. Elites que tradicionalmente han despreciado y temido a los pueblos de los que se aprovechan, sirven por encima de todo al objetivo de mantener a nuestros países en la órbita del sistema capitalista occidental; ésta ha sido su única doctrina esencial, porque tal sistema es la base y justificación de su supervivencia.

            En tales condiciones, el Estado y la institucionalidad republicana están siempre expuestos, en riesgo de perder contenido. El Estado democrático requiere −lo sabemos desde Rousseau− el contrato social. Sin este consenso básico, explícito o virtual, de las clases e intereses que conforman una nación, no hay reglas de juego político valederas ni duraderas.

            El último que pesa sobre los países de América Latina radica en la falta de una clase dirigente nacional, no en la apariencia de los símbolos sino en la realidad tangible de su proyecto. En tales condiciones, los grandes liderazgos políticos afrontarán aquélla apelando a un vertebrador de la voluntad nacional a partir de la movilización de los pueblos. De allí el nacionalismo popular que ha caracterizado el dinamismo de la historia política latinoamericana.

Una conciencia crítica de esta situación se ha ido abriendo camino a la par del avance de los movimientos populares, entre la maraña ideológica configurada por el coloniaje: la metáfora borgeana del “europeo exilado”, viviendo un patético destierro intelectual de la patria verdadera; la trampa de nuestra identificación como "aliados", fatalmente uncidos al carro de otros que hacen la historia por nosotros, meras sombras platónicas de un mundo ajeno. Claro que la búsqueda de nuestra identidad no es tarea sencilla, que pueda reducirse a constatar dudosas filiaciones. Las respuestas se proyectan inevitablemente, más que un patrimonio a defensor, un proyecto por realizar: el itinerario de la “patria niña” de que hablaba Marechal.Por eso, cada paso de avance político de los pueblos ha sido un paso adelante en el reconocimiento de nosotros mismos.

En este fin de la adolescencia de nuestros países, comienza a existir un pensamiento propio latinoamericano. Hemos ido descubriendo el auténtico de la nación en su aparato continental y mestiza, una y múltiple, enraizada en el legado europeo pero también en el encuentro con las civilizaciones primigenias. Uno de los aportes liminares fue la revisión histórica y el rescate de las culturas originales, donde los peruanos Mariátegui y Haya de la Torre apoyan sus vigorosas apelaciones políticas latinoamericanistas, y que desde entonces ha ido afirmando un movimiento de reivindicación de las etnias sobrevivientes (y no obstante, a ellos, como a todos quienes moramos en estos países, nos constituye en definitiva el carácter mestizo de nuestra cultura de encrucijadas).

Faltan aún estudios sistemáticos que enlacen la historia y la problemática común del continente, como hemos intentado esbozar en los párrafos precedentes. Existen sin embargo ensayos precursores de Carlos Pereyra, Sergio Bagú, J. Abelardo Ramos, Rodolfo Puiggrós, Eduardo Galeano. Otra contribución proviene de la corriente estructuralista que ha profundizado los planteos de la CEPAL, criticando las teorías del desarrollo y analizando en perspectiva histórica las causas y alcances de nuestra dependencia; en esta dirección sobresalen los trabajos de Celso Furtado, Osvaldo Sunkel, Pedro Paz, FH Cardoso.La revisión se ha extendido a otros enfoques de las ciencias sociales, y ha producido resultados estimulantes con las obras de Darcy Ribeiro, José María Arguedas, Paulo Freire, Leopoldo Zea, Rodolfo Kusch.

            Estos elementos de racionalización de la conciencia latinoamericana vienen a fundamentar las intuiciones y vivencias de la patria grande, anticipadas ayer por Rubén Darío, Rodó, Vasconcelos, Ugarte. Hoy, vigorizadas sobre todo por el auge de una literatura excepcional que ha recreado y universalizado el lenguaje, el carácter, el espíritu de nuestra realidad, en la novelística que, entre otros representan, Asturias, Carpentier, Gallegos, Amado, García Márquez, Cortázar , Fuentes, Roa Bastos, Onetti. Otra contribución doctrinaria y práctica a esa concientización surgida recientemente del seno de la Iglesia, en el intento de asumir su dimensión latinoamericana. Y también la dialéctica política se ha renovado contemplando la dimensión continental en que se inserta el destino de cada país."el año 2.000 nos encontraremos unidos o dominados" . La guerra de las Malvinas entró en el camino de la irresponsabilidad belicista, pero abrió para aquella causa otras vías de entendimiento y solidaridad, porque allí se refleja por sobre todo un problema crucial: la recuperación del cuerpo territorial de nuestra América.

            Darcy Ribeiro, en la búsqueda de un marco para su indagación sobre la formación social latinoamericana, sugirió un esquema evolutivo de la humanidad que señala el paso de la tribu a los estados urbanos, y de sigue a las civilizaciones regionales y universales; su descripción de las grandes áreas socioculturales −mesoamérica, las regiones yinas y grancolombiana, el cono sur atlántico− indica los componentes que deben articularse para la integración continental.

La compleja civilización mundial de nuestros días requiere la organización del espacio y las relaciones internacionales. Las superpotencias norteamericana y soviética fueron las resultantes de un proceso de asimilación territorial. El mismo camino intentan ahora, por otros medios, las naciones de Europa occidental, y es un objetivo explícito en otros espacios regionales como el de los pueblos islámicos o el continente africano. La comunidad de América latina es la más evidente, sin trabas culturales ni lingüísticas. Pero hay un enorme obstáculo: la dependencia.

Esa es la rémora que debe superar la unión latinoamericana. No se trata de una condición previa, sino de la misma lucha. No habrá unión sin superar la dependencia, ni habrá independencia sin unidad. Esto lo saben bien los estrategas de los intereses imperialistas, que se han empeñado sistemáticamente en disociarnos: los que en 1954 quebraron el proyecto de ABC, los que en 1962 promovieron el aislamiento de Cuba, los que desencadenaron en 1973 la ola golpista contra el cono sur, y hoy tratan de reprimir y dividir a Centroamérica. Seguramente pueden ocurrir −ya se han logrado− avances parciales en los dos sentidos, hacia la liberación y la integración. Pero no podrá consolidarse por separado.La integración dependiente sólo sería un instrumento aduanero para las transnacionales. La liberación insular es inviable.

Latinoamérica sólo podrá crecer sobre sí mismo. Inscriptos en el planteo de la unificación territorial, encontrarán su cauce de resolución los conflictos geopolíticos y limítrofes heredados de la época de la balcanización y las guerras fratricidas (desde las secuelas de la guerra del Pacífico hasta nuestro conflicto del Beagle). Se constituye una comunidad económica dotada de todos los recursos naturales y humanos, un mercado potencial formidable, donde se podrá corregir y complementar las disparidades actuales del “subdesarrollo”. Se articulará así una vía de reencuentro fecundo con el otro hemisferio, y será posible, por fin, escapar al dilema entre el imperialismo capitalista y el satelismo soviético o cualquier otra opción dependiente.

La utopía latinoamericana, significado último de una historia común, es ante todo la exigencia de liberación y unificación de la patria subyacente; una sola gran nación, como objetivo irrenunciable.Por lo tanto, la supresión de las fronteras, una sola ciudadanía, la integración económica y la planificación de una nueva fase de desarrollo, la intercomunicación social, la vertebración política de una federación continental, pero también mucho más que eso: la emergencia de una gran sociedad plural, un orden de dignidad, libertad y justicia para nuestras personas secularmente postergadas, la sustentabilidad de sus causas de convivencia democrática, la refundación de una cultura, rescatando las raíces y proyectando sus aportes originales en el orden científico, tecnológico, artístico, la reivindicación del hombre y la mujer latinoamericanos, dueños de sí,

            ¿Qué fuerzas, por qué vías, podrán llevar a cabo el gran proyecto latinoamericano? La revolución tecnológica y la crisis mundial están arrasando las estructuras sociales anteriores, cambiando rápidamente el marco de dilemas. Entre otros síntomas de tales cambios, uno de los más notables en el plano político es la generalización del rechazo por las "soluciones" autoritarias, de cualquier clase que sean. Nuestros pueblos han madurado para decidir, y exigen su protagonismo natural. Ya no son creíbles los atajos providenciales. América Latina parece por fin desilusionada de dictaduras militares, revolucionarias o burocráticas.Los medios de progreso politico se encaminan mas bien en un esfuerzo persistente para profundizar el ejercicio de las instituciones republicanas y el contenido social de la democracia. Hay que organizar la participación popular, concibiendo una remodelación del Estado y una auténtica democratización de las estructuras de gestión empresarial y comunal. El mundo gira a mayor velocidad y la vitalidad de los movimientos sociales, de los sindicatos, de la juventud, de las mujeres, continuara impulsando nuevas propuestas, a pesar del retraso y las limitaciones de partidos o grupos dirigentes. Sin duda habrá sorpresas mayores. Tenemos que prepararnos para lo inesperado. a pesar del retraso y las limitaciones de partidos o grupos dirigentes.Sin duda habrá sorpresas mayores. Tenemos que prepararnos para lo inesperado. a pesar del retraso y las limitaciones de partidos o grupos dirigentes. Sin duda habrá sorpresas mayores. Tenemos que prepararnos para lo inesperado.

            Hay un lugar, además, para los intelectuales, que tienen la oportunidad y la obligación de incitar la imaginación de un destino. Ello se corresponde con el creciente valor estratégico de la inteligencia en la producción, en la organización y la dirección de la sociedad de fines del siglo veinte. También la lucha política reclama hoy más de la inteligencia que de la fuerza o el heroísmo de otros tiempos. Tenemos que aplicarla a desplegar las reservas sociales en potencia, descubriendo las tecnologías de resultado. Es ineludible trazar un rumbo hacia otras formas de desarrollo, un salto de etapa para existir en el mundo posindustrial que se avizora.Será inútil resistir a las máquinas automatizadas: habrá que adueñarse de sus secretos, y ponerlas al servicio de todos.

            Pero nada de ello será posible sin rescatar una identidad, una conciencia, un orgullo de ser que sólo adquiera consistencia en el horizonte de la utopía latinoamericana. Esto es lo que debemos hacer cada vez más explícito, recreando la fe en ese sueño colectivo y trascendente. La revolución copernicana para centrar nuestra existencia comienza en nuestras cabezas. Pensando latinoamericanos adquirirá un norte cierto el camino de logros y fracasos en las diversas latitudes del continente, y un sentido renovado, pleno, la lucha, el trabajo, la vida que realizamos aquí. Ahora, como siempre, la utopía es posible y, más que nunca, necesaria.

 

Bibliografía

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Federico Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico (Anti-Dühring) , 1880.

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José E. Rodó, Ariel , 1912.

Darcy Ribeiro, Las Américas y la civilización ; El proceso civilizatorio , 1969.

Ratio: 5 / 5

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publicado en Reseñas y debates Nº 68, Instituto de Altos Estudios Juan Perón, septiembre de 2011

            Cristina y el kirchnerismo se enfrentan en las elecciones de 2011 con dos o tres variantes opositoras que provienen del mismo tronco peronista. ¿Cuántos peronismos hay? ¿Cuáles son los verdaderos peronistas? ¿Es posible la unidad del movimiento? ¿Qué vigencia tiene una doctrina que fundó Perón hace 66 años? Aunque el futuro nunca está cerrado a lo inesperado y lo impensable, algunas enseñanzas del camino recorrido pueden ayudar a ver con mayor claridad las alternativas del presente.

            El peronismo emergió como un movimiento transformador, revolucionario en sus alcances, respondiendo a una coyuntura en la que la crisis y la guerra mundial habían agotado al imperialismo británico y el crecimiento industrial forjaba una nueva clase obrera, a favor de lo cual Perón emprendió el proyecto de independencia económica, industrialización y redistribución social. La falta de un partido orgánico fue suplida por la organización sindical, la inconsistencia de la burguesía nacional fue compensada con el apoyo del ejército, y el verticalismo impuesto por el líder permitió amalgamar las heterogéneas vertientes políticas del movimiento.      

            Siempre hubo líneas internas, derivadas del origen social y partidario de los cuadros, y de las inevitables diferencias entre los que Perón llamó “apresurados” y “retardatarios”: desde las disputas en la CGT y la pugna entre laboristas y políticos, hasta las discordias en la debacle de 1955, que se prolongaron de manera más evidente en la época de la proscripción y resistencia, con la “línea dura” opuesta a los negociadores y los neoperonistas, así como en el plano gremial divergieron los sectores combativos y los integracionistas o participacionistas.

Las contradicciones adquirieron mayor dramatismo bajo la recurrente dictadura militar, en el contexto de la insurgencia tercermundista y la exacerbación de la “guerra fría”, cuando se produjo el choque violento de los grupos armados de la tendencia revolucionaria con los líderes de la “ortodoxia” sindical,. hechos traumáticos que perturbaron el promisorio comienzo del tercer gobierno peronista y provocaron una trágica división, en la que Perón tomó partido para terminar con el desafío de la izquierda montonera que cuestionaba su liderazgo. Pero ese vuelco implicaba el corrimiento del poder hacia un sector reaccionario que, al sobrevenir la muerte de Perón, arrastró al gobierno a la claudicación y el fracaso, pese a los tardíos intentos de rectificación.

El brutal terrorismo del Proceso y la involución económica y social que soportó el país, con la desindustrialización y el debilitamiento de la clase obrera, no disgregaron al peronismo, que revivió unido al iniciarse por fin otra etapa de inédita regularidad institucional, donde era posible luchar por los cambios por medios democráticos. Ante la ardua cuestión de sustituir la conducción carismática de Perón, y según la línea que él marcó en su última presidencia, era necesario abandonar los prejuicios contra “la partidocracia”, para defender y afianzar el sistema político constitucional. La derrota histórica electoral de 1983 arrojaba una lección. La Renovación consiguió desplazar a la desprestigiada burocracia sindical e imprimió un giro democratizador al Partido Justicialista, revalorado ahora como fuente de legitimación de su dirigencia.

Pese al alivio que significó el reflujo de las dictaduras, los países sudamericanos atravesaron una fase de estancamiento mientras se caía el mundo comunista, y el embate de la creciente ola neoliberal los arrolló. El aparato político y gremial del peronismo cedió ante el establishment, y la costosa aventura menemista, a cambio de una mezquina “modernización”, llevó al extremo la entrega de los bienes, empresas y recursos que aún quedaban en pie del Estado justicialista, agravando la destrucción del aparato productivo y la marginalidad social. Un sector militante minoritario impugnó este escándalo, apartándose para formar la alianza opositora con los radicales, que al final derrapó hacia la misma política y la quiebra del modelo.          

            Fue en esa dura prueba que el peronismo iba a recuperar cierta certeza, al lograr una trabajosa recuperación del sistema económico y también del sistema político devastado por la crisis. Allí surgieron inesperadamente Néstor y Cristina Kirchner, provenientes de la generación setentista, atreviéndose a contrariar los dictados de la City, del Fondo Monetario, de las multinacionales, del conglomerado agroexportador y del poder multimediático, para suprimir la represión de la protesta social, poner en su lugar a los militares, impulsar la causa de los derechos humanos y el enjuiciamiento de los crímenes de lesa humanidad, rescatar las funciones reguladoras del Estado y plantear la reindustrialización, tratar de redistribuir el ingreso a través de las políticas sociales y avanzar en la integración y la solidaridad con los movimientos populares sudamericanos. 

Por supuesto, es difícil revertir los peores efectos de la entrega neoliberal de los años 90: no se ha frenado la extranjerización de la minería y otros recursos y sectores económicos estratégicos, no se ha recuperado la empresa petrolera estatal, no se ha detenido la sojización del campo ni se han eliminado la pobreza, la marginalidad y las redes del narcotráfico; son tareas que tal vez requieran un esfuerzo de años.

¿Qué es lo que se debate hoy? La oposición por derecha plantea retrogradar los avances sobre la esfera del poder económico e insiste en ajustar las finanzas estatales, con un discurso neoliberal apenas matizado, que no puede engañar a quienes tienen presentes las experiencias anteriores al 2001. La oposición por izquierda juzga insuficientes los logros alcanzados a partir de 2003, pero por ahora no puede convencer de que sus pequeñas agrupaciones sean capaces de hacer más.

A diferencia del comportamiento de partidos más orgánicos (como la UCR, e incluso un Frente como el uruguayo), los intentos transversales o frentistas del kirchnerismo buscaron construir una nueva base para sus políticas, dada la dudosa fidelidad que podía esperarse del peronismo posmenemista. Y aunque mantuvo el control del PJ, ello motivó la aparición de partidos adversarios como el peronismo federal u otras fracciones. Pero éstos, más allá de la apelación a los símbolos tradicionales del movimiento, no se distinguen en sus críticas del discurso neoliberal ni formulan una propuesta congruente con el programa histórico del peronismo. En esta puja el "panperonismo" no parece viable, ni que las fracciones puedan confluir con el oficialismo ni arrebatarle los emblemas del movimiento. 

El cuadro de situación, y sobre todo la crispación en la opinión pública que suscita todo proceso de transformaciones, tienen semejanzas con la época del primer peronismo, aunque en un contexto diferente. En 1945, cuando el mundo se dividía en capitalismo y comunismo, Perón concibió la “tercera posición” como un camino intermedio hacia la realización del proyecto nacional: una economía dirigida que “humanizara el capital” para asegurar el bienestar popular. Después de una época de revoluciones que empujaron los experimentos socialistas, las utopías cayeron, y hoy los países se entrelazan en el complejo sistema global de los mercados capitalistas, donde el progreso social depende de la regulación estatal para prevenir los efectos perversos del capital y las finanzas especulativas. Los movimientos populares pueden tomar el poder por la vía electoral y sostener un sistema político que sea capaz de sobreponerse a los intereses del poder económico concentrado, para orientar la evolución en el sentido de lo que se llama “desarrollo humano”. Esta es todavía la actualidad de las proposiciones doctrinarias que encarnó el peronismo hace dos tercios de siglo, y esto es lo que va a votar la mayoría el próximo octubre.

 

Ratio: 5 / 5

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publicado en Sistema , Revista de Ciencias Sociales, Nº 60-61, Madrid, junio 1984

 

1. INTRODUCCIÓN

          En el momento histórico de la emancipación, América Latina, más que una ruptura, se propuso una especie de asociación con Europa. En el Dogma Socialista de la Joven Argentina, el manifiesto de la generación romántica de 1837, aquellos intelectuales rioplatenses diseñaban su propuesta «progresista» y europeísta, partiendo de una constatación fundamental: Europa es el centro de la civilización de los siglos y del progreso humanitario [1]. Por cierto, era Europa la que había conquistado y fundado en América un nuevo mundo, de Europa provenía en el siglo XIX el impulso de la revolución política, económica e ideológica, y la vida de las repúblicas emancipadas de España continuaría girando alrededor de Europa.

          Sin embargo, mientras la América del Norte seguía su propio camino de expansión hasta llegar a integrarse al «centro» en una posición dominante, nuestra América meridional, «asociada» a Europa, quedaría relegada a los márgenes de «la civilización», desmembrada en países inconexos, sometida a los abusos del poder político y económico de las grandes potencias. A través de un proceso histórico signado por la persistencia de violentas contradicciones sociales y una característica inestabilidad, en casi dos siglos recorridos desde la emancipación, América Latina experimentó notables progresos y brutales regresiones, realizó en conjunto un crecimiento impresionante y desigual, efectuó incalculables aportes al desarrollo de Occidente en recursos de todo tipo, pero no logró emerger de un estado de dependencia y recurrente frustración, que no se corresponde con la potencialidad de la región ni con las expectativas de sus pueblos. La falta de integración económica o cultural, la miseria y exclusión de oportunidades que aún hoy afecta a grandes masas de población, constituyen radicales injusticias y graves problemas que siguen perturbando profundamente los cimientos de la sociedad. Una evolución política irregular, quebrada periódicamente por guerras internas, convulsiones sociales y crueles dictaduras, ha obstaculizado la consolidación de las instituciones republicanas, constantemente amenazadas o erosionadas por el autoritarismo y la corrupción. Actualmente, esa problemática de fondo se presenta agravada por las repercusiones de la recesión mundial, que se proyectan con mayor crudeza a esta área especialmente vulnerable del sistema capitalista.

          En tales circunstancias, puede parecer irónica la reflexión que planteaba recientemente Celso Furtado a un público de hombres de empresa del Brasil, y, sin embargo, ella encierra un hondo significado: «Creo que o que verdadeiramente caracteriza a época atual nao é propriamente a crise generalizada −financeira, económica, institucional, administrativa− que nos aflige como povo e como individuos. O traço mais saliente destà época está no elevado grau de consciência que temos do que ocorre» [2]. Haciendo referencia a otras grandes crisis, la de los años 90 del siglo pasado y la de los 30 del presente, que marcaron indudablemente la configuración económica de nuestros países, Furtado indica cómo entonces se carecía de una percepción clara del alcance histórico de acontecimientos y decisiones trascendentales, mientras hoy, en cambio, existe un conocimiento mucho más preciso de la propia situación y del contexto externo: en definitiva, existirían las condiciones de posibilidad esenciales para que los latinoamericanos comencemos a ser realmente actores, más que espectadores, de nuestra historia.  

          Precisamente han sido los economistas latinoamericanos quienes han hecho una de las contribuciones más importantes para explicar nuestra peculiar inserción en el mundo contemporáneo. La revisión crítica de las teorías económicas que impulsó la CEPAL bajo la dirección de Raúl Prebisch, partiendo del esquema centro-periferia como descripción del sistema capitalista internacional [1], proporcionó la base para una reinterpretación de la historia económico-social de América Latina. En esa línea sobresalen, entre otros, los trabajos fundamentales de Furtado o Sunkel y Paz [2], explicando cómo las estructuras constitutivas de nuestro «subdesarrollo» corresponden, antes que a un retraso en el desarrollo capitalista, a un desarrollo des-centrado, deformado por la dependencia de las economías industriales dominantes.

          Este cambio de perspectiva tiene, sin duda, antecedentes y puntos de contacto con otros enfoques que plantearon una nueva interpretación histórica de la realidad latinoamericana, impugnando la clásica visión eurocéntrica. Desde ángulos ideológicos diversos, a veces contrapuestos, numerosos historiadores y pensadores «heterodoxos» han realizado una tarea precursora en ese sentido [3]. Pero fueron aportes más recientes, provenientes sobre todo del campo de la sociología, los que perfilaron la llamada teoría de la dependencia, formulando la problemática de la «periferia» en términos de su contradicción básica con la dominación del capitalismo central [4].

          Si sabíamos ya que las potencias del Norte constituían el eje rector del sistema occidental −el «centro de la civilización de los siglos» en términos de los liberales románticos del 37−, lo que la heterodoxia de otras generaciones intelectuales ha venido a constatar en este siglo es que la desigual «asociación» con aquellas potencias nos han deparado la peor parte: las formas de inserción dependiente, lejos de garantizar nuestro acceso a la plenitud del progreso occidental, han sometido a América Latina al círculo vicioso del subdesarrollo.

Cuando se considera, en relación a estos temas, la dinámica política del continente, se presenta reiteradamente frente a nuestros interlocutores europeos otra cuestión: la configuración «atípica», a veces desconcertante, de las formaciones políticas latinoamericanas, que se apartan invariablemente de los modelos ideológicos de Europa. Tan fuertemente vinculados como han estado siempre los estados de América Latina a la cultura política occidental, incluso tan sensibles a la influencia europea y hasta a sus modas intelectuales, resulta a primera vista sorprendente observar espectros partidarios y composiciones políticas notoriamente diferentes. El arraigo de los movimientos interclasistas y nacionalistas, frente a la debilidad de los partidos liberales o conservadores y las corrientes marxistas, entre otros aspectos, son indicadores de la diversa naturaleza de los problemas y opciones que enfrentan las sociedades latinoamericanas, a pesar de cualquier homologación superficial con el mundo de las naciones desarrolladas.

Pero no es sólo eso. De un modo a veces sutil o equívoco, las teorías, instituciones o corrientes de pensamiento adquieren diverso significado trasplantadas a nuestro medio, como si se reflejaran en un espejo deformante. Formalmente inspiradas en el patrón europeo, doctrinas e instituciones −más allá incluso de la propia conciencia de los actores individuales− expresan (u ocultan) otras realidades. Liberalismo, nacionalismo, democracia, fascismo, revolución: nuestro lenguaje es el mismo, pero designa cosas distintas. Los hechos históricos de América Latina son siempre sui generis. De ello se deriva la específica opacidad de estas sociedades en cuanto a la comprensión, diagnóstico o previsión de sus procesos políticos y económicos. Tal opacidad no consiste sino en su carácter refractario a determinados esquemas analíticos válidos para el sistema central. Los cuales, hay que decirlo, son a veces los únicos de que disponemos.

En el presente trabajo pretendemos señalar, en un esbozo muy general, la peculiar estructuración de la sociedad, el Estado y el sistema productivo en América Latina, como elementos que determinan la excentricidad de nuestra evolución histórica. El concepto de excentricidad tiene un doble sentido, a partir de la misma etimología, ya que designa lo que está fuera (ex) del centro y, por extensión, también lo extravagante o atípico, en tanto se aparta de los cánones. Nos permite, pues, dar cuenta de la ubicación periférica (dentro del sistema, pero fuera del centro) de las economías latinoamericanas respecto al capitalismo mundial, relacionándola con nuestros fenómenos socio-políticos «excéntricos» −en el sentido de irregulares respecto al modelo de los países centrales−, aludiendo a la vez a los problemas de interpretación que estos factores suscitan.

La reflexión histórica nos remite, en definitiva, al problema filosófico de nuestra inserción cultural en Occidente, asunto que en cierto modo comprende las cuestiones de orden económico y político. En efecto, el hecho de la dependencia o excentricidad abarca toda la cultura latinoamericana, en la medida que, desde nuestra lengua hasta el saber científico, somos tributarios principalmente de la cultura de matriz europea. No hay duda de que somos, en líneas generales, parte de la cultura occidental, haciendo la salvedad de que lo somos desde una posición subordinada, periférica; y esto es válido tanto en el plano económico, como en el político o el específicamente cultural, que son los tres niveles en que desarrollamos el siguiente análisis. Es importante advertir, eludiendo la limitación de cualquier explicación economicista, que los dilemas económicos, políticos o de otro orden, aparecen en nuestra historia inmersos en una cultura que tiene su «centro» en otra parte: es por eso que la toma de conciencia de las realidades y de los intereses específicamente latinoamericanos se hace más problemática. Teniendo presente este nivel de lo cultural, resulta más claramente perceptible la naturaleza compleja y profunda de nuestra dependencia.

La noción de imperialismo es empleada desde la visión marxista clásica como una categoría principalmente económica, que corresponde a un estadio de evolución del sistema capitalista, aunque también se ha hecho una aplicación extensiva de la teoría a los niveles político y cultural; puede decirse que estos enfoques se centran en los efectos de una fuerza exterior que explica la realidad interior. La perspectiva teórica de la dependencia es sutilmente diferente, sobre todo al enfocar la capacidad de interacción de las fuerzas internas. La idea de una interdependencia desigual o asimétrica, también utilizada por los cientistas sociales, enfatiza otro elemento: la relación de mutua dependencia que se crea entre las naciones del centro y la periferia, aunque la misma no tiene un sentido o magnitud equivalente [5]. Pero además, tal como entendemos aquí la noción de dependencia, resulta más comprensiva de un largo proceso histórico. La situación de América Latina tiene incluso una dimensión distinta a las áreas del Tercer Mundo donde conservan mayor vigencia otras culturas originarias. Estamos ante un fenómeno complejo, «estructural» y multiforme, que tiene hondas raíces anteriores al desarrollo capitalista, y trasciende el análisis estrictamente político o económico.

Señalemos además, concluyendo esta introducción, que la necesidad de un planteo global de la realidad latinoamericana nos obliga a efectuar cierta abstracción de los procesos de cada país, enfrentando los riesgos de toda generalización. No obstante, el cuadro de conjunto de la región tiene la virtud de permitir una mejor comprensión de la línea principal de desarrollo de cada uno de aquellos procesos particulares.

         2. RAÍCES HISTÓRICAS DE LA DEPENDENCIA

América Latina, considerada en conjunto, presenta una situación intermedia entre los territorios repoblados completamente, como fue el caso de la colonización norteamericana, y el sometimiento colonial de naciones que mantuvieron su identidad sociocultural, como por ejemplo la India o los pueblos árabes. En nuestro continente, el proceso colonial se caracteriza por la destrucción inicial de las populosas civilizaciones originarias, el mestizaje racial y cultural entre indígenas e inmigrantes europeos (también con los negros africanos), y la resultante asimilación de todos en una sociedad muy estratificada, pero a la vez fuertemente ligada por la lengua, religión y costumbres que impuso la conquista.

La composición de los pueblos varía en cada región según los diversos ancestros y la incidencia de la inmigración, que ha sido también muy significativa en algunos países durante los siglos XIX y XX. Incluso subsisten «pueblos testimonio» y numerosas lenguas autóctonas [1]. Se trata, por lo demás, de fenómenos conocidos, en los que no abundaremos.

Lo que nos importa subrayar es que, por sobre la rica diversidad de los orígenes y la multitud de testimonios, pervivencias y vestigios culturales, la civilización occidental no sólo ha prevalecido en todo el continente, a través de las estructuras económicas y la tecnología en general, sino que es, por así decir, constitutiva de nuestra identidad: una parte esencial de nuestra cultura, incluyendo las categorías básicas de pensamiento, provienen de aquella matriz europea.

Los debates relativamente recientes sobre el carácter feudal o capitalista de la colonización ibérica proporcionan datos de interés respecto a los antecedentes de la dependencia latinoamericana. Paralelamente, resultan ilustrativos de lo que antes mencionábamos, al mostrar las dificultades de pensar la realidad americana dentro de categorías europeas. El problema teórico aludido es de por sí arduo, y se complica en virtud de las «consecuencias» políticas actuales que algunos ensayistas pretenden extraer.

Sergio Bagú, Rodolfo Puiggrós, Volodia Teitelboim, Milcíades Peña y otros habían ya abordado el tema, pero fueron los estudios de André G. Frank los que actualizaron la discusión, especialmente alrededor del sentido de la categoría capitalismo comercial  [2]. La dificultad interpretativa radica en que la economía colonial exhibe formas de trabajo esclavo, servil y asalariado, e incluso combinaciones sui generis de éstas, a la par que diversas modalidades de asociación entre terratenientes, empresarios y comerciantes; un volumen sustancial de la producción (minería, agricultura comercial) se destina al mercado mundial de la época; el centralismo monopolista de la metrópoli se combina con las diferentes formas de apropiación del excedente por las clases propietarias locales. ¿Cuál es el «modo de producción» prevaleciente? ¿Cuál el carácter del Estado así configurado? Las respuestas de los analistas presentan todas las variantes imaginables: feudalismo, precapitalismo, capitalismo incipiente, esclavismo y otros modos de producción específicamente coloniales [3].

La caracterización de España y Portugal en esta época, desde el punto de vista de la sociedad, el Estado o la organización productiva, no hace sino complicar el cuadro, ya que atraviesan una fase de transición. Que no es tampoco la típica transición europea hacia el capitalismo industrial, pues el dinamismo de la burguesía resulta en gran medida asfixiado por las rémoras feudales, mercantilistas y absolutistas. He aquí otro factor a tener en cuenta: las propias metrópolis fundadoras de nuestro continente fueron quedando relegadas en este período respecto al centro del desarrollo capitalista [4].

Desde el punto de vista que nos interesa enfatizar, la polémica aludida es reveladora precisamente porque no puede dar una respuesta plenamente satisfactoria al problema planteado. Lo que demuestra es la originalidad de la situación colonial, irreductible al mero traslado del modelo evolutivo europeo. La comprobación más interesante es que el fenómeno de la colonización configura una dualidad esencial entre las sociedades dominantes y dominadas. El trasplante cultural (entendiendo la cultura en su acepción más amplia) no sólo no llega a ser nunca una completa «asimilación», sino que crea verdaderamente otro mundo diferente al metropolitano. Esto se proyecta poblando de equívocos la mentalidad colonial (de colonizadores y colonizados): el encomendero cree ser dueño de un feudo, el esclavismo se confunde con la «evangelización», mientras los indios rezan a sus ídolos escondidos bajo los altares cristianos, etc. Es una característica distorsión de los patrones impuestos, que sólo superficialmente se ajustan a la realidad. He aquí incluso las raíces de un persistente dualismo entre el ser y el parecer, entre lo real y lo formal en la cultura latinoamericana.

En la conciencia histórica de los pueblos del continente, la conquista y la colonización representan algo semejante a un nacimiento e infancia traumáticos: hechos de los que no pueden renegar sin negarse a sí mismos, pero que a la vez necesitan superar radicalmente, rompiendo una dependencia alienante tanto en sus aspectos materiales como espirituales.

Paradójicamente, como ya señalamos, nuestras revoluciones de la independencia, en vez de alejarnos, nos acercan a Europa. Lo que se produce es una ruptura con la Europa decadente que prevalece en España, pero los movimientos revolucionarios, inspirados desde el comienzo por las doctrinas liberales, constituyen una aproximación a la Europa burguesa (expresada por Inglaterra y Francia), con la que se iría anudando una red de múltiples vínculos comerciales, políticos e ideológicos. El hecho revolucionario consiste, según la imagen ya consagrada, en eliminar la intermediación parasitaria del monopolio español. La América portuguesa ni siquiera hace una revolución, ya que su metrópoli no pone obstáculo a los intereses del gran comercio europeo.

Estas circunstancias «excéntricas» relativizan las categorías de «progreso» que habitualmente se han aplicado al estudio de la época de la emancipación. Si el sentido progresista de nuestras luchas históricas era la independencia, hay que discernir qué partidos eran consecuentes con este objetivo. En la historiografía de Europa es natural considerar a los movimientos liberales y burgueses como progresistas, pero sus homólogos latinoamericanos no siempre lo son en aquel sentido. Algunas políticas de signo diverso, inclusive de cierto nacionalismo «conservador» (como Rosas en el Plata, o Francia en el Paraguay) expresan una resistencia al avasallamiento por los intereses europeos, intentando construir una nación verdaderamente independiente. Por su parte, el progresismo liberal, manipulado al servicio de ciertos núcleos de comerciantes y propietarios, encubrió insidiosamente el proyecto neocolonial que había de frustrar la emancipación. Su manifestación más visible fue el desmembramiento de América en repúblicas constituidas en función de los intereses del intercambio con Europa. Otro momento clave fue la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870), esa tragedia que signó el destino de Sudamérica con el aniquilamiento de la experiencia proteccionista emprendida por Paraguay, en aras del «libre comercio» [5]. La significación de estos hechos resalta considerando que casi contemporáneamente se había librado la guerra de secesión en la otra América, con un significado opuesto: la burguesía yanqui impuso su modelo proteccionista industrial contra los intereses esclavistas que sostenían el librecambio. Las provincias del Plata, por el contrario, se asociaron al Brasil esclavista para imponer el modelo liberal agroexportador. Mientras los Estados Unidos del norte consolidaban las bases de su desarrollo industrial, los países desunidos del sur seguían el derrotero excéntrico de la dependencia.

 

 

 

3. EL IMPERIALISMO COMO FACTOR ORIGINARIO

Las estructuras de producción capitalista surgieron en Latinoamérica de otra manera, muy distinta a sus orígenes en Europa. Haya de la Torre lo expresó con una paradoja que invertía la clásica definición de Lenin: en esta parte del mundo, el imperialismo no era la última, sino la primera fase del capitalismo [1]. Ello implica mucho más que una cuestión cronológica. La organización de la economía capitalista en nuestros países, en la segunda mitad del siglo XIX, aparece vinculada tanto a la internacionalización del capital como a una nueva forma de integración en el mercado mundial. El impulso exterior resulta determinante: todos los factores productivos deben adecuarse a la tecnología y las condiciones de oferta y demanda que provienen del centro del sistema. En tal contexto, así fueran los medios de producción de propiedad extranjera o nacional, el resultado era forzosamente la explotación de los recursos humanos y naturales en función de los intereses externos.

Ese fue el sentido «abierto» o extravertido del ciclo exportador de América Latina, que acompañó el auge industrial europeo y luego norteamericano, imponiendo a estas economías la tecnificación especializada para determinadas explotaciones primarias. Los centros industriales proveían a cambio manufacturas de toda clase, y controlaban los servicios neurálgicos para el comercio, como las finanzas y los transportes [2].

El fenómeno excede lo estrictamente económico. El Estado se estructuró en función de las perspectivas de ese proyecto, más que como expresión de la preexistente sociedad civil. No fue resultado de un proceso «de abajo hacia arriba», como en Europa o Estados Unidos, sino a la inversa [3]. De ahí una insanable falta de consenso que han padecido las instituciones políticas, desde su origen, en todos los países latinoamericanos.

Durante muchos años hemos oído exaltar los logros de aquella etapa «fundacional». En realidad, sólo algunos países experimentaron el ciclo de prosperidad, y en determinadas regiones cuya producción interesaba especialmente el mercado internacional. No pueden desconocerse los efectos de modernización que beneficiaron a las zonas productoras polarizadas por Buenos Aires, Montevideo, Santiago, San Pablo o México. Pero la contraparte fue una tremenda distorsión en perjuicio de otras zonas, un crecimiento desequilibrado que acumuló graves contradicciones sociales y consolidó el desmembramiento del continente, extravertido hacia las metrópolis y de espaldas a su interior, lo que equivale a decir de espaldas a sí mismo.

Esta deformidad en la configuración de las economías dependientes es aún hoy visible en las concentraciones urbanas desproporcionadas, la devastación de recursos naturales, la incomunicación y desintegración territorial. Pero la herencia más lamentable de aquella etapa se relaciona con los costos sociales. La ley del sistema impuso a las poblaciones trabajadoras un destino brutal como mano de obra en estancias, minas y plantaciones, donde subsistieron en gran medida relaciones laborales precapitalistas. Aquellas masas campesinas fueron posteriormente sustituidas por la tecnificación, y así gradualmente expulsadas a la marginación.

El liberalismo, que en Europa fue doctrina de la burguesía progresista contra el antiguo régimen, y en América nuestro evangelio revolucionario de la independencia, se convierte en manos de las oligarquías patricias en el estatuto de la dependencia. Con una lógica de hierro, los intentos por desarrollar las industrias nacionales resultaban arruinados o absorbidos por aquella ecuación derivada del «libre comercio»: la especialización en la producción primaria exportable, y la importación de manufacturas y capitales del centro.

Pero si el librecambio era la justificación ideológica perfecta en lo económico, más difícil resultaba en cambio compatibilizar el ideario político liberal con el «Estado fuerte» que requería tal modelo económico. El esquema de producción del capitalismo periférico tenía que ser impuesto a pueblos criollos o indígenas que por regla general opusieron una empecinada resistencia, cuando les fueron arrebatados sin compensación sus anteriores medios de vida. A la inversa de la burguesía industrial yanqui, que fue proteccionista y democratizante, las oligarquías latinoamericanas asumieron con fervor la plataforma económica del liberalismo y olvidaron el capítulo de los principios democráticos.

Las instituciones políticas se desvirtuaron en la práctica de un paradójico («excéntrico») liberalismo autoritario, donde las libertades eran monopolio de una elitista república mercantil. Los pueblos no sólo estaban marginados de ella, sino que fueron tratados como enemigos cuando osaron desafiarla. Esa fue la realidad del Porfiriato en México, de la primera República brasilera, o del proceso que culminó con el roquismo en Argentina [4].

Hay que reconocer que las definiciones republicanas en la constitución de nuestros Estados tuvieron al menos un importante valor programático, y sirvieron de fundamento a las luchas y ulteriores avances democráticos. Pero hay que señalar que la «apropiación» del liberalismo por las elites oligárquicas generó un correlativo rechazo en los movimientos populares, llevándoles a desdeñar aquellas instituciones demoliberales, desacreditadas como vía de progreso social. Ello explica la gran insurrección mexicana en la década de 1910, o los alzamientos revolucionarios del radicalismo argentino y el varguismo en Brasil; es asimismo uno de los elementos que incide en la posterior conformación del nacionalismo populista en estos países.

 

 

 

4. LA RESPUESTA A LA CRISIS: INDUSTRIA Y POPULISMO

El ciclo exportador liberal, que puede considerarse fundacional del capitalismo dependiente, llegó a su apogeo entre dos grandes crisis mundiales, las de 1890 y 1930. Se correspondió asimismo con el cenit del Imperio Británico y su «economía abierta», y se agotó cuando comenzaba a desplazarse el centro económico mundial hacia los Estados Unidos, más interesados en desarrollar mercados y exportar capitales que en abastecerse de materias primas. La brusca interrupción del librecambio, la caída de las exportaciones, y en general los efectos de la depresión de los años treinta, mostraron la vulnerabilidad y las consecuencias catastróficas que podía acarrear la dependencia a los países periféricos. Pero precisamente, la crisis tuvo la virtud de aflojar los lazos de la relación anterior, y llevó a una solución tan forzosa como fructífera: el proceso de industrialización sustitutiva de importaciones.

En las economías latinoamericanas más diversificadas, fue la oportunidad de emprender la integración del aparato productivo, profundizando una tendencia que había permanecido sofocada en la etapa precedente. El dinamismo del proceso estaba en la expansión del mercado interno, en la mejora del nivel de vida popular, en el crecimiento «hacia adentro». La experiencia revolucionó la concepción del Estado, al que se asignaba ahora una función reguladora de la economía, asumiendo el control de sectores estratégicos hasta entonces en manos del capital extranjero, promoviendo el desarrollo industrial y el bienestar social. Surgieron nuevos grupos dirigentes, con otra visión de la realidad. La clase obrera adquirió peso específico en la sociedad, que se modernizaba aceleradamente, en un sentido análogo a la transformación operada por la revolución industrial en los países centrales [1].

Si la presión de las grandes potencias y la vinculación de las oligarquías con los intereses metropolitanos había configurado una situación neocolonial [2], no es extraño que la lucha por este proyecto industrialista adquiera ciertas connotaciones semejantes a las de los movimientos de liberación nacional de otros pueblos periféricos. En el contexto conflictivo que produjeron las guerras mundiales, la crisis económica y la irrupción del fascismo en Europa, Latinoamérica vivió también un período de conmoción. En las décadas de los años treinta y cuarenta surgen, como protagonistas de los cambios, frentes y partidos «populistas», pluriclasistas, con fuertes liderazgos personales y amplia base de masas que se organizan sindicalmente entroncando en cada país con las luchas sociales y experiencias democráticas precedentes.

Es sugestivo observar que en tres países clave del continente, donde el proyecto modernizador alcanzó su expresión más nítida y exitosa, el programa sociopolítico y económico se sintetizaba ideológicamente en un nacionalismo populista de rasgos contradictorios, a la vez autoritarios y participativos, conservadores y revolucionarios. En México adoptó la forma de una actualización de los objetivos de la Revolución de 1910, en el marco del partido gubernamental que aglutinaba las mayorías populares y sus organizaciones corporativas; el proceso tuvo su impulso decisivo con el mandato presidencial de Lázaro Cárdenas (1934-1940). En Brasil se expresó bajo el liderazgo de Getulio Vargas, que en 1930 fue llevado al poder por un movimiento revolucionario; la experiencia del «Estado Novo» se prolongó a partir de 1945 a través de dos grandes partidos inspirados por Vargas, el social democrático y el trabalhista. En Argentina, a partir del núcleo promotor del golpe militar de 1943, Perón encabezó una convergencia de corrientes nacionalistas, radicales y del sindicalismo, que constituyeron el partido y el movimiento justicialista como base de sus gobiernos de 1946 a 1955.

Estos fenómenos políticos han sido motivo de perplejidad para los analistas, ya que es evidente su atipicidad respecto a las categorías clásicas. No se trata, por lo demás, de extravagancias (excentricidades) episódicas en países aislados, sino de movimientos que han marcado profundamente el sistema político de los estados más grandes e influyentes del continente. Es la forma «heterodoxa» que adopta la emergencia de los sectores populares, y la respuesta a los desafíos de la tardía «revolución industrial» latinoamericana.

El calificativo «populismo», pese a su carga de valoración negativa, puede contribuir a una conceptualización teórica del tema. Así, un texto de Ernesto Laclau [3], rescatando el concepto pueblo del reino de la vaguedad, lo enfoca como «uno de los dos polos de la contradicción dominante al nivel de una formación social concreta», y recuerda que la apelación a la unidad popular −por sobre las diferencias de clase− para enfrentar a un bloque de poder establecido, es la fórmula elemental del cambio social. No otra cosa es el discurso populista, que necesariamente conecta con el nacionalismo en función de la vertiente histórica común donde cada pueblo reconoce su identidad. Es verdad que variantes de este discurso pueden servir a fines distintos: Laclau habla de populismos «de las clases dominantes», como el fascismo, y «de las clases dominadas», de signo socialista. Ahora bien, el peculiar populismo latinoamericano no encuadra en tales términos, y se distingue por la permanencia de un alto grado de autonomía respecto a las clases. En nuestro punto de vista, ello corresponde a la característica fluidez e inestabilidad de la sociedad civil, sometida además en esta época a aceleradas mutaciones. Por supuesto, es visible que en el seno de aquellos movimientos pugnan tendencias diversas, hacia la profundización de los cambios y hacia su contención dentro de unos límites, todo lo cual alimenta las disímiles interpretaciones sobre su «verdadera» naturaleza.

Otro factor que merece atención al respecto es el eco del fascismo europeo en América Latina, que ejercicio cierta fascinación no sólo en grupos militares y círculos conservadores, sino hasta en los partidos liberales [4]. El dato clave es que los regímenes de Italia y Alemania en esa época proponían un modelo de dirigismo económico como alternativa al capitalismo liberal, el cual, traspuesto a la realidad de la periferia, coincidía con el proyecto industrialista. Tanto Vargas como Perón se inspiraron en determinado momento en aquella «tercera vía». En cuanto al modelo social, sin embargo, las diferencias son sustanciales, pues promovieron, como el PRI mexicano, el desarrollo de un sindicalismo de clase, muy distante del corporativismo fascista. Sus componentes autoritarios tampoco llegaron a constituir un régimen totalitario: aunque no fueran un ejemplo de pluralismo, mantuvieron las instituciones republicanas y ensancharon las posibilidades de participación popular.

Sin pretender resolver un tema tan polémico, importa aquí retener que el llamado «Estado populista» es la más significativa alternativa histórica que se planteó en Latinoamérica a partir de la crisis del sistema oligárquico tradicional; fue una etapa en la búsqueda, aún inconclusa, del camino independiente hacia el desarrollo, procurando abrir una brecha original entre los modelos clásicos del capitalismo y el socialismo.

 

 

 

5. LOS LÍMITES DEL PROYECTO INDUSTRIALISTA

La industrialización sustitutiva propulsó una era de prosperidad y de notables realizaciones socioeconómicas, pero no llegó a consolidar un proceso de desarrollo autocentrado. Ante todo, porque las nuevas industrias, ya fueran de propiedad nacional o extranjera, siguieron dependiendo de la tecnología avanzada de las potencias del centro, lo cual implica una creciente necesidad de renovar o adquirir equipos en el exterior, así como de importar insumos básicos. Por otra parte, la dimensión limitada de los mercados internos de cada país ponía un techo a la continuación del proceso sustitutivo, pues más allá de cierto punto no se justificaban las grandes inversiones en industrias básicas.

Estas limitaciones explican la debilidad de los empresarios latinoamericanos para constituir «burguesías nacionales» independientes, y permiten entender el ambiguo papel que desempeñaron en las oportunidades históricas abiertas por los movimientos populistas: éstos les ofrecieron el protagonismo de una revolución nacional, pero los industriales no tuvieron una real capacidad para desafiar a las oligarquías y al capital multinacional. Los avances más trascendentes fueron obra de las grandes empresas estatales, que encararon el desarrollo de las industrias petrolíferas, siderúrgicas, eléctricas, etc.

Hay que recordar además que los intereses del capitalismo central, bajo la nueva hegemonía norteamericana, ejercieron una enorme presión para desarticular los incipientes planes de integración latinoamericana, como eran los «pactos de complementación económica» impulsados en el Cono Sur por el gobierno argentino, a comienzos de la década del ‘50 [1].

Se iniciaba entonces una nueva era de expansión de las compañías transnacionales hacia la periferia, que alcanzaría su apogeo en los años sesenta. Las empresas extranjeras llevaron una segunda fase del modelo de sustitución de importaciones, haciendo inversiones en rubros estratégicos, pero introdujeron nuevos elementos de distorsión al inducir una demanda desproporcionada de bienes de consumo sofisticado y abultar el costo de la importación de tecnología, a la vez que absorbían grupos empresarios locales y desnacionalizaban el control de factores económicos decisivos [2].

La ofensiva de los intereses transnacionales bloqueó el camino del nacionalismo industrialista, y agudizó las contradicciones sociopolíticas. Hubo una reacción contra los gobiernos populistas, encubierta en México, violenta en países como Brasil y Argentina. Por otro lado, la revolución cubana y la propagación de su influencia en todo el continente condujo a una radicalización política. Las contradicciones aparecieron así cada vez más inscriptas en el marco de la confrontación mundial Este-Oeste. En ese contexto, la politización de las instituciones militares y la metodología fascista fueron instrumentadas para frenar cualquier avance de los movimientos populares, consideradas como «caldo de cultivo» de la subversión revolucionaria. Los grupos económicos asociados al capital extranjero ocuparon el Estado en el Cono Sur con el sostén de los ejércitos, ensayando la instauración de dictaduras «estables». Ello produjo una nueva elite dirigente, una remozada oligarquía, en la que los círculos tradicionales y los jefes militares se aggiornaron como gestores e intermediarios del capitalismo multinacional [3].

La dinámica del capitalismo periférico adquirió algunos perfiles expansivos con los grandes proyectos emprendidos conjuntamente por las multinacionales y las empresas estatales, pero la concentración y desnacionalización del poder económico agravaron el mecanismo de drenaje de riquezas al exterior y la distribución regresiva del ingreso.

Durante la década del ‘70, América Latina en conjunto logró todavía mantener un ritmo de crecimiento productivo superior a la media mundial. Sin embargo, un análisis atento revela que este dato encubría peligrosos desequilibrios. El aumento de las exportaciones apenas compensó el deterioro de los términos del intercambio, es decir, que la región ha tenido que producir y vender más para pagar sus importaciones. El incremento de la deuda −facilitado por una excepcional liquidez de los circuitos bancarios internacionales− llegó al límite y, por diversas vías, los países latinoamericanos arribaron a un estado de cesación de pagos [4]. Para algunas economías (Brasil) el problema es la falta de petróleo; para otras (México, Venezuela), las dificultades aparecen con la oscilación de los precios del mismo; si en Centroamérica las causas radican en estructuras exportadoras típicamente atrasadas, en el Cono Sur resulta sobre todo efecto de las políticas de apertura y «desindustrialización». Por encima de políticas erróneas, irresponsables o retrógradas, no es difícil observar que las causas de fondo están en la propia naturaleza del capitalismo periférico. Esto no supone afirmar la equivalencia entre procesos diversos: está claro que los resultados obtenidos por Brasil o México han sido notablemente superiores a la verdadera involución operada en Argentina o Chile, por ejemplo [5]. Pero más allá de estas diferencias, y aún en países de distinto nivel relativo, constatamos la radical insuficiencia de las estructuras socioeconómicas dependientes que han conducido al continente entero a la actual encrucijada. 

 

 

6. LA CRISIS COMO POSIBILIDAD DE CAMBIO

La magnitud de la crisis crea otra oportunidad histórica de cambios. Ni la realidad del mundo, ni la de América Latina, ni la propia crisis, son las de 1930. Pero si es verdad, como señalaba Furtado, que hoy existe una diferencia sustancial en el conocimiento de nuestra realidad, sería posible un esfuerzo inteligente para reencauzar el sentido del desarrollo de estos países.

Los estudios y propuestas que ha actualizado el SELA (Sistema Económico Latinoamericano) para un relanzamiento económico, en medio de la recesión mundial y frente al proteccionismo de los países desarrollados, enfatizan la necesidad de una reorientación hacia la integración latinoamericana [1]. Se plantea así en una perspectiva inmediata, la posibilidad de integrar mercados, realizar una complementación de recursos y capacidades productivas, pactar una distribución de funciones para consolidar industrias estratégicas y multiplicar el poder de negociación internacional; a mediano plazo, reestructurar el esquema de funcionamiento de los aparatos productivos, poner el eje de su dinamismo en el interior y no en el exterior del continente. La planificación del espacio económico a escala regional resultaría entonces el salto cualitativo hacia un desarrollo autocentrado, que permitiría escapar de la órbita periférica.

Es importante observar paralelamente que los objetivos del desarrollo independiente y la integración se identifican con la lucha por la democracia política, como lo ha sostenido explícitamente el Pacto Andino [2]. El recurso a la intervención militar ejercido por las oligarquías no es sino el signo de su debilidad histórica: la quiebra de los planes económicos neoliberales, que han llegado a mostrarse absolutamente inviables, les obligan a replegarse. En cuanto al «partido militar», utilizado al servicio de un brutal autoritarismo en el Cono Sur y en Centroamérica, es una experiencia que se disuelve en tremendos fracasos.

La desafortunada Guerra de las Malvinas ha tenido dos formas de consecuencia verdaderamente paradojales. Por una parte, ha sido un llamado de atención para los dirigentes de las potencias occidentales, en el sentido de que el militarismo periférico puede engendrar situaciones incontrolables, actuando como un boomerang contra sus intereses. Ello crea condiciones propicias para eliminar la nefasta influencia de la «doctrina de la seguridad nacional» y reestructurar a las fuerzas armadas dentro del Estado democrático. Por otra parte, aquel conflicto tuvo el efecto de conmocionar el sistema interamericano y «dramatizar» la contradicción Norte-Sur, sacudiendo las conciencias acerca de la necesidad de la unión latinoamericana.

La experiencia regresiva del autoritarismo militar al servicio del neoliberalismo económico, ha fortalecido como contrapartida una opción radicalmente contraria, que plantea compatibilizar la democracia política con el nacionalismo económico. En esa dirección apunta el régimen mexicano a partir de su «reforma política», y es el camino probable de la transición democrática iniciada en el Cono Sur, incluido Brasil. En el istmo centroamericano, la agresividad imperialista y la barbarie dictatorial han impuesto la vía de la lucha armada para dirimir los conflictos, a costa de enormes sacrificios humanos y destrucción de recursos materiales, que comprometerán gravosamente el futuro de la zona. Pero en el resto de América Latina, hoy se abre paso otra perspectiva, la de un esfuerzo racional y persistente en la profundización social de la democracia. Hay que computar a favor de esta salida la declinación del mito de las «dictaduras del proletariado», a partir del cuestionamiento que la propia izquierda está haciendo respecto al «socialismo real» y las fórmulas dogmáticas para el cambio social. También incide en este sentido la influencia de la

socialdemocracia europea, que no tiene ni podría tener una correspondencia lineal en Latinoamérica, pero ha articulado canales de comunicación significativos con los partidos democráticos latinoamericanos. El futuro de esta alternativa depende tanto de los partidos sucesores de la experiencia del nacionalismo populista, como de las nuevas expresiones de una izquierda democrática, dos vertientes políticas entre las cuales se dan hoy importantes coincidencias objetivas.

 

 

 

7. CONCLUSIONES

La primera conclusión que podemos extraer de la revisión de las fases de evolución consideradas, es que la situación histórica latinoamericana no se puede explicar satisfactoriamente en términos de atraso, como sugiere el significado originario del concepto «subdesarrollo». No es que nuestros países estén retrasados en el camino al pleno desarrollo de sus posibilidades, sino que han sido inducidos a otro recorrido que no los lleva precisamente en tal dirección. Es lo que denominamos como excentricidad, en el sentido de una ubicación periférica respecto a los centros dominantes, señalando la enajenación constante de sus energías y potencialidades que implican las estructuras económicas, políticas y culturales de «extraversión».

Otra conclusión es que nuestras frustraciones en el camino de la independencia cristalizan al implantarse la ecuación del librecambio, que desmembró a América Latina y la sometió a la dominación del capitalismo europeo. A partir del colapso del modelo liberal exportador en los años 30, la búsqueda de una alternativa condujo a las experiencias del nacionalismo económico industrialista, cuyos límites objetivos son la des-integración regional y la subsistencia de los intereses internos y externos creados por la interdependencia desigual con las economías avanzadas del mundo capitalista mundial. Las propuestas regresivas del neoliberalismo sólo pueden imponerse plenamente por la fuerza de los regímenes dictatoriales. A su vez, el desarrollo independiente sólo parece viable hoy en el marco de la integración latinoamericana; lo cual implica básicamente un nivel de planificación económica, pero también una dirección política y un cambio de actitud mental.

En cuanto a la heterodoxia en la configuración política de la región, sus causas se remontan a la imposición de estados que correspondían al proyecto de integración comercial y cultural con Europa, antes que a la sociedad real que los sustentaba. La instrumentación del poder estatal por las oligarquías constituyó un sistema político esencialmente autoritario, pese a reclamarse oficialmente «liberal». Luego, tanto las etapas de modernización industrial como de reacción «neoliberal», acentuaron la función determinante del Estado en la articulación del modelo económico, y también sus perfiles autoritarios o represivos. La sociedad civil, tradicionalmente reprimida más que expresada por las instituciones estatales, ha subsistido inorgánicamente, sometida a fuertes tensiones y desgarramientos; por consiguiente, la irrupción política de los sectores populares adoptó con frecuencia modalidades imprevisibles, «excéntricas». Los movimientos populistas han sido una forma de encauzar esas fuerzas sociales, así como las dictaduras neofascistas intentan (vanamente) excluirlas. Por la misma fluidez del tejido social, el discurso clasista de las izquierdas ha resultado en general menos convincente o realista que las interpelaciones nacionalistas o populistas, mejor situadas con frecuencia en la perspectiva histórica de cada país. La sociedad civil poco consolidada supone también una gran capacidad de cambios, y en tal sentido puede decirse que nuestros pueblos son «jóvenes», susceptibles de un dinamismo al que pueden apelar los proyectos de transformación.

Descartando una interpretación determinista, es posible observar en la evolución latinoamericana momentos de crisis o transición en los que, dadas ciertas condiciones como marco de posibilidades, los pueblos o sus grupos dirigentes han optado entre caminos alternativos. La lección más importante que se desprende de esa historia es que las vías de «adhesión» o «asociación» a las naciones centrales de Occidente no garantiza en absoluto importar sus progresos, sino más bien lo contrario. Para realizar un destino propio, incluso para «alcanzar» a Europa en sus logros socioeconómicos y políticos, resulta inevitable romper con esa hegemonía que nos relega a un rol subalterno; los avances más trascendentes de la etapa de modernización se han hecho a partir de esa actitud.

Por ello es válido plantear la cuestión de nuestra emancipación cultural, como un aspecto inescindible de los problemas de todo orden que hay que afrontar en la perspectiva de un desarrollo integral «autocentrado». Para concebir ese futuro necesitamos una revolución copernicana de nuestro pensamiento, en el mismo sentido que se plantea «centrar» el dinamismo social, económico y político en el interior del continente. En esa dirección avanzan los estudios más serios sobre la dependencia. No se trata de rechazar o cerrarnos a la influencia estimulante de la ciencia y la ideología que produce el mundo central, sino de ejercer una conciencia crítica, afirmando y construyendo a la vez los cimientos de nuestra propia visión. La profundización de la mirada «hacia adentro» de América Latina es el presupuesto sine qua non para rescatar de la alienación y la dependencia la libertad de ser por nosotros mismos.

 

 

 

Notas

[1] Esteban Echeverría, Dogma Socialista y otras páginas políticas , Buenos Aires, Estrada, 1965, pág. 116. Un estudio crítico de la ideología de esta generación puede verse en el texto de José P. Feinmann, Filosofía y Nación , Buenos Aires, Legasa, 1982, páginas 51-110.

[2] Conferencia de Celso Furtado sobre la crisis brasileña de 1983 (23-8-83), en DIAL , número 130, Barcelona, ​​6 de enero de 1984.

[3] A partir del texto de Prebisch de 1949 “El desarrollo económico de América Latina y algunos de sus principales problemas” ( Boletín Económico de América Latina , vol. VII, número 1, Santiago, febrero de 1962), el tema ha sido En numerosos trabajos expuestos del mismo autor y otros científicos sociales vinculados a la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina.

[4] Principalmente, C. Furtado, La economía latinoamericana ..., México, Siglo XXI, 1970; Osvaldo Sunkel y Pedro Paz, El subdesarrollo latinoamericano y la teoría del desarrollo , Madrid, Siglo XXI, 1973.

[5] Los heterodoxos les llama Horacio Salas en una breve antología (IESA, Madrid, 1981). Por nuestra parte, nos referimos a José Vasconcelos, Víctor R. Haya de la Torre, José C. Mariátegui, Manuel Ugarte, Luis A. de Herrera, Hernán Vergara, Leonardo Castellani, Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, J. Abelardo Ramos, JJ Hernández Arregui, Vivían Trías, Rodolfo, Kusch, etc.

[6] La teoría de la dependencia en sentido lato es un comentario de ideas en la que participan numerosos autores y enfoques diversos, incluso referencias a la problemática del capitalismo y el Tercer Mundo en general. Entre los trabajos más destacados sobre la realidad latinoamericana, además de los autores mencionados en la nota número 4, cabe citar a Fernando H. Cardoso, Enzo Faletto, André G. Frank, Theotonio Dos Santos, Pablo González Casanova, etc. esta corriente, de filiación marxista, ha sostenido la inviabilidad del capitalismo en la periferia y postula una «opción socialista», diferente de la propuesta desarrollista, menos «ideológica», de la CEPAL y de otros autores. Cfr. Vania Bambirra, Teoría de la dependencia: una anticrítica , México, Era, 1978;Marcos Álvarez y AJ Martins, “La cuestión de dependencia la frente a las alternativas actuales de desarrollo”, en Nueva Sociedad , núm. 60, Caracas, mayo-junio 1982, págs. 91-106; FH Cardoso, “El desarrollo en capilla”, en Estudios Sociales Centroamericanos , núm. 26, Costa Rica, mayo-agosto 1980.

[7] Cfr. Marcos Álvarez y AJ Martins, art. cit., pág. 93, donde citan sobre este concepto a C. Vaitsos ya P. Hassner.

[8] Un amplio panorama al respecto puede verse en la obra de Darcy Ribeiro Las Américas y la civilización , Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1969.

[9] Respecto a estudios anteriores del tema: S. Bagú, Economía de la sociedad colonial , Buenos Aires, 1949; R. Puiggrós, Historia económica del Río de la Plata , Buenos Aires, 1946; V. Teitelboim, El amanecer del capitalismo y la conquista de América , Santiago, Nueva América, 1943; Marcelo Segall , Desarrollo del capitalismo en Chile , Santiago, 1953; Milcíades Peña, “Claves para entender la colonización española en la Argentina”, en Fichas , número 10, Buenos Aires, 1966; Luis Vitale, “América Latina: ¿feudal o capitalista?”, en Estrategia , núm.5, Santiago, julio de 1966. Los ensayos de AG Frank, en particular, Capitalismo y subdesarrollo en América Latina (1967), suscitaron críticas de Ruggiero Romano, T. Dos Santos, Agustín Cuevas, Marcelo Carmagnani, Aldo E. Solari y otros . Cfr. el volumen colectivo de Carlos S. Assadourian, Ciro FS Cardoso, Horacio Ciafardini, Juan C. Garavaglia y Ernesto Laclau, Modos de producción en América Latina , Buenos Aires, Siglo XXI, 1973. En la edición 1974 de su libro antes citado, Frank considera y responde numerosas críticas.

[10] Autores como Puiggrós y Carmagnani sostienen la caracterización y el feudalismo, mientras que Frank, M. Peña, Vitale, etc. postulan un incipiente capitalismo; Ciro FS Cardoso y Garavaglia se refieren a una pluralidad de «modos de producción coloniales» principales y secundarios. Otros análisis, como los de Laclau y Assadourian, dejan abierta la cuestión a las conclusiones de una investigación más rigurosa.

[11] Cfr. R. Puiggrós, La España que conquistó al Nuevo Mundo , Buenos Aires, Corregidor, 1964.

[12] Cfr. Pelham H. Box, Los orígenes de la guerra de la Triple Alianza , Buenos Aires, Asunción, 1958; Luis A. de Herrera, El drama del 65. La culpa mitrista , Montevideo, 1927; José L. Busaniche, Historia argentina , Buenos Aires, Solar/Hachette, 1973, páginas 705-784.

[13] Cfr. VR Haya de la Torre, El antiimperialismo y el Apra , Santiago, Arcilla, 1936, pág. 23. La concepción de Haya no es tan divergente de la de Lenin como parece o como ha sido a veces interpretada, ya que en definitiva contiene la idea de que el imperialismo cumple una función de desarrollo de las fuerzas productivas.

[14] Cfr una descripción del ciclo exportador liberal en su contexto internacional, en O. Sunkel y P. Paz, ob. cit., pág. 62-69 y 306-343.

[15] Cfr. una exposición en ciertos aspectos coincidentes de Leopoldo Marmora, “José Carlos Maríátegui: la especificidad del problema nacional en América Latina”, en Socialismo y Participación , núm. 22, junio 1983, págs. 91-93.

[16] Una síntesis sobre este período de las repúblicas oligárquicas, en Tulio Halperin Donghi, Historia contemporánea de América Latina , Madrid, Alianza, 1969, págs. 280-316.

[17] Cfr. sobre el proceso de industrialización sustitutiva de importaciones, su mecánica, consecuencias y límites, Sunkel y Paz, ob. cit., págs. 73-78 y 355-380.

[18] En su obra antes citada, Halperin Donghi utiliza el concepto de «orden neocolonial» aplicado para caracterizar las etapas de la historia latinoamericana contemporánea.

[19] E. Laclau, Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, feudalismo, populismo , Siglo XXI, Madrid, 1978, págs. 165-233.

[20] David Viñas hace una síntesis de los efectos del fenómeno en América Latina en ¿Qué es el fascismo en Latinoamérica? , Barcelona, ​​La Gaya Ciencia, 1977, págs. 12 y siguientes. Cfr. un ejemplo de influencia del fascismo en el estilo político del liberal colombiano Jorge E. Gaitán, en mi artículo “El Bogotazo”, suplemento núm. 4 de Todo es Historia , Buenos Aires, diciembre de 1968.

[21] Algunos de esos pactos se concretaron entre 1952 y 1955 con Chile, Bolivia, Paraguay y Ecuador. La idea del ABC, el triángulo Argentina-Brasil-Chile como plan llave para la integración sudamericana, cuyos antecedentes se remontan a principios de siglo, fue propuesta por el presidente Perón a sus colegas Ibáñez y Vargas, pero se frustró por la crisis que llevó al suicidio de este último en 1954; cfr. JD Perón, La hora de los pueblos , Buenos Aires, 1969.

[22] C. Furtado, en La economía latinoamericana ..., cit., cap. XVIII, ha analizado el fenómeno de la desnacionalización económica, presentando datos del crecimiento del peso relativo de las compañías norteamericanas durante los años 60 en los países mayores de la región: en México y Brasil alrededor de la mitad de las empresas eran de capital extranjero, mientras en el sector propiamente de industrias controlarían directa o indirectamente más de dos tercios de la producción.

[23] Cfr. Alain Rouquie , L'Etat militaire en Amérique latine , París, Seuil, 1982.

[24] En la década de los 70, la tasa media del crecimiento latinoamericano fue superior al 5 % anual; en 1980 comienza a caer rápidamente. Entre 1979 y 1981, el deterioro de los términos del intercambio fue de un 30 %. En 1982, por primera vez en cuatro décadas, la evolución del PIB regional fue negativa, decreciendo casi el 1 %, y el ingreso per cápita se redujo en un 3 %; la inflación tuvo un promedio del 80 %, la balanza de pagos un déficit de 14.000 millones de dólares, y la deuda externa en conjunto llegó a casi 274.000 millones de dólares. Datos de CEPAL, en Informe Latinoamericano , Londres, 7 de enero de 1983.

[25] Cfr. Jorge Bragulat y H. Arriaga, “Cono Sur: la remodelación económica”, en Testimonio Latinoamericano núm. 1, Barcelona, ​​marzo-abril 1980; Guillermo Hillcoat, “América Latina: el impasse económico”, en Testimonio Latinoamericano , núm. 15-16, octubre de 1982; Eder Sader, “Entre el Estado y el capital, las relaciones de clase”, en Cuadernos núm. 1, París, julio-septiembre 1979; Este último contiene un análisis comparativo de la evolución económica reciente de Argentina, Brasil y México.

[26] Tras las importantes experiencias precedentes de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio −hoy Asociación Latinoamericana para el Desarrollo y la Integración (ALADI)−, del Mercado Común Centroamericano y el Pacto Andino, la constitución en 1975 del SELA (Sistema Económico Latinoamericano) incorporar una mayor flexibilidad operativa; en un documento que la seguridad relaciona con la independencia económica de la región, aprobado por su Consejo Latinoamericano en agosto de 1982, se desarrolla la tesis de que «la crisis presente tiene que llevarnos decisivamente a la integración», y se postulan múltiples acciones de cooperación regional en materia de comercio, producción y servicios (Documentos SELA, SP/CL/VIII. D/DT, núm. 36, 3 agosto 1982). En cuanto a la realidad de que parten estas propuestas,hay que considerar que el comercio entre países latinoamericanos representó en 1981 sólo un 15,5 % del total de intercambios de la región, pero registra una tendencia a aumentar (era del 8 % en 1960). Entre los países de la ALADI, más de la mitad del volumen de intercambio son productos industriales (datos CEPAL). Cfr. el dossier “La estrategia de seguridad e independencia económica de América Latina”, en Nueva Sociedad , núm. 65, marzo-abril 1983.

[27] El Pacto Andino, suscrito en 1969, es un esfuerzo interesante que muestra las posibilidades de integración a escala subregional, aunque también ilustra sobre los problemas políticos a afrontar, como los que ocasionaron la separación de Chile del grupo bajo la dictadura de Pinochet . Sobre estos temas en el actual contexto mundial, cfr. los trabajos del coloquio Pacte Andino. L'Amérique latine et la communauté européenne dans les années 80 , realizado en mayo de 1983 por el Centre d'Etude d'Amérique latine, Instituto de Sociología de la Universidad Libre de Bruselas.

Ratio: 5 / 5

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publicado en revista Alternativa Latinoamericana , Nº 6, Mendoza, 1987

 

A pesar de su historia de enajenaciones y fracasos parciales, de su difícil identidad, de su europeismo equívoco, América Latina es promesa y desafío. En esta transcripción de una charla en la sede de la revista  Unidos , Chumbita habla de nuestro mestizaje, de este continente en ciernes donde aún es posible imaginar la vida y disfrutarla. En un avance sin dudas polémico, se atreve a nombrar “lo innombrable", los populismos regionales, y sugiere que son un típico producto latinoamericano (con sus sombras y esplendores); algo que sólo podría ocurrir aquí, y que expresan mucho de esta latinoamericanidad que estamos indagando.

 

Carpani

El hijo de padre europeo no es un descendiente de su progenitor, sino en la fisiología que le supone engendrado por él. No es hijo de su padre, es hijo del país.

Raúl Scalabrini Ortiz (1931)

El Peronismo... es en el fondo una anti-doctrina porque no dice claramente qué hay que hacer, ya que es el planteo de un nuevo estilo de estar del cual no tenemos conciencia clara pero que presentimos.

Rodolfo Kusch (1975)

Europa es un continente donde todo lo imaginario se ha reducido, porque el espacio del hombre se ha reducido... Lo imaginario, en América Latina, todavía está abierto.

Manuel Scorza (1983)

Después de estas citas, que pretendan llamar la atención sobre las ideas de tres autores a los que habré de referirme, permítanme que plantee la siguiente cuestión: ¿Existe Latinoamérica? Puede resultar paradójico empezar a cuestionar el objeto del que se supone vinimos a hablar. ¿Objeto o sujeto? Pero sobre todo, ¿se trata de una realidad o de una idea? ¿Algo históricamente vigente, o sólo un proyecto? Incluso habría que cuestionar cuál es el nombre: ¿América Latina, Indoamérica, Hispanoamérica, Iberoamérica, Sudamérica? En rigor, cada una de estas designaciones implica una concepción diferente, o acentúa algún aspecto de la cosa.

   Sería arduo venir a hablar aquí sobre algo que no tiene entidad concreta, como sostienen algunos, para quienes lo único cierto son los diversos estados sudamericanos, cada uno con su propia cultura y sus particularidades sociales. Por mi parte, no tengo dudas de que hablamos de algo efectivamente existente, y muchos convendrán conmigo en esto. Pero no basta la simple sustentada; la cuestión es, en todo caso, en qué sentido, cómo existe Latinoamérica, cuál es su modo de ser.

   América, y claramente menos América Latina, tienen entidad como concepto de la geografía. Se habla de un  continente , expresión por cierto muy sugestiva. También prolifera en el lenguaje desarollista la denominación "subcontinente", que preferiría descartar por sus obvias connotaciones; curiosamente, no se oye hablar de subcontinente para referirse a la otra América. Ahora bien, ¿qué es lo contenido por este continente? ¿Una cultura, una historia, una nacionalidad? ¿o varias? Y en este último supuesto, ¿qué es lo que tienen de común esas culturas, historias o nacionalidades?

   Eludiremos el problema de la unidad o pluralidad de naciones en América Latina, que por supuesto tiene su importancia para la teoría política, ya que la respuesta que se dé conduce a distintas soluciones a la cuestión del Estado. Habría que recordar al respecto el debate de la Constitución española de 1978, cuyo texto refleja una difícil transacción entre las ideas de unidad y pluralidad nacional, al admitir que dentro de la Nación española existen otras "nacionalidades". ¿No sería una situación comparable a la de nuestra Nación latinoamericana?

   Volviendo a la pregunta sobre "el contenido", nos estamos preguntando en definitiva sobre la  latinoamericanidad . Noción que se relaciona con el concepto cultural de modernidad, del cual se ha hablado en otras charlas de este ciclo, ya que, a fin de cuentas, la latinoamericanidad sería nuestra forma de vivir la modernidad. En efecto, América Latina aparece como tal con la conquista hispánica; y luego emergen, luchando por su realización, por ser totalmente sujeto, a partir de las revoluciones de la independencia. Se trata de dos momentos fundamentales del mundo moderno, que son a la vez dos momentos clave en la configuración de Latinoamérica.

   Pero esos grandes momentos representan dos enormes fracasos históricos. La conquista hispánica fue una experiencia tremenda, donde ninguno de los logros −con ser importantes− atenúan ni justifican el costo humano, social, de la europeización de América. Me refiero, por supuesto, a la pavorosa destrucción de los pueblos indígenas, que no hace mucho ha comenzado a ser cuantificada por la investigación histórica. A partir de los estudios sobre México central, se estima entre 50 y 75 millones la población del continente que, tres siglos después de la conquista, había quedado reducida a unos 20 millones (Konetzke, 1978). Estas cifras son elocuentes sobre la tragedia originaria de nuestra América, ese terrible aplastamiento humano que constituyó el cimiento de lo que vino después. El otro gran fracaso fue el de la independencia: las promesas revolucionarias incumplidas, la balcanización de las nuevas repúblicas, las guerras civiles, y finalmente la imposición del neocolonialismo europeo.

   Podríamos decir que en América Latina nada se ha completado, nada se ha consolidado. Es como si nuestra historia nos siguiera pidiendo cuentas de lo que no hemos logrado, y de ahí que estamos constantemente empezando. Todavía tenemos que conquistar el espacio geográfico, donde hay inmensas regiones despobladas y desconocidas. Todavía no alcanzamos una verdadera independencia. Falta lograr la integración de diversos pueblos y culturas. Las instituciones republicanas no se han consolidado. Todo está aún pendiente. Muchas veces aparece la tentación de idealizar ciertas "edades de oro", como los imperios precolombinos, la sociedad colonial, la época de las revoluciones de la independencia, o los fugaces ciclos de prosperidad posteriores. Si tratamos de ver las cosas como son, encontraremos que toda nuestra historia está llena de experiencias significativas, pero ninguna era anterior podría servir de modelo para el futuro.

Una historia enajenada

   En América, las poblaciones autóctonas no sólo fueron diezmadas, sino que además fueron desintegradas las culturas originales. Se trata de un fenómeno cualitativamente distinto al de otras áreas del Tercer Mundo, como la India o China, donde la dominación europea se superpuso a unas sociedades que mantuvieron sus estructuras culturales, y han emergido del colonialismo con sus tradiciones, su religión, sus lenguas, etc. En el caso latinoamericano, lo característico es que toda sociedad preexistente fue arrasada.

   En los siglos coloniales se configuraron las sociedades latinoamericanas con una estratificación peculiar, que ha sido llamada de "castas raciales", donde el color de la piel marcaba con bastante precisión las jerarquías sociales: primero el blanco europeo, después el criollo algo más moreno, y los diversos tipos de mestizo, hasta los últimos escalones de negros e indios. La relativa homogeneidad impuesta por la dominación hispánica, hizo que la generación de 1810, principalmente San Martín y Bolívar, concibieran la revolución de la independencia a escala continental, como un proceso único. La culminación natural debía ser una federación de repúblicas, lo cual no parecía en aquel momento demasiado utópico, al punto que se llegó a reunir en 1826 el Congreso de Panamá con ese objetivo. Aunque el proyecto estaba trabajado, ya desde los inicios de la revolución, por tendencias contrarias que lo frustraron.

La revolución de la independencia no tuvo la culminación esperada por la debilidad de las burguesías criollas que la condujeron, por las contradicciones que no pudieron resolver para crear un nuevo orden social. Las masas populares, que se sumaron a las guerras de la independencia en pos de sus reivindicaciones, resultaron defraudadas. La expansión del capitalismo europeo terminó imponiendo un modelo de desarrollo extravertido que explica el origen de los actuales países latinoamericanos, donde cada país surgió alrededor de un puerto comercial que hacía la intermediación con Europa. Las nuevas repúblicas se dividieron y subdividieron, se organizaron dándose la espalda unas a otras, mirando hacia afuera, hacia el nuevo orden económico internacional al que se subordinaban.

  Esta nueva fase de penetración europea que sucedió a las revoluciones de la independencia, en la que éstas desembocan como una frustración, fue otra vuelta de tuerca en la europeización de América Latina. Paradójicamente, las luchas por la independencia terminan ligándonos más a Europa. Se habían eliminado los eslabones parasitarios que eran España y Portugal, y se establecía una nueva relación de dependencia. Lo que quisiera remarcar es que se trata de un fenómeno común a todo el continente, y que en todos nuestros países hay un proceso de introducción de modelos políticos, educativos, culturales, que acompañan y refuerzan los mecanismos de la dependencia económica.

Pero además, en Argentina tenemos un proceso de europeización de particular intensidad a través de la inmigración El impacto de la inmigración en este país es un caso único en el mundo, como lo muestran los datos comparativos que cita Torcuato Di Tella (1985).

  Si bien a partir del siglo XIX aparece este fenómeno con características universales, por las grandes migraciones europeas hacia los llamados "espacios vacíos" de Sudamérica, Estados Unidos, Canadá y los dominios británicos de Oceanía, Argentina presenta rasgos muy peculiares. Porque en Australia por ejemplo, o en Canadá y Nueva Zelanda, la inmigración es tanto o más numerosa que en Argentina, pero mayoritariamente son pobladores de las islas británicas que van a ocupar dominios británicos, gente con el mismo idioma y la misma cultura, que por lo tanto no son realmente extranjeros. En Estados Unidos hay una inmigración importantísima, de italianos, polacos y otros europeos, pero los efectos son distintos: primero, la proporción de inmigrantes respecto a la población existente es menor, y además se trata ya de una potencia emergente que tiene una política nacional que favorece la asimilación de esos inmigrantes, para los cuales es un orgullo hacerse ciudadanos, e incluso la ley les obliga a hacerlo; en cambio, en Argentina ni se les exige, ni tampoco están demasiado motivados para adoptar la nacionalidad. En Uruguay se dio a fines del siglo pasado, antes que en Argentina, un fenómeno semejante, pero no fue tan persistente, lo cual explica ciertas características diferenciales del pueblo oriental.

Fíjense que en nuestro país, la inmigración que llega entre fines y principios de siglo equivale a un tercio de la población total, llega a constituir la mitad de la población de las ciudades más importantes, y si tomamos en cuenta el sector de varones adultos −la parte más activa, más influyente de la sociedad, sobre todo en aquella época− la proporción es aún superior. Tal impacto llegó a ser considerado un peligro en determinado momento por la oligarquía, que reaccionó a través del nacionalismo de derecha contra aquellos obreros politizados que traían aquí las ideas del socialismo y el anarquismo europeo. Hubo pues una inmigración contestataria, que buscó ligarse con los obreros y peones criollos; basta con repasar la historia de lucha de los anarquistas, que hicieron esfuerzos notables para sindicalizar y unir en sus federaciones a los obreros inmigrantes y criollos. Sin embargo, de este proceso de la inmigración surge una clase media en gran medida influida por la mentalidad colonial, que consolida los antiguos prejuicios raciales que venían de la época de la colonia.

   Esa clase media fue moldeada, además, en el sistema educativo europeizante que impuso la generación del 80, y ello vino a reforzar la ilusión de nuestra europeidad; de que éramos una especie de Australia o Canadá, hechos a imagen y semejanza, como una prolongación de Europa. Esta es nuestra peculiaridad dentro de América Latina, el grado de importancia de la inmigración y la gravitación que adquieren en la sociedad argentina estas clases medias que surgen del proceso inmigratorio. No existió nada parecido en México, ni en Venezuela, ni en Perú, aunque se dio algo semejante, en menor escala, en el sur de Brasil, en Chile, en Uruguay. Los argentinos hemos creído ser el país más europeo de América Latina, como nos dicen los viajeros del Viejo Mundo que visitan Buenos Aires. De ahí nuestro problema de identidad que, sin ser una excepción en Latinoamérica, se agrava por ese factor de creernos "menos latinoamericanos".

  Observen ustedes la típica ambigüedad de la oligarquía argentina, siempre oscilante entre el criollismo y el europeísmo, que tuvo su nacionalismo de derecha, como el de Manuel Carlés, para perseguir obreros anarquistas extranjeros y echarlos del país con la ley de residencia, y tuvo otra ala liberal que encontró la forma de justificar perfectamente nuestra condición semicolonial como "la perla más brillante de la corona británica", la colonia que se administraba sola. Esta ambigüedad política de nuestra oligarquía es una obra maestra de cinismo, pero fíjense hasta qué punto refleja esta identidad contradictoria de los argentinos. Cuando venía un viajero de Europa −basta leer las memorias de Victoria Ocampo− lo llevaban a la estancia, le hacían comer asado, le sacaban la foto con sombrero gaucho, y después volvían a sus palacetes europeos del Barrio Norte.

  Recuerdo una experiencia, que algunos habrán tenido también al conocer París; caminando por el centro de la ciudad, entre esos edificios tan característicos con techos de pizarra negra, tenía la sensación de un paisaje conocido, de haber estado antes allí, hasta que me di cuenta que yo había vivido en otra ciudad, Buenos Aires, que era copia de París, y ahora estaba viendo el original. Lástima que en Buenos Aires nunca nieva, para ver cómo se desliza la nieve por esos tejados inclinados que todavía están ahí, como testigos de una época.

La búsqueda de identidad

   El gran fenómeno originario y persistente en Latinoamérica es el mestizaje: mezcla de españoles (castellanos, andaluces, vascos, etc.) con indios (cientos de etnias, más de un centenar de familias lingüísticas independientes), con negros africanos (también de variadas procedencias étnicas), de todos ellos entre sí, en diversos cruces, y luego, en los siglos subsiguientes, la mezcla con europeos de todas partes… Claro que hay que distinguir el plano del mestizaje racial del mestizaje cultural; en el plano cultural hay una fuerte imposición de lo europeo, una dominación excluyente que se traduce en la aculturación, la europeización de indígenas y mestizos.

   Hasta los indómitos araucanos que describió Mansilla, por ejemplo, hombres de a caballo, vaqueros, consumidores de azúcar, alcohol y tabaco, ya no eran por cierto aquellos araucanos precolombinos, agricultores de los valles andinos. La civilización que trajo la conquista había absorbido o transformado las culturas anteriores, lo cual para algunos pueblos como éstos no significó precisamente un progreso. Cito este ejemplo para enfatizar que aún los indígenas racialmente puros que hoy puedan quedar, ya no podrían serlo culturalmente, tan fuerte ha sido la incidencia de la cultura occidental.

   Pero una cosa es ser "europeizado" y otra ser europeo. Esto, que pareciera tan obvio, creo importante subrayarlo: no somos europeos. Vivimos una cultura europeizada, que no es lo mismo; una situación cultural cuya latente hibridez no nos proporciona una identidad definida.

   Hay alguien que ha expresado admirablemente el malestar que implica nuestra confusión de identidad, y es Jorge Luis Borges, cuando dijo que los argentinos éramos "europeos exiliados". Más allá de la metáfora, es la confesión lisa y llana de la mentalidad colonial: la idea de que nuestra verdadera patria es otra, y por lo tanto el desprecio o autodesprecio por esta tierra y sus "nativos". ¿No es ése el mal del desarraigo que corroe nuestra sociedad desde siempre? ¿No es la razón última de nuestra insolidaridad social, de cierta actitud predatoria contra la naturaleza y la gente, propia del colonizador que explota un medio ajeno y hostil?

   No, no somos europeos, aunque muchos carguen esa conciencia desdichada, y aunque nos cuesta saber aué somos en realidad. Me motiva a reflexionar sobre, este problema de identidad haber experimentado el exilio, haber vivido en Europa años de extrañamiento, junto a numerosos argentinos, uruguayos y chilenos, en un mundo en el que, pese a lo que diga Borges, éramos irremediablemente extranjeros. Este es uno de los temas que abordábamos en las páginas de la revista Testimonio Latinoamericano. Nos preguntábamos quiénes éramos, sin tener una respuesta suficiente. Vivíamos el dilema de ser fieles a un modo de ser propio o adaptarnos a una sociedad diferente, y nos interrogábamos sobre el sentido de lo uno y lo otro. Particularmente en España, inmersos en nuestra cultura materna, por así decir, observábamos el proceso de la democracia posfranquista y el reencuentro de los españoles con Europa, que para ellos era tan natural, y para nosotros en cambio tan conflictivo. Por otra parte, era una experiencia bastante inquietante ir descubriendo que nuestros elementos culturales supuestamente argentinos o autóctonos eran europeos, desde el truco o el "che" valencianos hasta la ropa gaucha, o la pava del mate que resulta que es inglesa... Incluso nuestras categorías de pensamiento eran las de la racionalidad europea, y sin embargo, éramos irreductiblemente otros.

Teníamos otro sentido del tiempo y del espacio, un espíritu gregario y festivo, algo que allá chocaba como imprudencia. Nuestro equipaje cultural era europeo, pero algo en nosotros era diferente. Algo que no sabíamos bien qué era, porque no teníamos las palabras, el lenguaje para expresarlo y reconocernos a nosotros mismos.

   Estas preocupaciones tienen un antecedente muy interesante en Scalabrini Ortiz, en su clásico El hombre que está solo y espera, que es una indagación sobre la identidad del porteño, del hijo de inmigrantes, y por extensión de los argentinos: y también es, sin proponérselo, una notable aproximación a lo que hemos llamado nuestra latinoamericanidad, que él designa como "espíritu de la tierra". En páginas notables, Scalabrini señala la falta de correspondencia entre las instituciones europeas que rigen formalmente la sociedad y la experiencia cotidiana, un profundo desajuste entre el orden jurídico y la vida. Recordemos una de sus anécdotas. Almorzando con un gerente de banco, éste le dice: "El que en caso de apuro no clava a un banco, es un otario"; era su espontánea sinceridad porteña. Días más tarde, Scalabrini le pide referencias de un cliente, y el gerente dice: "Es un sinvergüenza. Lo clavó al banco"; ésa era su conclusión profesional, su respuesta como hombre de la institución.

Íntimamente descreído de las convenciones de la cultura europea, de las solemnidades legales y las jerarquías consagradas, el hombre que describe Scalabrini sólo aprecia de verdad ciertas cualidades de la condición humana. Su lenguaje otorga otro sentido a las palabras del castellano, cuestionando la lógica de la cual provienen: "dos y dos pueden no ser cuatro..." Su moral no coincide con la del código penal ni se compadece con las virtudes teologales. Más bien se reconoce en la elementalidad de las letras de tango. No se deja seducir por las grandes divisas, las esencias ni las abstracciones. Sólo se conmueve por la humanidad individual y concreta.

   En las contradicciones de este individuo, Scalabrini avizora "la semilla de una cultura" que puja por surgir "entre los escombros del pasado". Otra idea que recorre su libro es la del "espíritu de la tierra", un gigantesco organismo del que formamos parte sin que sepamos a dónde va y qué quiere, un ser al que sólo la muchedumbre se parece, cuya conciencia es inaccesible para nuestra inteligencia, pero a la que estamos unidos por una cuerda emocional. Volveremos sobre esto.

La parte oscura del continente

   Scalabrini no habla de América Latina, ni siquiera se refiere a la Argentina; se circunscribe a un arquetípico porteño de Corrientes y Esmeralda, en el que sin embargo aparece reflejado el hombre latinoamericano. Es que la generación de Scalabrini se formó en el "fervor de Buenos Aires" que diría Borges, y en esta ciudad hay una tradición que ha ignorado empeñosamente al enorme continente situado a sus espaldas. Esa visión de una "argentinidad" limitada es característica en la literatura porteña. Una concepción muy propia de nuestra oligarquía y su clientela, se abroquela en la europeidad rioplatense, especie de fortín atrincherado contra los malones de indios, "cabecitas negras" y otras malas yerbas como paraguayos, "bolitas", etc.

   Pues bien: ese bastión ha caído, según algunos testigos. Jorge Rulli, contestando un reportaje en Unidos (1985), explicaba la impresión que le había causado Buenos Aires al volver después de años de exilio: "una ciudad oscura, llena de rostros cobrizos, una ciudad sucia, asiática" y conjeturaba encontrar al país "mucho más americanizado". Esto me hace acordar la descripción del 17 de octubre que hacía Scalabrini Ortiz, aquella frase sobre "el sustrato de la patria sublevado". Hay quien me ha contado su asombro por un espectáculo semejante en aquel acto peronista de fin de octubre de 1983 en el obelisco... Yo no estuve allí entonces, pero tuve la misma impresión al volver a Buenos Aires hace un par de años, y creo que, más allá de estas vivencias, hay datos objetivos que abonan la presunción de que esta ciudad se está "latinoamericanizando" racialmente. Pensemos que hace cincuenta años cesó la inmigración europea masiva, que la fertilidad de las poblaciones criollas es mayor, pensemos en las corrientes migratorias desde el interior y los países vecinos. ¿Han visto cómo ha cambiado la Avenida de Mayo? En los cafés ya no quedan mozos gallegos, hoy son "cabecitas".

   Argentina está cada vez más lejos de Europa, y cada vez más cerca de América. Crece también paralelamente la conciencia de nuestra situación latinoamericana, y se advierte un nuevo interés por la problemática indígena. En Buenos Aires han aparecido cantidad de centros culturales y sociedades indigenistas, y el periodismo, desde las revistas "subte" de la época del Proceso hasta las publicaciones de crítica actuales, han redescubierto el tema.

   A propósito del indigenismo o indianismo, creo que la reivindicación de los pueblos aborígenes tienen un significado trascendente, aunque resultaría engañoso reducir la cuestión latinoamericana a esa perspectiva. El rescate de las culturas amerindias puede ser una fuente inapreciable, pero no nos dará una respuesta integral a los desafíos del futuro. Nos ayudará a reconocer una vertiente fundamental de nuestra identidad, pero no nos dirá toda la verdad a las generaciones actuales que provenimos del mestizaje.

   Más que el remoto legado indiano, estos rostros morenos que pueblan la capital, este torrente oscuro, más ostensiblemente mestizo, nos trae un cuestionamiento a la ilusión de nuestra europeidad. Hacen más visible la ambigüedad en la que vivimos, portadores de una cultura europea que no nos va bien, que nunca encaja del todo, que nos "chinga" como la ropa de otro.

  Las intuiciones de Scalabrini tienen una cierta continuidad con las reflexiones de Rodolfo Kusch, otro porteño descendiente de inmigrantes, cuya búsqueda americanista arranca del puerto, por así decir, para internarse en el "continente mestizo". La vasta obra de Kusch, profundamente heterodoxa, requiere un esfuerzo de lectura que nos recompensa con hallazgos fascinantes. Para él, la ciudad condensa lo ficticio de nuestra civilización, "copia infiel de su original europeo", la legalidad impuesta, desconectada de la tierra. A la acción transformadora europea, a la inteligibilidad del orden ciudadano, se opone una realidad autóctona de "naturaleza demoníaca", de vitalidad vegetal, resistente a la técnica. Pero entre los extremos, entre el conquistador o el "gringo industrioso" y el indio relegado en una profunda pereza fatalista, el protagonista central en América es el mestizo, condenado a la ambivalencia entre la ciudad y la tierra.

   El mestizo es el puente entre esos opuestos, pero no se produce una integración, sino sólo un adosamiento. Según Kusch (1963), "el mestizo adopta el formalismo de la ciudad, su civilización verbal, pero se conduce vitalmente según su autoctonía heredada a medias... atrapado siempre por el fondo irracional del continente". La capacidad de acción lógica y práctica, dirigida a resultados previamente definidos, que es típica del europeo, sufre en la realidad americana una honda perturbación. Es que lo que en Europa se impuso pasivamente por una ley de evolución alterna, señala Kusch, aquí se pretende llevar adelante por imperio de la voluntad. Pero además, el mestizo americano tiene una mentalidad escindida entre la cultura europea y el demonismo telúrico, lo cual nubla su hacer positivo con una oscura carga inconciente. La realidad de los hechos adquiere un significado diverso al establecido. A través de la emoción, la imaginación y la exageración ritual, el americano apunta no a la realización concreta, sino a la irrealidad de una plenitud posible. Hay aquí una coincidencia con Scalabrini, que veía en lo emocional (lo estético) la cuerda por donde se expresa el "espíritu de la tierra".

   América se debate, según Kusch, entre la verdad de fondo de su naturaleza bárbara y la verdad de ficción de sus ciudades; dentro de esa escisión, el hombre americano se ve compelido a creer y no creer, a hacer y no hacer simultáneamente. Kusch no postula una vía de resolución de nuestras contradicciones, pero enfatiza en la necesidad de asumir ese lado oscuro de la realidad americana, cuya negación nos impide reconocernos.

Nuestra barbarie política

   Entrando ahora en el tema de nuestra cultura política, resulta evidente que la institucionalidad republicana, nuestras constituciones liberales, son parte de esa formalidad europea implantada en Latinoamérica, que han funcionado tradicionalmente de una manera ficticia, apoyadas en el fraude o la corrupción, entrecortadas por dictaduras militares y "estados de sitio", etc. No creo que haya ningún modelo mejor, y en todo caso lo que necesitamos es profundizar una verdadera democracia política. Pero reconozcamos que nuestro liberalismo oligárquico fue históricamente un engendro fraudulento: el liberalismo democrático europeo, emergido en el Viejo Mundo por ley de su desarrollo propio, aquí fue impuesto y desvirtuado por la fuerza de otra realidad.

   Es una constante que los significados se trastoquen al trasladarse desde Europa a nuestro continente. Ser de izquierda o derecha, nacionalista o internacionalista, socialdemócrata o socialcristiano, son categorías que no significan lo mismo de uno u otro lado del Atlántico, que a menudo se invierten en esa travesía. El nacionalismo de ellos es imperialista, el nuestro antiimperialista. En Europa el marxismo arraigó en la clase obrera, entre nosotros es cosa de intelectuales y estudiantes.

   Pese a ser el país más europeizado de Latinoamérica, o tal vez por eso mismo, la cultura política argentina ha sido traumatizada por una fuente inagotable de equívocos que provienen de sus orígenes, pero que se precipitan especialmente a partir de 1945, con el advenimiento del peronismo. Cuando el progresismo liberal y de izquierda coincidió con los aliados de la Segunda Guerra Mundial, o sea virtualmente con el imperialismo, y el nacionalismo militar coincidió con la nueva clase obrera industrial, toda coherencia lógica de nuestra cultura política anterior terminó de hacer crisis. El peronismo fue un gran mestizaje ideológico, como lo fueron todos los grandes movimientos populares latinoamericanos —la Revolución Mexicana, el aprismo, el trabalhismo varguista— que daban respuesta a diversas situaciones nacionales en flagrante heterodoxia respecto a los modelos europeos.

Habría que aclarar que lo característico de América Latina no es el mestizaje en sí, ya que este es un rasgo común a todos los pueblos y culturas del mundo, donde no hay nada puro. Lo característico es nuestro peculiar mestizaje, que por un lado es cruce de realidades muy distantes o discrepantes, y por otro lado es la superposición forzosa de la "cultura occidental"; pero de tal manera que esta soberanía europea resulta ficticia, equívoca: así como el culto a los ídolos precolombinos escondidos debajo de los altares católicos, hay muchas cosas innombrables que se disimulan tras un ropaje europeo. Las apariencias ideológicas resultan engañosas porque nos vemos forzados a utilizar lenguajes o símbolos impropios, y vamos creando dificultosamente nuestras propias formas de expresión. Los grandes dilemas políticos del 45 quedaron encubiertos tras las consignas de la propaganda de guerra entre los aliados y el Eje; lo cual impidió a los partidos tradicionales comprender al peronismo, pero también fue un recurrente factor de confusión en el mismo seno del peronismo.

   Creo que el peronismo, más allá incluso de sus propias racionalizaciones doctrinarias, y en forma muy semejante a otros "populismos" que mencionamos, es un típico producto latinoamericano, algo que sólo podía ocurrir aquí, y que expresa mucho de esta latinoamericanidad que estamos indagando. Con todo lo que ello significa de positivo y negativo, de luminoso y tenebroso, contradictorio, pero también enormemente vital.

   El peronismo tuvo dos polos originarios, el líder y la masa, alrededor de los cuales se articuló todo lo demás, de manera más bien adjetiva. Y bien, tanto en la personalidad de Perón −descendiente de europeos por la rama paterna, y de indios o criollos por la rama materna− como en la configuración de las muchedumbres que lo siguieron, se proyectan nítidamente los rasgos del pueblo mestizo latinoamericano, que Kusch caracteriza cuando dice que el mestizo "adopta el formalismo de la ciudad" pero se conduce respondiendo a otras pulsiones

   Kusch, que por supuesto era peronista, menciona alguna que otra vez este movimiento en su obra. Una de esas veces, en el párrafo que destacamos al comienzo: "El peronismo es en el fondo una anti-doctrina, porque no dice claramente qué hay que hacer, ya que es el planteo de un nuevo estilo de estar...". Sería necesario explicar, aunque sea brevemente, las nociones filosóficas que Kusch maneja sobre el ser, la característica activa y transformadora del europeo; el estar propio del indio, que se define pasivamente ante la naturaleza; y otra forma que correspondería al mestizo, la del estar-siendo, o estar para ser, que implica una actitud de situarnos, abierta a la propuesta de llegar a ser en sentido genuino, distinto al de la cultura impuesta. Kusch encuentra en el peronismo los elementos de tal replanteo. "No se entiende el peronismo si no es a partir de un pueblo que propone, a través de él, un estilo de vida o de estar". Pero Kusch advierte, como una contradicción interna, que la incorporación de la clase media al movimiento produce una burocratización de aquella propuesta, mediante "la afirmación científica, las ideas externas e importadas en economía y en sociología" que lo "colonizan" nuevamente.

   Revisando la experiencia del peronismo en relación a las categorías de Kusch, uno diría que las realizaciones del peronismo, su obra de gobierno, la relativa "revolución industrial" que impulsó, tienen el sello europeo de una voluntad transformadora, dispuesta a violentar el mundo, una racionalidad claramente "occidental”. Pero el significado profundo de esa experiencia, aquello a lo que apuntaban los rituales imponentes y festivos, el espíritu con el que era vivido por el pueblo, se parecen más al estar americano, a un modo de disfrutar lo dado en armonía con el medio. Perón, por un lado se rodeó de técnicos para construir la obra material de la "Nueva Argentina" y por otro lado, personalmente, como gran dador de sentido, presidía las fiestas de su pueblo, la fiesta del trabajo y las múltiples celebraciones de la plaza y los estadios.

   Uno de los reproches que se hacen al peronismo es haber repartido y disfrutado lo que debía haberse acumulado para potenciar el futuro; es el tema de un libro reciente de Félix Luna, que se titula precisamente La Argentina era una fiesta (1984); lo cual creo que es una crítica injusta, aunque podemos admitir que tiene algo de cierto. Es un reproche parecido al que, desde un enfoque opuesto y con mayor fundamento, se hace a las oligarquías latinoamericanas, por haber dilapidado sus fortunas en el lujo en vez de invertirlas productivamente. Se trata de algo bastante parecido a lo que ocurrió en toda América Latina desde la crisis del petróleo hasta 1981, una época de excepcional oferta de créditos internacionales que se derrocharon y nos llevaron al superendeudamiento externo. ¿No es ésta una actitud "festiva" típicamente nuestra? ¿No es la misma filosofía lúdica que exaltan tantas letras de tango, la de "quien me quita lo bailado", del tipo que se juega todo al presente cuando le toca la suerte?

   Kusch hace otra aguda observación: la doctrina peronista no dice "qué hay que hacer" en el sentido racionalista europeo. Es lo que oímos muchas veces sobre la falta de precisión de las tres banderas o de las veinte verdades. Perón invoca dos objetivos centrales: la grandeza de la Nación y la felicidad del pueblo. Pero ¿cómo? ¿Cuál es el método, el mecanismo? es la pregunta racional. La doctrina no lo dice. El marxismo europeo, que prometió al hombre "el reino de la libertad", es ante todo un método para interpretar la historia. El leninismo produjo una elaborada teoría sobre los procedimientos de la revolución. Perón no dice "cómo", pero promete al pueblo nada menos que la felicidad!

El contenido imaginable

   Llegamos entonces a la tercera cita, la del peruano Scorza (1983), quien afirma que en Europa el Estado ha cerrado lo imaginario, haciendo realidad la profecía de Hegel sobre la muerte del arte en proporción al afianzamiento del Estado. "Es imposible imaginar que escriba Don Quijote −comenta irónicamente Scorza− un hombre que tiene que ponerse cinturón de seguridad en el coche para ir a buscar el pan a la otra esquina y es delito si no lo hace. En América Latina, si yo decido ser ingeniero consigo un título falso y lo soy, y me voy a otro lugar y soy agrónomo, y puedo tener veinte profesiones, siete matrimonios y lo que quiera". Esa prodigiosa, esperpéntica realidad latinoamericana hace posible todo, abre a nuestras vidas perspectivas fabulosas. Tal es la diferencia entre la literatura latinoamericana y la europea, según Scorza; no es una diferencia de talentos, sino de posibilidad de lo imaginario.

   Creo que vale citar estas palabras de Scorza, autor de una novelística paradigmática sobre la realidad maravillosa de Latinoamérica. Quizás esa literatura es la expresión más reveladora de nuestra latinoamericanidad, y me refiero a una constelación de escritores en la que habría que incluir a Jorge Amado, Juan Rulfo, García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Roa Bastos y otros. Esta literatura conmovió profundamente a Europa, como una oleada de vitalidad, y no puedo dejar de evocar como un símbolo aquel espíritu de fiesta con el que García Márquez asombró y desbarató la solemnidad europea, cuando se apareció en Estocolmo con un enorme cortejo danzante y multicolor a recibir su Premio Nóbel…

   Hay otra observación sugerente que agregaba Scorza y que, relacionándola con la visión de Kusch, podríamos decir que denuncia el divorcio entre la racionalidad del Estado y nuestra vitalidad emocional: "La gran tragedia de la política −dice− es que la han hecho hombres que no supieron fundir en la acción la poesía y el amor, porque cuando llegaron al poder eran viejos. El mundo ha estado gobernado por viejos que habían perdido el sentido del erotismo". Vale la pena reflexionar, desde este ángulo, sobre la influencia deshumanizante que impone a la sociedad la esfera de lo estatal, y cómo el erotismo, en tanto factor primordial de la vida, resulta excluido de esa legalidad alienada que nos rige. Y lo fundamental es esa fiesta de vivir que dice Scorza, porque "la verdadera revolución es la felicidad".

   Intentemos resumir ahora una conclusión, a partir de los materiales que hemos ido desgranando. América Latina es un continente en ciernes, una promesa, algo que no está terminado de hacer. Una imagen obvia, pero certera, para definirla, es la de la juventud. No la idealicemos: la juventud está llena de errores, de taras e insuficiencias. Es la etapa en que nos cuesta independizarnos de las tutorías materiales y espirituales de nuestro progenitores. Es una época en la que es problemático prever, en la que preferimos disfrutar antes que acumular. Podemos cometer tremendos extravíos, y caer en la tentación de despilfarrar nuestro patrimonio. Pero estamos a tiempo de cambiar, podemos elegir, tenemos un futuro disponible. Disponemos de enormes energías para imaginarlo y emprenderlo.

La latinoamericanidad es esto que estamos siendo aquí, con todo nuestro desconcierto a veces, y con toda nuestra vitalidad. Pero es sobre todo un espacio abierto a la imaginación, una identidad inacabada en la que caben todos nuestros sueños, un ser virtual que nos otorga la libertad de elegirnos, más allá de lo que han querido hacer de nosotros hasta ahora.

   La latinoamericanidad es también un proyecto colectivo, una utopía si se quiere, en el buen sentido del término; la conciencia de una necesidad de reintegración continental, la base para nuestros otros proyectos de cada país, la condición de nuestro progreso, el principio y el fin de las soluciones políticas y sociales de fondo. Tenemos que abolir las fronteras para comunicarnos, tenemos que volver a darnos los rostros y no las espaldas entre nuestros países, a mirarnos, a aprender unos de otros, lo que por cierto nos ahorraría tantos malos pasos pudiendo aprovechar la experiencia próxima de los pueblos vecinos.

 

   Pero todo esto es más y es menos que un proyecto político. Lo que quisiera proponer o sugerir como conclusión es una revolución copernicana en nuestras cabezas, para empezar a asumir ya nuestra latinoamericanidad, nuestra identidad continental, empezar a entender lo que estamos siendo, que es el único camino hacia nuestra plenitud humana. Tenemos que aceptarnos como somos, lo que implica admitir también lo que no somos, con nuestras inmensas carencias, con la "indigencia" de que hablaba Kusch, buscando la síntesis que realizaremos en la hora de la madurez. Una síntesis que reconcilie el lado oscuro, primigenio de nuestra existencia −el fondo bárbaro o demoníaco que diría Kusch, la emocionalidad que conecta con el "espíritu de la tierra" de Scalabrini− con la cultura occidental y universal en la que debemos dejar de ser un territorio periférico, una anomalía esperpéntica o una parodia, para enriquecerla desde nuestra originalidad. Quizás esto contribuya a hacer más notable el mundo, sin renunciar por eso a la fiesta de la vida. Porque, como quería Perón y lo dijo tan bien Scorza, tal vez la verdadera revolución es la felicidad.

 

Fuentes

R. Scalabrini Ortiz, El hombre que está solo y espera , Buenos Aires, Gleizer, 1931.

R. Kusch, La negación en el pensamiento popular , Buenos Aires, Cimarrón, 1975.

R. Kusch, La seducción de la barbarie  (lª ed. 1953), Buenos Aires, Fundación Ross, 1983.

M. Scorza, declaraciones a El País , Madrid, 23 de febrero de 1983, en Testimonio Latinoamericano N° 21/22, Barcelona, ​​diciembre de 1983.

R. Konetzke, América Latina II. La época colonial , Madrid, Siglo XXI, 1978.

TS Di Tella, Sociología de los procesos políticos , Buenos Aires, GEL, 1986.

J. Rulli, entrevista por Mona Moncalvillo, Unidos N° 9, abril 1986.

F. Luna, Perón y su tiempo I. La Argentina era una fiesta , Buenos Aires, Sudamericana, 1984.

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¿Quiénes y cuándo decidirán ocupar las islas?

publicado en revista Veintitrés , Buenos Aires, 27 de marzo de 2000.

Contra lo que mucha gente supone, la ocupación de las Islas Malvinas no fue una decisión repentina ni arbitraria del ex general Galtieri, sino un operativo "institucional", planeado por la Marina y resuelto en forma orgánica por los órganos de poder del Proceso.

La resolución fue tomada antes de que Galtieri asumiera como presidente, y la ejecución se previó para el 14 de diciembre de 1981. En la trastienda del régimen, numerosos militares y civiles estaban informados del plan, y tanto es así que algunos datos concretos del mismo llegaron a circular por Europa con bastante antelación. Veamos las evidencias del caso.

  

            En 1981, la decadencia de aquella ominosa dictadura era notoria. Eliminada la "amenaza subversiva", su justificación estaba agotada. La creciente oposición gremial y popular empujó a los militares a una retirada en desorden, salvo que algún hecho nuevo les diera oxígeno. La búsqueda de consenso para una "salida política" alentaba asiduos encuentros de los mandos del Ejército y la Marina con círculos civiles. Cada arma hacia su juego, y el almirante Massera tejía sus propias redes.

            Algunos operadores allegados a la Marina contactaron al doctor Adolfo Silenzi de Stagni, un prestigioso abogado nacionalista que había estudiado la importancia del petróleo en la cuestión de las Malvinas. Dado el gran potencial petrolífero de la cuenca del mar austral en la que se sitúan las islas, Silenzi de Stagni estaba convencido de que Gran Bretaña nunca las devolvería por medios pacíficos, y tuvo conocimiento de que los marinos habían elaborado un plan para ocuparlas por la fuerza. Según revelaron después las investigaciones periodísticas, ese plan, que contemplaba varias alternativas tácticas, había sido encomendado por Massera en 1977 a Jorge Isaac Anaya, quien desde 1979 era comandante en jefe de la Armada e impulsaba resueltamente su ejecución.

            Silenzi preparó un libro tendiente a justificar ese paso, en base a los materiales que había recopilado durante años, recapitulando las negociaciones bilaterales desarrolladas desde 1965 en virtud de la resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas que propugnó la descolonización. A pesar de la persistente intransigencia inglesa en cuanto a la soberanía, al conocerse los estudios geológicos realizados por un equipo de investigadores  - el llamado Informe Griffiths- , la perspectiva de extraer hidrocarburos de la cuenca marina indujo al Foreign Office a partir de 1976 a proponer que la disputa se transformara en un factor de "cooperacion economica" entre Argentina y el Reino Unido. La idea era conceder conjuntamente áreas de explotación a las compañías multinacionales, lo cual contaba con el decidido apoyo del ministro Alfredo Martínez de Hoz, ostensible en sus reiterados viajes a Londres.

            El libro se llamó Las Malvinas y el petróleo, y fue incluido en la colección Geopolítica que dirigió Julio A. Oliva para El Cid Editor. En el prólogo, fechado el 3 de diciembre de 1981, no obstante sus prevenciones por la carencia de consenso de la dictadura, Silenzi de Stagni instaba "a los integrantes de la Junta Militar a que asuman la responsabilidad histórica de ocupar las Malvinas", lo cual les granjearía el aplauso de los argentinos por encima de cualquier ideología. Sin embargo, sospechando que iban a replantearse las maniobras que impulsara antes Martínez de Hoz, Silenzi advertía que "esta recuperación, que considero como un hecho inexorable" no debería culminar con un acuerdo a espaldas del pueblo, "ofreciendo luego en trueque la explotación en común de la gigantesca riqueza existente en el mar austral".    

            El editor del libro era un colaborador del masserismo, Eduardo Varela Cid. Este inescrupuloso negociante con ambiciones políticas, que publicó después otro libro del propio Massera y en el período menemista llegaría a ser diputado nacional, estaba bien informado sobre el operativo y preveía lanzar la obra en Buenos Aires para que coincidiera con la ocupación de las islas .

            Varela Cid tenía un socio español y una filial de su editorial en Barcelona, ​​​​por lo cual viajó a esa ciudad a mediados de noviembre de 1981. En tal ocasión, conversando con el autor de esta nota y otros exiliados argentinos sobre la situación del país, explicó su intención de publicar el libro de Silenzi y aseguró que la invasión de las Malvinas estaba fijada para el 14 de diciembre. Uno de los que conocieron la versión, el ex diputado cordobés Fausto Rodríguez, la comentó en el Diario de Mallorca y en un programa de Radio Popular que conducía en Palma de Mallorca, aunque en ese momento nadie pareció tomarla en serio.

            Recordemos que todavía desempeñaba la presidencia el general Viola, que su gestión era cuestionada desde varios sectores y, a raíz de una afección cardíaca, tuvo que delegar el cargo en forma transitoria a su ministro el general Horacio Liendo. Es curiosa la coincidencia de algunos episodios de aquellos días con sucesos recientes: desde la subsecretaría técnica del Ministerio del Interior, Domingo Felipe Cavallo (que ya en su paso por el Banco Central había perpetrado la estatización de la deuda externa privada) acababa de imponer medidas para bajar las tasas de interés y limitar la compra de dólares, que fueron tachadas de “dirigistas”, aumentaron el descontento y empujaron el cambio de gobierno.

            En los primeros días de diciembre ya se dio por cierto que Viola dejaría la presidencia y su sucesor sería el comandante en jefe del ejército, Leopoldo F. Galtieri. Tras algunas idas y venidas, la Junta Militar resolvió destituirlo el 10 de diciembre. Los mandos de la Marina siempre han desconfiado de Viola y de sus manejos políticos, que no desdeñaban incluso negociar con los comunistas soviéticos, y el almirante Anaya apoyó el recambio. ¿Qué incidencia tuvo en este episodio la cuestión Malvinas? Algunos suponen que Anaya puso el tema sobre el tapete como condición para apoyar a Galtieri. En cualquier caso, si hubiera una fecha fijada, es evidente que la inminencia del recambio en la cúpula militar obligaba a postergar la operación.

            El primer volumen del libro de Silenzi de Stagni apareció en enero de 1982, según consta en su pie de imprenta, con el sello de El Cid Editor. A esa altura ya circulaban rumores en medios periodísticos de Buenos Aires. Iglesias Rouco comenzó a mencionar el asunto en su columna de La Prensa del 17 de enero y se manejaban otras fechas para invadir Malvinas. Galtieri y sus consejeros asumieron el proyecto, en la suposición de que podrían lograr el aval de Estados Unidos. Un grosero "error de cálculo" les llevó a creer que se podía desplazar a los ingleses con el visto bueno de sus socios americanos.

            El segundo volumen de Las Malvinas y el petróleo, en el cual se historiaban las negociaciones con el Reino Unido durante el período del Proceso, aunque debía aparecer dos meses después del primero, se demoró hasta el año siguiente y lo publicó Ediciones Theoría. El autor tuvo divergencias con Varela Cid que derivaron en una demanda judicial, y además comenzó a recibir amenazas anónimas, la policía interrumpió una conferencia de prensa que había convocado en su estudio y a mediados de marzo tuvo que exiliarse en Brasil.

            En los últimos días de marzo se produjo el incidente de las islas Georgias, también proyectado desde mucho antes como “Operativo Alfa”, cuando los obreros de la empresa chatarrera de Constantino Davidoff, encargados de desguazar las instalaciones de una ballenera, izaron la bandera argentina. La Marina precipitó esa provocación, a pesar de que algunos jefes militares observaron la inconveniencia de alertar así a los ingleses. La ocupación se produjo el 2 de abril, y lo demás es historia conocida.

            Con excepción de Silenzi de Stagni, que falleció hace pocos años, otras personas mencionadas aún pueden confirmar los hechos referidos. Todavía hay varios puntos por aclarar acerca de los antecedentes del conflicto, que pertenecen ahora al dominio de la historia. Las evidencias de que existía un plan orgánico y una decisión anterior de tomar las islas permitiría evaluar mejor la génesis de la guerra y los roles de los protagonistas, aunque no absuelven a ninguno de ellos por las imprevisiones y los errores cometidos. Al contrario, añade nuevos elementos para apreciar la irresponsabilidad con que se manejó el asunto, dentro de un régimen corrupto que, fracturado por sus contradicciones internas, no pudo sino llevarlo al fracaso. 

 

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