publicado en Sistema , Revista de Ciencias Sociales, Nº 60-61, Madrid, junio 1984
1. INTRODUCCIÓN
En el momento histórico de la emancipación, América Latina, más que una ruptura, se propuso una especie de asociación con Europa. En el Dogma Socialista de la Joven Argentina, el manifiesto de la generación romántica de 1837, aquellos intelectuales rioplatenses diseñaban su propuesta «progresista» y europeísta, partiendo de una constatación fundamental: Europa es el centro de la civilización de los siglos y del progreso humanitario [1]. Por cierto, era Europa la que había conquistado y fundado en América un nuevo mundo, de Europa provenía en el siglo XIX el impulso de la revolución política, económica e ideológica, y la vida de las repúblicas emancipadas de España continuaría girando alrededor de Europa.
Sin embargo, mientras la América del Norte seguía su propio camino de expansión hasta llegar a integrarse al «centro» en una posición dominante, nuestra América meridional, «asociada» a Europa, quedaría relegada a los márgenes de «la civilización», desmembrada en países inconexos, sometida a los abusos del poder político y económico de las grandes potencias. A través de un proceso histórico signado por la persistencia de violentas contradicciones sociales y una característica inestabilidad, en casi dos siglos recorridos desde la emancipación, América Latina experimentó notables progresos y brutales regresiones, realizó en conjunto un crecimiento impresionante y desigual, efectuó incalculables aportes al desarrollo de Occidente en recursos de todo tipo, pero no logró emerger de un estado de dependencia y recurrente frustración, que no se corresponde con la potencialidad de la región ni con las expectativas de sus pueblos. La falta de integración económica o cultural, la miseria y exclusión de oportunidades que aún hoy afecta a grandes masas de población, constituyen radicales injusticias y graves problemas que siguen perturbando profundamente los cimientos de la sociedad. Una evolución política irregular, quebrada periódicamente por guerras internas, convulsiones sociales y crueles dictaduras, ha obstaculizado la consolidación de las instituciones republicanas, constantemente amenazadas o erosionadas por el autoritarismo y la corrupción. Actualmente, esa problemática de fondo se presenta agravada por las repercusiones de la recesión mundial, que se proyectan con mayor crudeza a esta área especialmente vulnerable del sistema capitalista.
En tales circunstancias, puede parecer irónica la reflexión que planteaba recientemente Celso Furtado a un público de hombres de empresa del Brasil, y, sin embargo, ella encierra un hondo significado: «Creo que o que verdadeiramente caracteriza a época atual nao é propriamente a crise generalizada −financeira, económica, institucional, administrativa− que nos aflige como povo e como individuos. O traço mais saliente destà época está no elevado grau de consciência que temos do que ocorre» [2]. Haciendo referencia a otras grandes crisis, la de los años 90 del siglo pasado y la de los 30 del presente, que marcaron indudablemente la configuración económica de nuestros países, Furtado indica cómo entonces se carecía de una percepción clara del alcance histórico de acontecimientos y decisiones trascendentales, mientras hoy, en cambio, existe un conocimiento mucho más preciso de la propia situación y del contexto externo: en definitiva, existirían las condiciones de posibilidad esenciales para que los latinoamericanos comencemos a ser realmente actores, más que espectadores, de nuestra historia.
Precisamente han sido los economistas latinoamericanos quienes han hecho una de las contribuciones más importantes para explicar nuestra peculiar inserción en el mundo contemporáneo. La revisión crítica de las teorías económicas que impulsó la CEPAL bajo la dirección de Raúl Prebisch, partiendo del esquema centro-periferia como descripción del sistema capitalista internacional [1], proporcionó la base para una reinterpretación de la historia económico-social de América Latina. En esa línea sobresalen, entre otros, los trabajos fundamentales de Furtado o Sunkel y Paz [2], explicando cómo las estructuras constitutivas de nuestro «subdesarrollo» corresponden, antes que a un retraso en el desarrollo capitalista, a un desarrollo des-centrado, deformado por la dependencia de las economías industriales dominantes.
Este cambio de perspectiva tiene, sin duda, antecedentes y puntos de contacto con otros enfoques que plantearon una nueva interpretación histórica de la realidad latinoamericana, impugnando la clásica visión eurocéntrica. Desde ángulos ideológicos diversos, a veces contrapuestos, numerosos historiadores y pensadores «heterodoxos» han realizado una tarea precursora en ese sentido [3]. Pero fueron aportes más recientes, provenientes sobre todo del campo de la sociología, los que perfilaron la llamada teoría de la dependencia, formulando la problemática de la «periferia» en términos de su contradicción básica con la dominación del capitalismo central [4].
Si sabíamos ya que las potencias del Norte constituían el eje rector del sistema occidental −el «centro de la civilización de los siglos» en términos de los liberales románticos del 37−, lo que la heterodoxia de otras generaciones intelectuales ha venido a constatar en este siglo es que la desigual «asociación» con aquellas potencias nos han deparado la peor parte: las formas de inserción dependiente, lejos de garantizar nuestro acceso a la plenitud del progreso occidental, han sometido a América Latina al círculo vicioso del subdesarrollo.
Cuando se considera, en relación a estos temas, la dinámica política del continente, se presenta reiteradamente frente a nuestros interlocutores europeos otra cuestión: la configuración «atípica», a veces desconcertante, de las formaciones políticas latinoamericanas, que se apartan invariablemente de los modelos ideológicos de Europa. Tan fuertemente vinculados como han estado siempre los estados de América Latina a la cultura política occidental, incluso tan sensibles a la influencia europea y hasta a sus modas intelectuales, resulta a primera vista sorprendente observar espectros partidarios y composiciones políticas notoriamente diferentes. El arraigo de los movimientos interclasistas y nacionalistas, frente a la debilidad de los partidos liberales o conservadores y las corrientes marxistas, entre otros aspectos, son indicadores de la diversa naturaleza de los problemas y opciones que enfrentan las sociedades latinoamericanas, a pesar de cualquier homologación superficial con el mundo de las naciones desarrolladas.
Pero no es sólo eso. De un modo a veces sutil o equívoco, las teorías, instituciones o corrientes de pensamiento adquieren diverso significado trasplantadas a nuestro medio, como si se reflejaran en un espejo deformante. Formalmente inspiradas en el patrón europeo, doctrinas e instituciones −más allá incluso de la propia conciencia de los actores individuales− expresan (u ocultan) otras realidades. Liberalismo, nacionalismo, democracia, fascismo, revolución: nuestro lenguaje es el mismo, pero designa cosas distintas. Los hechos históricos de América Latina son siempre sui generis. De ello se deriva la específica opacidad de estas sociedades en cuanto a la comprensión, diagnóstico o previsión de sus procesos políticos y económicos. Tal opacidad no consiste sino en su carácter refractario a determinados esquemas analíticos válidos para el sistema central. Los cuales, hay que decirlo, son a veces los únicos de que disponemos.
En el presente trabajo pretendemos señalar, en un esbozo muy general, la peculiar estructuración de la sociedad, el Estado y el sistema productivo en América Latina, como elementos que determinan la excentricidad de nuestra evolución histórica. El concepto de excentricidad tiene un doble sentido, a partir de la misma etimología, ya que designa lo que está fuera (ex) del centro y, por extensión, también lo extravagante o atípico, en tanto se aparta de los cánones. Nos permite, pues, dar cuenta de la ubicación periférica (dentro del sistema, pero fuera del centro) de las economías latinoamericanas respecto al capitalismo mundial, relacionándola con nuestros fenómenos socio-políticos «excéntricos» −en el sentido de irregulares respecto al modelo de los países centrales−, aludiendo a la vez a los problemas de interpretación que estos factores suscitan.
La reflexión histórica nos remite, en definitiva, al problema filosófico de nuestra inserción cultural en Occidente, asunto que en cierto modo comprende las cuestiones de orden económico y político. En efecto, el hecho de la dependencia o excentricidad abarca toda la cultura latinoamericana, en la medida que, desde nuestra lengua hasta el saber científico, somos tributarios principalmente de la cultura de matriz europea. No hay duda de que somos, en líneas generales, parte de la cultura occidental, haciendo la salvedad de que lo somos desde una posición subordinada, periférica; y esto es válido tanto en el plano económico, como en el político o el específicamente cultural, que son los tres niveles en que desarrollamos el siguiente análisis. Es importante advertir, eludiendo la limitación de cualquier explicación economicista, que los dilemas económicos, políticos o de otro orden, aparecen en nuestra historia inmersos en una cultura que tiene su «centro» en otra parte: es por eso que la toma de conciencia de las realidades y de los intereses específicamente latinoamericanos se hace más problemática. Teniendo presente este nivel de lo cultural, resulta más claramente perceptible la naturaleza compleja y profunda de nuestra dependencia.
La noción de imperialismo es empleada desde la visión marxista clásica como una categoría principalmente económica, que corresponde a un estadio de evolución del sistema capitalista, aunque también se ha hecho una aplicación extensiva de la teoría a los niveles político y cultural; puede decirse que estos enfoques se centran en los efectos de una fuerza exterior que explica la realidad interior. La perspectiva teórica de la dependencia es sutilmente diferente, sobre todo al enfocar la capacidad de interacción de las fuerzas internas. La idea de una interdependencia desigual o asimétrica, también utilizada por los cientistas sociales, enfatiza otro elemento: la relación de mutua dependencia que se crea entre las naciones del centro y la periferia, aunque la misma no tiene un sentido o magnitud equivalente [5]. Pero además, tal como entendemos aquí la noción de dependencia, resulta más comprensiva de un largo proceso histórico. La situación de América Latina tiene incluso una dimensión distinta a las áreas del Tercer Mundo donde conservan mayor vigencia otras culturas originarias. Estamos ante un fenómeno complejo, «estructural» y multiforme, que tiene hondas raíces anteriores al desarrollo capitalista, y trasciende el análisis estrictamente político o económico.
Señalemos además, concluyendo esta introducción, que la necesidad de un planteo global de la realidad latinoamericana nos obliga a efectuar cierta abstracción de los procesos de cada país, enfrentando los riesgos de toda generalización. No obstante, el cuadro de conjunto de la región tiene la virtud de permitir una mejor comprensión de la línea principal de desarrollo de cada uno de aquellos procesos particulares.
2. RAÍCES HISTÓRICAS DE LA DEPENDENCIA
América Latina, considerada en conjunto, presenta una situación intermedia entre los territorios repoblados completamente, como fue el caso de la colonización norteamericana, y el sometimiento colonial de naciones que mantuvieron su identidad sociocultural, como por ejemplo la India o los pueblos árabes. En nuestro continente, el proceso colonial se caracteriza por la destrucción inicial de las populosas civilizaciones originarias, el mestizaje racial y cultural entre indígenas e inmigrantes europeos (también con los negros africanos), y la resultante asimilación de todos en una sociedad muy estratificada, pero a la vez fuertemente ligada por la lengua, religión y costumbres que impuso la conquista.
La composición de los pueblos varía en cada región según los diversos ancestros y la incidencia de la inmigración, que ha sido también muy significativa en algunos países durante los siglos XIX y XX. Incluso subsisten «pueblos testimonio» y numerosas lenguas autóctonas [1]. Se trata, por lo demás, de fenómenos conocidos, en los que no abundaremos.
Lo que nos importa subrayar es que, por sobre la rica diversidad de los orígenes y la multitud de testimonios, pervivencias y vestigios culturales, la civilización occidental no sólo ha prevalecido en todo el continente, a través de las estructuras económicas y la tecnología en general, sino que es, por así decir, constitutiva de nuestra identidad: una parte esencial de nuestra cultura, incluyendo las categorías básicas de pensamiento, provienen de aquella matriz europea.
Los debates relativamente recientes sobre el carácter feudal o capitalista de la colonización ibérica proporcionan datos de interés respecto a los antecedentes de la dependencia latinoamericana. Paralelamente, resultan ilustrativos de lo que antes mencionábamos, al mostrar las dificultades de pensar la realidad americana dentro de categorías europeas. El problema teórico aludido es de por sí arduo, y se complica en virtud de las «consecuencias» políticas actuales que algunos ensayistas pretenden extraer.
Sergio Bagú, Rodolfo Puiggrós, Volodia Teitelboim, Milcíades Peña y otros habían ya abordado el tema, pero fueron los estudios de André G. Frank los que actualizaron la discusión, especialmente alrededor del sentido de la categoría capitalismo comercial [2]. La dificultad interpretativa radica en que la economía colonial exhibe formas de trabajo esclavo, servil y asalariado, e incluso combinaciones sui generis de éstas, a la par que diversas modalidades de asociación entre terratenientes, empresarios y comerciantes; un volumen sustancial de la producción (minería, agricultura comercial) se destina al mercado mundial de la época; el centralismo monopolista de la metrópoli se combina con las diferentes formas de apropiación del excedente por las clases propietarias locales. ¿Cuál es el «modo de producción» prevaleciente? ¿Cuál el carácter del Estado así configurado? Las respuestas de los analistas presentan todas las variantes imaginables: feudalismo, precapitalismo, capitalismo incipiente, esclavismo y otros modos de producción específicamente coloniales [3].
La caracterización de España y Portugal en esta época, desde el punto de vista de la sociedad, el Estado o la organización productiva, no hace sino complicar el cuadro, ya que atraviesan una fase de transición. Que no es tampoco la típica transición europea hacia el capitalismo industrial, pues el dinamismo de la burguesía resulta en gran medida asfixiado por las rémoras feudales, mercantilistas y absolutistas. He aquí otro factor a tener en cuenta: las propias metrópolis fundadoras de nuestro continente fueron quedando relegadas en este período respecto al centro del desarrollo capitalista [4].
Desde el punto de vista que nos interesa enfatizar, la polémica aludida es reveladora precisamente porque no puede dar una respuesta plenamente satisfactoria al problema planteado. Lo que demuestra es la originalidad de la situación colonial, irreductible al mero traslado del modelo evolutivo europeo. La comprobación más interesante es que el fenómeno de la colonización configura una dualidad esencial entre las sociedades dominantes y dominadas. El trasplante cultural (entendiendo la cultura en su acepción más amplia) no sólo no llega a ser nunca una completa «asimilación», sino que crea verdaderamente otro mundo diferente al metropolitano. Esto se proyecta poblando de equívocos la mentalidad colonial (de colonizadores y colonizados): el encomendero cree ser dueño de un feudo, el esclavismo se confunde con la «evangelización», mientras los indios rezan a sus ídolos escondidos bajo los altares cristianos, etc. Es una característica distorsión de los patrones impuestos, que sólo superficialmente se ajustan a la realidad. He aquí incluso las raíces de un persistente dualismo entre el ser y el parecer, entre lo real y lo formal en la cultura latinoamericana.
En la conciencia histórica de los pueblos del continente, la conquista y la colonización representan algo semejante a un nacimiento e infancia traumáticos: hechos de los que no pueden renegar sin negarse a sí mismos, pero que a la vez necesitan superar radicalmente, rompiendo una dependencia alienante tanto en sus aspectos materiales como espirituales.
Paradójicamente, como ya señalamos, nuestras revoluciones de la independencia, en vez de alejarnos, nos acercan a Europa. Lo que se produce es una ruptura con la Europa decadente que prevalece en España, pero los movimientos revolucionarios, inspirados desde el comienzo por las doctrinas liberales, constituyen una aproximación a la Europa burguesa (expresada por Inglaterra y Francia), con la que se iría anudando una red de múltiples vínculos comerciales, políticos e ideológicos. El hecho revolucionario consiste, según la imagen ya consagrada, en eliminar la intermediación parasitaria del monopolio español. La América portuguesa ni siquiera hace una revolución, ya que su metrópoli no pone obstáculo a los intereses del gran comercio europeo.
Estas circunstancias «excéntricas» relativizan las categorías de «progreso» que habitualmente se han aplicado al estudio de la época de la emancipación. Si el sentido progresista de nuestras luchas históricas era la independencia, hay que discernir qué partidos eran consecuentes con este objetivo. En la historiografía de Europa es natural considerar a los movimientos liberales y burgueses como progresistas, pero sus homólogos latinoamericanos no siempre lo son en aquel sentido. Algunas políticas de signo diverso, inclusive de cierto nacionalismo «conservador» (como Rosas en el Plata, o Francia en el Paraguay) expresan una resistencia al avasallamiento por los intereses europeos, intentando construir una nación verdaderamente independiente. Por su parte, el progresismo liberal, manipulado al servicio de ciertos núcleos de comerciantes y propietarios, encubrió insidiosamente el proyecto neocolonial que había de frustrar la emancipación. Su manifestación más visible fue el desmembramiento de América en repúblicas constituidas en función de los intereses del intercambio con Europa. Otro momento clave fue la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870), esa tragedia que signó el destino de Sudamérica con el aniquilamiento de la experiencia proteccionista emprendida por Paraguay, en aras del «libre comercio» [5]. La significación de estos hechos resalta considerando que casi contemporáneamente se había librado la guerra de secesión en la otra América, con un significado opuesto: la burguesía yanqui impuso su modelo proteccionista industrial contra los intereses esclavistas que sostenían el librecambio. Las provincias del Plata, por el contrario, se asociaron al Brasil esclavista para imponer el modelo liberal agroexportador. Mientras los Estados Unidos del norte consolidaban las bases de su desarrollo industrial, los países desunidos del sur seguían el derrotero excéntrico de la dependencia.
3. EL IMPERIALISMO COMO FACTOR ORIGINARIO
Las estructuras de producción capitalista surgieron en Latinoamérica de otra manera, muy distinta a sus orígenes en Europa. Haya de la Torre lo expresó con una paradoja que invertía la clásica definición de Lenin: en esta parte del mundo, el imperialismo no era la última, sino la primera fase del capitalismo [1]. Ello implica mucho más que una cuestión cronológica. La organización de la economía capitalista en nuestros países, en la segunda mitad del siglo XIX, aparece vinculada tanto a la internacionalización del capital como a una nueva forma de integración en el mercado mundial. El impulso exterior resulta determinante: todos los factores productivos deben adecuarse a la tecnología y las condiciones de oferta y demanda que provienen del centro del sistema. En tal contexto, así fueran los medios de producción de propiedad extranjera o nacional, el resultado era forzosamente la explotación de los recursos humanos y naturales en función de los intereses externos.
Ese fue el sentido «abierto» o extravertido del ciclo exportador de América Latina, que acompañó el auge industrial europeo y luego norteamericano, imponiendo a estas economías la tecnificación especializada para determinadas explotaciones primarias. Los centros industriales proveían a cambio manufacturas de toda clase, y controlaban los servicios neurálgicos para el comercio, como las finanzas y los transportes [2].
El fenómeno excede lo estrictamente económico. El Estado se estructuró en función de las perspectivas de ese proyecto, más que como expresión de la preexistente sociedad civil. No fue resultado de un proceso «de abajo hacia arriba», como en Europa o Estados Unidos, sino a la inversa [3]. De ahí una insanable falta de consenso que han padecido las instituciones políticas, desde su origen, en todos los países latinoamericanos.
Durante muchos años hemos oído exaltar los logros de aquella etapa «fundacional». En realidad, sólo algunos países experimentaron el ciclo de prosperidad, y en determinadas regiones cuya producción interesaba especialmente el mercado internacional. No pueden desconocerse los efectos de modernización que beneficiaron a las zonas productoras polarizadas por Buenos Aires, Montevideo, Santiago, San Pablo o México. Pero la contraparte fue una tremenda distorsión en perjuicio de otras zonas, un crecimiento desequilibrado que acumuló graves contradicciones sociales y consolidó el desmembramiento del continente, extravertido hacia las metrópolis y de espaldas a su interior, lo que equivale a decir de espaldas a sí mismo.
Esta deformidad en la configuración de las economías dependientes es aún hoy visible en las concentraciones urbanas desproporcionadas, la devastación de recursos naturales, la incomunicación y desintegración territorial. Pero la herencia más lamentable de aquella etapa se relaciona con los costos sociales. La ley del sistema impuso a las poblaciones trabajadoras un destino brutal como mano de obra en estancias, minas y plantaciones, donde subsistieron en gran medida relaciones laborales precapitalistas. Aquellas masas campesinas fueron posteriormente sustituidas por la tecnificación, y así gradualmente expulsadas a la marginación.
El liberalismo, que en Europa fue doctrina de la burguesía progresista contra el antiguo régimen, y en América nuestro evangelio revolucionario de la independencia, se convierte en manos de las oligarquías patricias en el estatuto de la dependencia. Con una lógica de hierro, los intentos por desarrollar las industrias nacionales resultaban arruinados o absorbidos por aquella ecuación derivada del «libre comercio»: la especialización en la producción primaria exportable, y la importación de manufacturas y capitales del centro.
Pero si el librecambio era la justificación ideológica perfecta en lo económico, más difícil resultaba en cambio compatibilizar el ideario político liberal con el «Estado fuerte» que requería tal modelo económico. El esquema de producción del capitalismo periférico tenía que ser impuesto a pueblos criollos o indígenas que por regla general opusieron una empecinada resistencia, cuando les fueron arrebatados sin compensación sus anteriores medios de vida. A la inversa de la burguesía industrial yanqui, que fue proteccionista y democratizante, las oligarquías latinoamericanas asumieron con fervor la plataforma económica del liberalismo y olvidaron el capítulo de los principios democráticos.
Las instituciones políticas se desvirtuaron en la práctica de un paradójico («excéntrico») liberalismo autoritario, donde las libertades eran monopolio de una elitista república mercantil. Los pueblos no sólo estaban marginados de ella, sino que fueron tratados como enemigos cuando osaron desafiarla. Esa fue la realidad del Porfiriato en México, de la primera República brasilera, o del proceso que culminó con el roquismo en Argentina [4].
Hay que reconocer que las definiciones republicanas en la constitución de nuestros Estados tuvieron al menos un importante valor programático, y sirvieron de fundamento a las luchas y ulteriores avances democráticos. Pero hay que señalar que la «apropiación» del liberalismo por las elites oligárquicas generó un correlativo rechazo en los movimientos populares, llevándoles a desdeñar aquellas instituciones demoliberales, desacreditadas como vía de progreso social. Ello explica la gran insurrección mexicana en la década de 1910, o los alzamientos revolucionarios del radicalismo argentino y el varguismo en Brasil; es asimismo uno de los elementos que incide en la posterior conformación del nacionalismo populista en estos países.
4. LA RESPUESTA A LA CRISIS: INDUSTRIA Y POPULISMO
El ciclo exportador liberal, que puede considerarse fundacional del capitalismo dependiente, llegó a su apogeo entre dos grandes crisis mundiales, las de 1890 y 1930. Se correspondió asimismo con el cenit del Imperio Británico y su «economía abierta», y se agotó cuando comenzaba a desplazarse el centro económico mundial hacia los Estados Unidos, más interesados en desarrollar mercados y exportar capitales que en abastecerse de materias primas. La brusca interrupción del librecambio, la caída de las exportaciones, y en general los efectos de la depresión de los años treinta, mostraron la vulnerabilidad y las consecuencias catastróficas que podía acarrear la dependencia a los países periféricos. Pero precisamente, la crisis tuvo la virtud de aflojar los lazos de la relación anterior, y llevó a una solución tan forzosa como fructífera: el proceso de industrialización sustitutiva de importaciones.
En las economías latinoamericanas más diversificadas, fue la oportunidad de emprender la integración del aparato productivo, profundizando una tendencia que había permanecido sofocada en la etapa precedente. El dinamismo del proceso estaba en la expansión del mercado interno, en la mejora del nivel de vida popular, en el crecimiento «hacia adentro». La experiencia revolucionó la concepción del Estado, al que se asignaba ahora una función reguladora de la economía, asumiendo el control de sectores estratégicos hasta entonces en manos del capital extranjero, promoviendo el desarrollo industrial y el bienestar social. Surgieron nuevos grupos dirigentes, con otra visión de la realidad. La clase obrera adquirió peso específico en la sociedad, que se modernizaba aceleradamente, en un sentido análogo a la transformación operada por la revolución industrial en los países centrales [1].
Si la presión de las grandes potencias y la vinculación de las oligarquías con los intereses metropolitanos había configurado una situación neocolonial [2], no es extraño que la lucha por este proyecto industrialista adquiera ciertas connotaciones semejantes a las de los movimientos de liberación nacional de otros pueblos periféricos. En el contexto conflictivo que produjeron las guerras mundiales, la crisis económica y la irrupción del fascismo en Europa, Latinoamérica vivió también un período de conmoción. En las décadas de los años treinta y cuarenta surgen, como protagonistas de los cambios, frentes y partidos «populistas», pluriclasistas, con fuertes liderazgos personales y amplia base de masas que se organizan sindicalmente entroncando en cada país con las luchas sociales y experiencias democráticas precedentes.
Es sugestivo observar que en tres países clave del continente, donde el proyecto modernizador alcanzó su expresión más nítida y exitosa, el programa sociopolítico y económico se sintetizaba ideológicamente en un nacionalismo populista de rasgos contradictorios, a la vez autoritarios y participativos, conservadores y revolucionarios. En México adoptó la forma de una actualización de los objetivos de la Revolución de 1910, en el marco del partido gubernamental que aglutinaba las mayorías populares y sus organizaciones corporativas; el proceso tuvo su impulso decisivo con el mandato presidencial de Lázaro Cárdenas (1934-1940). En Brasil se expresó bajo el liderazgo de Getulio Vargas, que en 1930 fue llevado al poder por un movimiento revolucionario; la experiencia del «Estado Novo» se prolongó a partir de 1945 a través de dos grandes partidos inspirados por Vargas, el social democrático y el trabalhista. En Argentina, a partir del núcleo promotor del golpe militar de 1943, Perón encabezó una convergencia de corrientes nacionalistas, radicales y del sindicalismo, que constituyeron el partido y el movimiento justicialista como base de sus gobiernos de 1946 a 1955.
Estos fenómenos políticos han sido motivo de perplejidad para los analistas, ya que es evidente su atipicidad respecto a las categorías clásicas. No se trata, por lo demás, de extravagancias (excentricidades) episódicas en países aislados, sino de movimientos que han marcado profundamente el sistema político de los estados más grandes e influyentes del continente. Es la forma «heterodoxa» que adopta la emergencia de los sectores populares, y la respuesta a los desafíos de la tardía «revolución industrial» latinoamericana.
El calificativo «populismo», pese a su carga de valoración negativa, puede contribuir a una conceptualización teórica del tema. Así, un texto de Ernesto Laclau [3], rescatando el concepto pueblo del reino de la vaguedad, lo enfoca como «uno de los dos polos de la contradicción dominante al nivel de una formación social concreta», y recuerda que la apelación a la unidad popular −por sobre las diferencias de clase− para enfrentar a un bloque de poder establecido, es la fórmula elemental del cambio social. No otra cosa es el discurso populista, que necesariamente conecta con el nacionalismo en función de la vertiente histórica común donde cada pueblo reconoce su identidad. Es verdad que variantes de este discurso pueden servir a fines distintos: Laclau habla de populismos «de las clases dominantes», como el fascismo, y «de las clases dominadas», de signo socialista. Ahora bien, el peculiar populismo latinoamericano no encuadra en tales términos, y se distingue por la permanencia de un alto grado de autonomía respecto a las clases. En nuestro punto de vista, ello corresponde a la característica fluidez e inestabilidad de la sociedad civil, sometida además en esta época a aceleradas mutaciones. Por supuesto, es visible que en el seno de aquellos movimientos pugnan tendencias diversas, hacia la profundización de los cambios y hacia su contención dentro de unos límites, todo lo cual alimenta las disímiles interpretaciones sobre su «verdadera» naturaleza.
Otro factor que merece atención al respecto es el eco del fascismo europeo en América Latina, que ejercicio cierta fascinación no sólo en grupos militares y círculos conservadores, sino hasta en los partidos liberales [4]. El dato clave es que los regímenes de Italia y Alemania en esa época proponían un modelo de dirigismo económico como alternativa al capitalismo liberal, el cual, traspuesto a la realidad de la periferia, coincidía con el proyecto industrialista. Tanto Vargas como Perón se inspiraron en determinado momento en aquella «tercera vía». En cuanto al modelo social, sin embargo, las diferencias son sustanciales, pues promovieron, como el PRI mexicano, el desarrollo de un sindicalismo de clase, muy distante del corporativismo fascista. Sus componentes autoritarios tampoco llegaron a constituir un régimen totalitario: aunque no fueran un ejemplo de pluralismo, mantuvieron las instituciones republicanas y ensancharon las posibilidades de participación popular.
Sin pretender resolver un tema tan polémico, importa aquí retener que el llamado «Estado populista» es la más significativa alternativa histórica que se planteó en Latinoamérica a partir de la crisis del sistema oligárquico tradicional; fue una etapa en la búsqueda, aún inconclusa, del camino independiente hacia el desarrollo, procurando abrir una brecha original entre los modelos clásicos del capitalismo y el socialismo.
5. LOS LÍMITES DEL PROYECTO INDUSTRIALISTA
La industrialización sustitutiva propulsó una era de prosperidad y de notables realizaciones socioeconómicas, pero no llegó a consolidar un proceso de desarrollo autocentrado. Ante todo, porque las nuevas industrias, ya fueran de propiedad nacional o extranjera, siguieron dependiendo de la tecnología avanzada de las potencias del centro, lo cual implica una creciente necesidad de renovar o adquirir equipos en el exterior, así como de importar insumos básicos. Por otra parte, la dimensión limitada de los mercados internos de cada país ponía un techo a la continuación del proceso sustitutivo, pues más allá de cierto punto no se justificaban las grandes inversiones en industrias básicas.
Estas limitaciones explican la debilidad de los empresarios latinoamericanos para constituir «burguesías nacionales» independientes, y permiten entender el ambiguo papel que desempeñaron en las oportunidades históricas abiertas por los movimientos populistas: éstos les ofrecieron el protagonismo de una revolución nacional, pero los industriales no tuvieron una real capacidad para desafiar a las oligarquías y al capital multinacional. Los avances más trascendentes fueron obra de las grandes empresas estatales, que encararon el desarrollo de las industrias petrolíferas, siderúrgicas, eléctricas, etc.
Hay que recordar además que los intereses del capitalismo central, bajo la nueva hegemonía norteamericana, ejercieron una enorme presión para desarticular los incipientes planes de integración latinoamericana, como eran los «pactos de complementación económica» impulsados en el Cono Sur por el gobierno argentino, a comienzos de la década del ‘50 [1].
Se iniciaba entonces una nueva era de expansión de las compañías transnacionales hacia la periferia, que alcanzaría su apogeo en los años sesenta. Las empresas extranjeras llevaron una segunda fase del modelo de sustitución de importaciones, haciendo inversiones en rubros estratégicos, pero introdujeron nuevos elementos de distorsión al inducir una demanda desproporcionada de bienes de consumo sofisticado y abultar el costo de la importación de tecnología, a la vez que absorbían grupos empresarios locales y desnacionalizaban el control de factores económicos decisivos [2].
La ofensiva de los intereses transnacionales bloqueó el camino del nacionalismo industrialista, y agudizó las contradicciones sociopolíticas. Hubo una reacción contra los gobiernos populistas, encubierta en México, violenta en países como Brasil y Argentina. Por otro lado, la revolución cubana y la propagación de su influencia en todo el continente condujo a una radicalización política. Las contradicciones aparecieron así cada vez más inscriptas en el marco de la confrontación mundial Este-Oeste. En ese contexto, la politización de las instituciones militares y la metodología fascista fueron instrumentadas para frenar cualquier avance de los movimientos populares, consideradas como «caldo de cultivo» de la subversión revolucionaria. Los grupos económicos asociados al capital extranjero ocuparon el Estado en el Cono Sur con el sostén de los ejércitos, ensayando la instauración de dictaduras «estables». Ello produjo una nueva elite dirigente, una remozada oligarquía, en la que los círculos tradicionales y los jefes militares se aggiornaron como gestores e intermediarios del capitalismo multinacional [3].
La dinámica del capitalismo periférico adquirió algunos perfiles expansivos con los grandes proyectos emprendidos conjuntamente por las multinacionales y las empresas estatales, pero la concentración y desnacionalización del poder económico agravaron el mecanismo de drenaje de riquezas al exterior y la distribución regresiva del ingreso.
Durante la década del ‘70, América Latina en conjunto logró todavía mantener un ritmo de crecimiento productivo superior a la media mundial. Sin embargo, un análisis atento revela que este dato encubría peligrosos desequilibrios. El aumento de las exportaciones apenas compensó el deterioro de los términos del intercambio, es decir, que la región ha tenido que producir y vender más para pagar sus importaciones. El incremento de la deuda −facilitado por una excepcional liquidez de los circuitos bancarios internacionales− llegó al límite y, por diversas vías, los países latinoamericanos arribaron a un estado de cesación de pagos [4]. Para algunas economías (Brasil) el problema es la falta de petróleo; para otras (México, Venezuela), las dificultades aparecen con la oscilación de los precios del mismo; si en Centroamérica las causas radican en estructuras exportadoras típicamente atrasadas, en el Cono Sur resulta sobre todo efecto de las políticas de apertura y «desindustrialización». Por encima de políticas erróneas, irresponsables o retrógradas, no es difícil observar que las causas de fondo están en la propia naturaleza del capitalismo periférico. Esto no supone afirmar la equivalencia entre procesos diversos: está claro que los resultados obtenidos por Brasil o México han sido notablemente superiores a la verdadera involución operada en Argentina o Chile, por ejemplo [5]. Pero más allá de estas diferencias, y aún en países de distinto nivel relativo, constatamos la radical insuficiencia de las estructuras socioeconómicas dependientes que han conducido al continente entero a la actual encrucijada.
6. LA CRISIS COMO POSIBILIDAD DE CAMBIO
La magnitud de la crisis crea otra oportunidad histórica de cambios. Ni la realidad del mundo, ni la de América Latina, ni la propia crisis, son las de 1930. Pero si es verdad, como señalaba Furtado, que hoy existe una diferencia sustancial en el conocimiento de nuestra realidad, sería posible un esfuerzo inteligente para reencauzar el sentido del desarrollo de estos países.
Los estudios y propuestas que ha actualizado el SELA (Sistema Económico Latinoamericano) para un relanzamiento económico, en medio de la recesión mundial y frente al proteccionismo de los países desarrollados, enfatizan la necesidad de una reorientación hacia la integración latinoamericana [1]. Se plantea así en una perspectiva inmediata, la posibilidad de integrar mercados, realizar una complementación de recursos y capacidades productivas, pactar una distribución de funciones para consolidar industrias estratégicas y multiplicar el poder de negociación internacional; a mediano plazo, reestructurar el esquema de funcionamiento de los aparatos productivos, poner el eje de su dinamismo en el interior y no en el exterior del continente. La planificación del espacio económico a escala regional resultaría entonces el salto cualitativo hacia un desarrollo autocentrado, que permitiría escapar de la órbita periférica.
Es importante observar paralelamente que los objetivos del desarrollo independiente y la integración se identifican con la lucha por la democracia política, como lo ha sostenido explícitamente el Pacto Andino [2]. El recurso a la intervención militar ejercido por las oligarquías no es sino el signo de su debilidad histórica: la quiebra de los planes económicos neoliberales, que han llegado a mostrarse absolutamente inviables, les obligan a replegarse. En cuanto al «partido militar», utilizado al servicio de un brutal autoritarismo en el Cono Sur y en Centroamérica, es una experiencia que se disuelve en tremendos fracasos.
La desafortunada Guerra de las Malvinas ha tenido dos formas de consecuencia verdaderamente paradojales. Por una parte, ha sido un llamado de atención para los dirigentes de las potencias occidentales, en el sentido de que el militarismo periférico puede engendrar situaciones incontrolables, actuando como un boomerang contra sus intereses. Ello crea condiciones propicias para eliminar la nefasta influencia de la «doctrina de la seguridad nacional» y reestructurar a las fuerzas armadas dentro del Estado democrático. Por otra parte, aquel conflicto tuvo el efecto de conmocionar el sistema interamericano y «dramatizar» la contradicción Norte-Sur, sacudiendo las conciencias acerca de la necesidad de la unión latinoamericana.
La experiencia regresiva del autoritarismo militar al servicio del neoliberalismo económico, ha fortalecido como contrapartida una opción radicalmente contraria, que plantea compatibilizar la democracia política con el nacionalismo económico. En esa dirección apunta el régimen mexicano a partir de su «reforma política», y es el camino probable de la transición democrática iniciada en el Cono Sur, incluido Brasil. En el istmo centroamericano, la agresividad imperialista y la barbarie dictatorial han impuesto la vía de la lucha armada para dirimir los conflictos, a costa de enormes sacrificios humanos y destrucción de recursos materiales, que comprometerán gravosamente el futuro de la zona. Pero en el resto de América Latina, hoy se abre paso otra perspectiva, la de un esfuerzo racional y persistente en la profundización social de la democracia. Hay que computar a favor de esta salida la declinación del mito de las «dictaduras del proletariado», a partir del cuestionamiento que la propia izquierda está haciendo respecto al «socialismo real» y las fórmulas dogmáticas para el cambio social. También incide en este sentido la influencia de la
socialdemocracia europea, que no tiene ni podría tener una correspondencia lineal en Latinoamérica, pero ha articulado canales de comunicación significativos con los partidos democráticos latinoamericanos. El futuro de esta alternativa depende tanto de los partidos sucesores de la experiencia del nacionalismo populista, como de las nuevas expresiones de una izquierda democrática, dos vertientes políticas entre las cuales se dan hoy importantes coincidencias objetivas.
7. CONCLUSIONES
La primera conclusión que podemos extraer de la revisión de las fases de evolución consideradas, es que la situación histórica latinoamericana no se puede explicar satisfactoriamente en términos de atraso, como sugiere el significado originario del concepto «subdesarrollo». No es que nuestros países estén retrasados en el camino al pleno desarrollo de sus posibilidades, sino que han sido inducidos a otro recorrido que no los lleva precisamente en tal dirección. Es lo que denominamos como excentricidad, en el sentido de una ubicación periférica respecto a los centros dominantes, señalando la enajenación constante de sus energías y potencialidades que implican las estructuras económicas, políticas y culturales de «extraversión».
Otra conclusión es que nuestras frustraciones en el camino de la independencia cristalizan al implantarse la ecuación del librecambio, que desmembró a América Latina y la sometió a la dominación del capitalismo europeo. A partir del colapso del modelo liberal exportador en los años 30, la búsqueda de una alternativa condujo a las experiencias del nacionalismo económico industrialista, cuyos límites objetivos son la des-integración regional y la subsistencia de los intereses internos y externos creados por la interdependencia desigual con las economías avanzadas del mundo capitalista mundial. Las propuestas regresivas del neoliberalismo sólo pueden imponerse plenamente por la fuerza de los regímenes dictatoriales. A su vez, el desarrollo independiente sólo parece viable hoy en el marco de la integración latinoamericana; lo cual implica básicamente un nivel de planificación económica, pero también una dirección política y un cambio de actitud mental.
En cuanto a la heterodoxia en la configuración política de la región, sus causas se remontan a la imposición de estados que correspondían al proyecto de integración comercial y cultural con Europa, antes que a la sociedad real que los sustentaba. La instrumentación del poder estatal por las oligarquías constituyó un sistema político esencialmente autoritario, pese a reclamarse oficialmente «liberal». Luego, tanto las etapas de modernización industrial como de reacción «neoliberal», acentuaron la función determinante del Estado en la articulación del modelo económico, y también sus perfiles autoritarios o represivos. La sociedad civil, tradicionalmente reprimida más que expresada por las instituciones estatales, ha subsistido inorgánicamente, sometida a fuertes tensiones y desgarramientos; por consiguiente, la irrupción política de los sectores populares adoptó con frecuencia modalidades imprevisibles, «excéntricas». Los movimientos populistas han sido una forma de encauzar esas fuerzas sociales, así como las dictaduras neofascistas intentan (vanamente) excluirlas. Por la misma fluidez del tejido social, el discurso clasista de las izquierdas ha resultado en general menos convincente o realista que las interpelaciones nacionalistas o populistas, mejor situadas con frecuencia en la perspectiva histórica de cada país. La sociedad civil poco consolidada supone también una gran capacidad de cambios, y en tal sentido puede decirse que nuestros pueblos son «jóvenes», susceptibles de un dinamismo al que pueden apelar los proyectos de transformación.
Descartando una interpretación determinista, es posible observar en la evolución latinoamericana momentos de crisis o transición en los que, dadas ciertas condiciones como marco de posibilidades, los pueblos o sus grupos dirigentes han optado entre caminos alternativos. La lección más importante que se desprende de esa historia es que las vías de «adhesión» o «asociación» a las naciones centrales de Occidente no garantiza en absoluto importar sus progresos, sino más bien lo contrario. Para realizar un destino propio, incluso para «alcanzar» a Europa en sus logros socioeconómicos y políticos, resulta inevitable romper con esa hegemonía que nos relega a un rol subalterno; los avances más trascendentes de la etapa de modernización se han hecho a partir de esa actitud.
Por ello es válido plantear la cuestión de nuestra emancipación cultural, como un aspecto inescindible de los problemas de todo orden que hay que afrontar en la perspectiva de un desarrollo integral «autocentrado». Para concebir ese futuro necesitamos una revolución copernicana de nuestro pensamiento, en el mismo sentido que se plantea «centrar» el dinamismo social, económico y político en el interior del continente. En esa dirección avanzan los estudios más serios sobre la dependencia. No se trata de rechazar o cerrarnos a la influencia estimulante de la ciencia y la ideología que produce el mundo central, sino de ejercer una conciencia crítica, afirmando y construyendo a la vez los cimientos de nuestra propia visión. La profundización de la mirada «hacia adentro» de América Latina es el presupuesto sine qua non para rescatar de la alienación y la dependencia la libertad de ser por nosotros mismos.
Notas
[1] Esteban Echeverría, Dogma Socialista y otras páginas políticas , Buenos Aires, Estrada, 1965, pág. 116. Un estudio crítico de la ideología de esta generación puede verse en el texto de José P. Feinmann, Filosofía y Nación , Buenos Aires, Legasa, 1982, páginas 51-110.
[2] Conferencia de Celso Furtado sobre la crisis brasileña de 1983 (23-8-83), en DIAL , número 130, Barcelona, 6 de enero de 1984.
[3] A partir del texto de Prebisch de 1949 “El desarrollo económico de América Latina y algunos de sus principales problemas” ( Boletín Económico de América Latina , vol. VII, número 1, Santiago, febrero de 1962), el tema ha sido En numerosos trabajos expuestos del mismo autor y otros científicos sociales vinculados a la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina.
[4] Principalmente, C. Furtado, La economía latinoamericana ..., México, Siglo XXI, 1970; Osvaldo Sunkel y Pedro Paz, El subdesarrollo latinoamericano y la teoría del desarrollo , Madrid, Siglo XXI, 1973.
[5] Los heterodoxos les llama Horacio Salas en una breve antología (IESA, Madrid, 1981). Por nuestra parte, nos referimos a José Vasconcelos, Víctor R. Haya de la Torre, José C. Mariátegui, Manuel Ugarte, Luis A. de Herrera, Hernán Vergara, Leonardo Castellani, Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, J. Abelardo Ramos, JJ Hernández Arregui, Vivían Trías, Rodolfo, Kusch, etc.
[6] La teoría de la dependencia en sentido lato es un comentario de ideas en la que participan numerosos autores y enfoques diversos, incluso referencias a la problemática del capitalismo y el Tercer Mundo en general. Entre los trabajos más destacados sobre la realidad latinoamericana, además de los autores mencionados en la nota número 4, cabe citar a Fernando H. Cardoso, Enzo Faletto, André G. Frank, Theotonio Dos Santos, Pablo González Casanova, etc. esta corriente, de filiación marxista, ha sostenido la inviabilidad del capitalismo en la periferia y postula una «opción socialista», diferente de la propuesta desarrollista, menos «ideológica», de la CEPAL y de otros autores. Cfr. Vania Bambirra, Teoría de la dependencia: una anticrítica , México, Era, 1978;Marcos Álvarez y AJ Martins, “La cuestión de dependencia la frente a las alternativas actuales de desarrollo”, en Nueva Sociedad , núm. 60, Caracas, mayo-junio 1982, págs. 91-106; FH Cardoso, “El desarrollo en capilla”, en Estudios Sociales Centroamericanos , núm. 26, Costa Rica, mayo-agosto 1980.
[7] Cfr. Marcos Álvarez y AJ Martins, art. cit., pág. 93, donde citan sobre este concepto a C. Vaitsos ya P. Hassner.
[8] Un amplio panorama al respecto puede verse en la obra de Darcy Ribeiro Las Américas y la civilización , Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1969.
[9] Respecto a estudios anteriores del tema: S. Bagú, Economía de la sociedad colonial , Buenos Aires, 1949; R. Puiggrós, Historia económica del Río de la Plata , Buenos Aires, 1946; V. Teitelboim, El amanecer del capitalismo y la conquista de América , Santiago, Nueva América, 1943; Marcelo Segall , Desarrollo del capitalismo en Chile , Santiago, 1953; Milcíades Peña, “Claves para entender la colonización española en la Argentina”, en Fichas , número 10, Buenos Aires, 1966; Luis Vitale, “América Latina: ¿feudal o capitalista?”, en Estrategia , núm.5, Santiago, julio de 1966. Los ensayos de AG Frank, en particular, Capitalismo y subdesarrollo en América Latina (1967), suscitaron críticas de Ruggiero Romano, T. Dos Santos, Agustín Cuevas, Marcelo Carmagnani, Aldo E. Solari y otros . Cfr. el volumen colectivo de Carlos S. Assadourian, Ciro FS Cardoso, Horacio Ciafardini, Juan C. Garavaglia y Ernesto Laclau, Modos de producción en América Latina , Buenos Aires, Siglo XXI, 1973. En la edición 1974 de su libro antes citado, Frank considera y responde numerosas críticas.
[10] Autores como Puiggrós y Carmagnani sostienen la caracterización y el feudalismo, mientras que Frank, M. Peña, Vitale, etc. postulan un incipiente capitalismo; Ciro FS Cardoso y Garavaglia se refieren a una pluralidad de «modos de producción coloniales» principales y secundarios. Otros análisis, como los de Laclau y Assadourian, dejan abierta la cuestión a las conclusiones de una investigación más rigurosa.
[11] Cfr. R. Puiggrós, La España que conquistó al Nuevo Mundo , Buenos Aires, Corregidor, 1964.
[12] Cfr. Pelham H. Box, Los orígenes de la guerra de la Triple Alianza , Buenos Aires, Asunción, 1958; Luis A. de Herrera, El drama del 65. La culpa mitrista , Montevideo, 1927; José L. Busaniche, Historia argentina , Buenos Aires, Solar/Hachette, 1973, páginas 705-784.
[13] Cfr. VR Haya de la Torre, El antiimperialismo y el Apra , Santiago, Arcilla, 1936, pág. 23. La concepción de Haya no es tan divergente de la de Lenin como parece o como ha sido a veces interpretada, ya que en definitiva contiene la idea de que el imperialismo cumple una función de desarrollo de las fuerzas productivas.
[14] Cfr una descripción del ciclo exportador liberal en su contexto internacional, en O. Sunkel y P. Paz, ob. cit., pág. 62-69 y 306-343.
[15] Cfr. una exposición en ciertos aspectos coincidentes de Leopoldo Marmora, “José Carlos Maríátegui: la especificidad del problema nacional en América Latina”, en Socialismo y Participación , núm. 22, junio 1983, págs. 91-93.
[16] Una síntesis sobre este período de las repúblicas oligárquicas, en Tulio Halperin Donghi, Historia contemporánea de América Latina , Madrid, Alianza, 1969, págs. 280-316.
[17] Cfr. sobre el proceso de industrialización sustitutiva de importaciones, su mecánica, consecuencias y límites, Sunkel y Paz, ob. cit., págs. 73-78 y 355-380.
[18] En su obra antes citada, Halperin Donghi utiliza el concepto de «orden neocolonial» aplicado para caracterizar las etapas de la historia latinoamericana contemporánea.
[19] E. Laclau, Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, feudalismo, populismo , Siglo XXI, Madrid, 1978, págs. 165-233.
[20] David Viñas hace una síntesis de los efectos del fenómeno en América Latina en ¿Qué es el fascismo en Latinoamérica? , Barcelona, La Gaya Ciencia, 1977, págs. 12 y siguientes. Cfr. un ejemplo de influencia del fascismo en el estilo político del liberal colombiano Jorge E. Gaitán, en mi artículo “El Bogotazo”, suplemento núm. 4 de Todo es Historia , Buenos Aires, diciembre de 1968.
[21] Algunos de esos pactos se concretaron entre 1952 y 1955 con Chile, Bolivia, Paraguay y Ecuador. La idea del ABC, el triángulo Argentina-Brasil-Chile como plan llave para la integración sudamericana, cuyos antecedentes se remontan a principios de siglo, fue propuesta por el presidente Perón a sus colegas Ibáñez y Vargas, pero se frustró por la crisis que llevó al suicidio de este último en 1954; cfr. JD Perón, La hora de los pueblos , Buenos Aires, 1969.
[22] C. Furtado, en La economía latinoamericana ..., cit., cap. XVIII, ha analizado el fenómeno de la desnacionalización económica, presentando datos del crecimiento del peso relativo de las compañías norteamericanas durante los años 60 en los países mayores de la región: en México y Brasil alrededor de la mitad de las empresas eran de capital extranjero, mientras en el sector propiamente de industrias controlarían directa o indirectamente más de dos tercios de la producción.
[23] Cfr. Alain Rouquie , L'Etat militaire en Amérique latine , París, Seuil, 1982.
[24] En la década de los 70, la tasa media del crecimiento latinoamericano fue superior al 5 % anual; en 1980 comienza a caer rápidamente. Entre 1979 y 1981, el deterioro de los términos del intercambio fue de un 30 %. En 1982, por primera vez en cuatro décadas, la evolución del PIB regional fue negativa, decreciendo casi el 1 %, y el ingreso per cápita se redujo en un 3 %; la inflación tuvo un promedio del 80 %, la balanza de pagos un déficit de 14.000 millones de dólares, y la deuda externa en conjunto llegó a casi 274.000 millones de dólares. Datos de CEPAL, en Informe Latinoamericano , Londres, 7 de enero de 1983.
[25] Cfr. Jorge Bragulat y H. Arriaga, “Cono Sur: la remodelación económica”, en Testimonio Latinoamericano núm. 1, Barcelona, marzo-abril 1980; Guillermo Hillcoat, “América Latina: el impasse económico”, en Testimonio Latinoamericano , núm. 15-16, octubre de 1982; Eder Sader, “Entre el Estado y el capital, las relaciones de clase”, en Cuadernos núm. 1, París, julio-septiembre 1979; Este último contiene un análisis comparativo de la evolución económica reciente de Argentina, Brasil y México.
[26] Tras las importantes experiencias precedentes de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio −hoy Asociación Latinoamericana para el Desarrollo y la Integración (ALADI)−, del Mercado Común Centroamericano y el Pacto Andino, la constitución en 1975 del SELA (Sistema Económico Latinoamericano) incorporar una mayor flexibilidad operativa; en un documento que la seguridad relaciona con la independencia económica de la región, aprobado por su Consejo Latinoamericano en agosto de 1982, se desarrolla la tesis de que «la crisis presente tiene que llevarnos decisivamente a la integración», y se postulan múltiples acciones de cooperación regional en materia de comercio, producción y servicios (Documentos SELA, SP/CL/VIII. D/DT, núm. 36, 3 agosto 1982). En cuanto a la realidad de que parten estas propuestas,hay que considerar que el comercio entre países latinoamericanos representó en 1981 sólo un 15,5 % del total de intercambios de la región, pero registra una tendencia a aumentar (era del 8 % en 1960). Entre los países de la ALADI, más de la mitad del volumen de intercambio son productos industriales (datos CEPAL). Cfr. el dossier “La estrategia de seguridad e independencia económica de América Latina”, en Nueva Sociedad , núm. 65, marzo-abril 1983.
[27] El Pacto Andino, suscrito en 1969, es un esfuerzo interesante que muestra las posibilidades de integración a escala subregional, aunque también ilustra sobre los problemas políticos a afrontar, como los que ocasionaron la separación de Chile del grupo bajo la dictadura de Pinochet . Sobre estos temas en el actual contexto mundial, cfr. los trabajos del coloquio Pacte Andino. L'Amérique latine et la communauté européenne dans les années 80 , realizado en mayo de 1983 por el Centre d'Etude d'Amérique latine, Instituto de Sociología de la Universidad Libre de Bruselas.