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Latinoamericanidad: la apertura a lo imaginario

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publicado en revista Alternativa Latinoamericana , Nº 6, Mendoza, 1987

 

A pesar de su historia de enajenaciones y fracasos parciales, de su difícil identidad, de su europeismo equívoco, América Latina es promesa y desafío. En esta transcripción de una charla en la sede de la revista  Unidos , Chumbita habla de nuestro mestizaje, de este continente en ciernes donde aún es posible imaginar la vida y disfrutarla. En un avance sin dudas polémico, se atreve a nombrar “lo innombrable", los populismos regionales, y sugiere que son un típico producto latinoamericano (con sus sombras y esplendores); algo que sólo podría ocurrir aquí, y que expresan mucho de esta latinoamericanidad que estamos indagando.

 

Carpani

El hijo de padre europeo no es un descendiente de su progenitor, sino en la fisiología que le supone engendrado por él. No es hijo de su padre, es hijo del país.

Raúl Scalabrini Ortiz (1931)

El Peronismo... es en el fondo una anti-doctrina porque no dice claramente qué hay que hacer, ya que es el planteo de un nuevo estilo de estar del cual no tenemos conciencia clara pero que presentimos.

Rodolfo Kusch (1975)

Europa es un continente donde todo lo imaginario se ha reducido, porque el espacio del hombre se ha reducido... Lo imaginario, en América Latina, todavía está abierto.

Manuel Scorza (1983)

Después de estas citas, que pretendan llamar la atención sobre las ideas de tres autores a los que habré de referirme, permítanme que plantee la siguiente cuestión: ¿Existe Latinoamérica? Puede resultar paradójico empezar a cuestionar el objeto del que se supone vinimos a hablar. ¿Objeto o sujeto? Pero sobre todo, ¿se trata de una realidad o de una idea? ¿Algo históricamente vigente, o sólo un proyecto? Incluso habría que cuestionar cuál es el nombre: ¿América Latina, Indoamérica, Hispanoamérica, Iberoamérica, Sudamérica? En rigor, cada una de estas designaciones implica una concepción diferente, o acentúa algún aspecto de la cosa.

   Sería arduo venir a hablar aquí sobre algo que no tiene entidad concreta, como sostienen algunos, para quienes lo único cierto son los diversos estados sudamericanos, cada uno con su propia cultura y sus particularidades sociales. Por mi parte, no tengo dudas de que hablamos de algo efectivamente existente, y muchos convendrán conmigo en esto. Pero no basta la simple sustentada; la cuestión es, en todo caso, en qué sentido, cómo existe Latinoamérica, cuál es su modo de ser.

   América, y claramente menos América Latina, tienen entidad como concepto de la geografía. Se habla de un  continente , expresión por cierto muy sugestiva. También prolifera en el lenguaje desarollista la denominación "subcontinente", que preferiría descartar por sus obvias connotaciones; curiosamente, no se oye hablar de subcontinente para referirse a la otra América. Ahora bien, ¿qué es lo contenido por este continente? ¿Una cultura, una historia, una nacionalidad? ¿o varias? Y en este último supuesto, ¿qué es lo que tienen de común esas culturas, historias o nacionalidades?

   Eludiremos el problema de la unidad o pluralidad de naciones en América Latina, que por supuesto tiene su importancia para la teoría política, ya que la respuesta que se dé conduce a distintas soluciones a la cuestión del Estado. Habría que recordar al respecto el debate de la Constitución española de 1978, cuyo texto refleja una difícil transacción entre las ideas de unidad y pluralidad nacional, al admitir que dentro de la Nación española existen otras "nacionalidades". ¿No sería una situación comparable a la de nuestra Nación latinoamericana?

   Volviendo a la pregunta sobre "el contenido", nos estamos preguntando en definitiva sobre la  latinoamericanidad . Noción que se relaciona con el concepto cultural de modernidad, del cual se ha hablado en otras charlas de este ciclo, ya que, a fin de cuentas, la latinoamericanidad sería nuestra forma de vivir la modernidad. En efecto, América Latina aparece como tal con la conquista hispánica; y luego emergen, luchando por su realización, por ser totalmente sujeto, a partir de las revoluciones de la independencia. Se trata de dos momentos fundamentales del mundo moderno, que son a la vez dos momentos clave en la configuración de Latinoamérica.

   Pero esos grandes momentos representan dos enormes fracasos históricos. La conquista hispánica fue una experiencia tremenda, donde ninguno de los logros −con ser importantes− atenúan ni justifican el costo humano, social, de la europeización de América. Me refiero, por supuesto, a la pavorosa destrucción de los pueblos indígenas, que no hace mucho ha comenzado a ser cuantificada por la investigación histórica. A partir de los estudios sobre México central, se estima entre 50 y 75 millones la población del continente que, tres siglos después de la conquista, había quedado reducida a unos 20 millones (Konetzke, 1978). Estas cifras son elocuentes sobre la tragedia originaria de nuestra América, ese terrible aplastamiento humano que constituyó el cimiento de lo que vino después. El otro gran fracaso fue el de la independencia: las promesas revolucionarias incumplidas, la balcanización de las nuevas repúblicas, las guerras civiles, y finalmente la imposición del neocolonialismo europeo.

   Podríamos decir que en América Latina nada se ha completado, nada se ha consolidado. Es como si nuestra historia nos siguiera pidiendo cuentas de lo que no hemos logrado, y de ahí que estamos constantemente empezando. Todavía tenemos que conquistar el espacio geográfico, donde hay inmensas regiones despobladas y desconocidas. Todavía no alcanzamos una verdadera independencia. Falta lograr la integración de diversos pueblos y culturas. Las instituciones republicanas no se han consolidado. Todo está aún pendiente. Muchas veces aparece la tentación de idealizar ciertas "edades de oro", como los imperios precolombinos, la sociedad colonial, la época de las revoluciones de la independencia, o los fugaces ciclos de prosperidad posteriores. Si tratamos de ver las cosas como son, encontraremos que toda nuestra historia está llena de experiencias significativas, pero ninguna era anterior podría servir de modelo para el futuro.

Una historia enajenada

   En América, las poblaciones autóctonas no sólo fueron diezmadas, sino que además fueron desintegradas las culturas originales. Se trata de un fenómeno cualitativamente distinto al de otras áreas del Tercer Mundo, como la India o China, donde la dominación europea se superpuso a unas sociedades que mantuvieron sus estructuras culturales, y han emergido del colonialismo con sus tradiciones, su religión, sus lenguas, etc. En el caso latinoamericano, lo característico es que toda sociedad preexistente fue arrasada.

   En los siglos coloniales se configuraron las sociedades latinoamericanas con una estratificación peculiar, que ha sido llamada de "castas raciales", donde el color de la piel marcaba con bastante precisión las jerarquías sociales: primero el blanco europeo, después el criollo algo más moreno, y los diversos tipos de mestizo, hasta los últimos escalones de negros e indios. La relativa homogeneidad impuesta por la dominación hispánica, hizo que la generación de 1810, principalmente San Martín y Bolívar, concibieran la revolución de la independencia a escala continental, como un proceso único. La culminación natural debía ser una federación de repúblicas, lo cual no parecía en aquel momento demasiado utópico, al punto que se llegó a reunir en 1826 el Congreso de Panamá con ese objetivo. Aunque el proyecto estaba trabajado, ya desde los inicios de la revolución, por tendencias contrarias que lo frustraron.

La revolución de la independencia no tuvo la culminación esperada por la debilidad de las burguesías criollas que la condujeron, por las contradicciones que no pudieron resolver para crear un nuevo orden social. Las masas populares, que se sumaron a las guerras de la independencia en pos de sus reivindicaciones, resultaron defraudadas. La expansión del capitalismo europeo terminó imponiendo un modelo de desarrollo extravertido que explica el origen de los actuales países latinoamericanos, donde cada país surgió alrededor de un puerto comercial que hacía la intermediación con Europa. Las nuevas repúblicas se dividieron y subdividieron, se organizaron dándose la espalda unas a otras, mirando hacia afuera, hacia el nuevo orden económico internacional al que se subordinaban.

  Esta nueva fase de penetración europea que sucedió a las revoluciones de la independencia, en la que éstas desembocan como una frustración, fue otra vuelta de tuerca en la europeización de América Latina. Paradójicamente, las luchas por la independencia terminan ligándonos más a Europa. Se habían eliminado los eslabones parasitarios que eran España y Portugal, y se establecía una nueva relación de dependencia. Lo que quisiera remarcar es que se trata de un fenómeno común a todo el continente, y que en todos nuestros países hay un proceso de introducción de modelos políticos, educativos, culturales, que acompañan y refuerzan los mecanismos de la dependencia económica.

Pero además, en Argentina tenemos un proceso de europeización de particular intensidad a través de la inmigración El impacto de la inmigración en este país es un caso único en el mundo, como lo muestran los datos comparativos que cita Torcuato Di Tella (1985).

  Si bien a partir del siglo XIX aparece este fenómeno con características universales, por las grandes migraciones europeas hacia los llamados "espacios vacíos" de Sudamérica, Estados Unidos, Canadá y los dominios británicos de Oceanía, Argentina presenta rasgos muy peculiares. Porque en Australia por ejemplo, o en Canadá y Nueva Zelanda, la inmigración es tanto o más numerosa que en Argentina, pero mayoritariamente son pobladores de las islas británicas que van a ocupar dominios británicos, gente con el mismo idioma y la misma cultura, que por lo tanto no son realmente extranjeros. En Estados Unidos hay una inmigración importantísima, de italianos, polacos y otros europeos, pero los efectos son distintos: primero, la proporción de inmigrantes respecto a la población existente es menor, y además se trata ya de una potencia emergente que tiene una política nacional que favorece la asimilación de esos inmigrantes, para los cuales es un orgullo hacerse ciudadanos, e incluso la ley les obliga a hacerlo; en cambio, en Argentina ni se les exige, ni tampoco están demasiado motivados para adoptar la nacionalidad. En Uruguay se dio a fines del siglo pasado, antes que en Argentina, un fenómeno semejante, pero no fue tan persistente, lo cual explica ciertas características diferenciales del pueblo oriental.

Fíjense que en nuestro país, la inmigración que llega entre fines y principios de siglo equivale a un tercio de la población total, llega a constituir la mitad de la población de las ciudades más importantes, y si tomamos en cuenta el sector de varones adultos −la parte más activa, más influyente de la sociedad, sobre todo en aquella época− la proporción es aún superior. Tal impacto llegó a ser considerado un peligro en determinado momento por la oligarquía, que reaccionó a través del nacionalismo de derecha contra aquellos obreros politizados que traían aquí las ideas del socialismo y el anarquismo europeo. Hubo pues una inmigración contestataria, que buscó ligarse con los obreros y peones criollos; basta con repasar la historia de lucha de los anarquistas, que hicieron esfuerzos notables para sindicalizar y unir en sus federaciones a los obreros inmigrantes y criollos. Sin embargo, de este proceso de la inmigración surge una clase media en gran medida influida por la mentalidad colonial, que consolida los antiguos prejuicios raciales que venían de la época de la colonia.

   Esa clase media fue moldeada, además, en el sistema educativo europeizante que impuso la generación del 80, y ello vino a reforzar la ilusión de nuestra europeidad; de que éramos una especie de Australia o Canadá, hechos a imagen y semejanza, como una prolongación de Europa. Esta es nuestra peculiaridad dentro de América Latina, el grado de importancia de la inmigración y la gravitación que adquieren en la sociedad argentina estas clases medias que surgen del proceso inmigratorio. No existió nada parecido en México, ni en Venezuela, ni en Perú, aunque se dio algo semejante, en menor escala, en el sur de Brasil, en Chile, en Uruguay. Los argentinos hemos creído ser el país más europeo de América Latina, como nos dicen los viajeros del Viejo Mundo que visitan Buenos Aires. De ahí nuestro problema de identidad que, sin ser una excepción en Latinoamérica, se agrava por ese factor de creernos "menos latinoamericanos".

  Observen ustedes la típica ambigüedad de la oligarquía argentina, siempre oscilante entre el criollismo y el europeísmo, que tuvo su nacionalismo de derecha, como el de Manuel Carlés, para perseguir obreros anarquistas extranjeros y echarlos del país con la ley de residencia, y tuvo otra ala liberal que encontró la forma de justificar perfectamente nuestra condición semicolonial como "la perla más brillante de la corona británica", la colonia que se administraba sola. Esta ambigüedad política de nuestra oligarquía es una obra maestra de cinismo, pero fíjense hasta qué punto refleja esta identidad contradictoria de los argentinos. Cuando venía un viajero de Europa −basta leer las memorias de Victoria Ocampo− lo llevaban a la estancia, le hacían comer asado, le sacaban la foto con sombrero gaucho, y después volvían a sus palacetes europeos del Barrio Norte.

  Recuerdo una experiencia, que algunos habrán tenido también al conocer París; caminando por el centro de la ciudad, entre esos edificios tan característicos con techos de pizarra negra, tenía la sensación de un paisaje conocido, de haber estado antes allí, hasta que me di cuenta que yo había vivido en otra ciudad, Buenos Aires, que era copia de París, y ahora estaba viendo el original. Lástima que en Buenos Aires nunca nieva, para ver cómo se desliza la nieve por esos tejados inclinados que todavía están ahí, como testigos de una época.

La búsqueda de identidad

   El gran fenómeno originario y persistente en Latinoamérica es el mestizaje: mezcla de españoles (castellanos, andaluces, vascos, etc.) con indios (cientos de etnias, más de un centenar de familias lingüísticas independientes), con negros africanos (también de variadas procedencias étnicas), de todos ellos entre sí, en diversos cruces, y luego, en los siglos subsiguientes, la mezcla con europeos de todas partes… Claro que hay que distinguir el plano del mestizaje racial del mestizaje cultural; en el plano cultural hay una fuerte imposición de lo europeo, una dominación excluyente que se traduce en la aculturación, la europeización de indígenas y mestizos.

   Hasta los indómitos araucanos que describió Mansilla, por ejemplo, hombres de a caballo, vaqueros, consumidores de azúcar, alcohol y tabaco, ya no eran por cierto aquellos araucanos precolombinos, agricultores de los valles andinos. La civilización que trajo la conquista había absorbido o transformado las culturas anteriores, lo cual para algunos pueblos como éstos no significó precisamente un progreso. Cito este ejemplo para enfatizar que aún los indígenas racialmente puros que hoy puedan quedar, ya no podrían serlo culturalmente, tan fuerte ha sido la incidencia de la cultura occidental.

   Pero una cosa es ser "europeizado" y otra ser europeo. Esto, que pareciera tan obvio, creo importante subrayarlo: no somos europeos. Vivimos una cultura europeizada, que no es lo mismo; una situación cultural cuya latente hibridez no nos proporciona una identidad definida.

   Hay alguien que ha expresado admirablemente el malestar que implica nuestra confusión de identidad, y es Jorge Luis Borges, cuando dijo que los argentinos éramos "europeos exiliados". Más allá de la metáfora, es la confesión lisa y llana de la mentalidad colonial: la idea de que nuestra verdadera patria es otra, y por lo tanto el desprecio o autodesprecio por esta tierra y sus "nativos". ¿No es ése el mal del desarraigo que corroe nuestra sociedad desde siempre? ¿No es la razón última de nuestra insolidaridad social, de cierta actitud predatoria contra la naturaleza y la gente, propia del colonizador que explota un medio ajeno y hostil?

   No, no somos europeos, aunque muchos carguen esa conciencia desdichada, y aunque nos cuesta saber aué somos en realidad. Me motiva a reflexionar sobre, este problema de identidad haber experimentado el exilio, haber vivido en Europa años de extrañamiento, junto a numerosos argentinos, uruguayos y chilenos, en un mundo en el que, pese a lo que diga Borges, éramos irremediablemente extranjeros. Este es uno de los temas que abordábamos en las páginas de la revista Testimonio Latinoamericano. Nos preguntábamos quiénes éramos, sin tener una respuesta suficiente. Vivíamos el dilema de ser fieles a un modo de ser propio o adaptarnos a una sociedad diferente, y nos interrogábamos sobre el sentido de lo uno y lo otro. Particularmente en España, inmersos en nuestra cultura materna, por así decir, observábamos el proceso de la democracia posfranquista y el reencuentro de los españoles con Europa, que para ellos era tan natural, y para nosotros en cambio tan conflictivo. Por otra parte, era una experiencia bastante inquietante ir descubriendo que nuestros elementos culturales supuestamente argentinos o autóctonos eran europeos, desde el truco o el "che" valencianos hasta la ropa gaucha, o la pava del mate que resulta que es inglesa... Incluso nuestras categorías de pensamiento eran las de la racionalidad europea, y sin embargo, éramos irreductiblemente otros.

Teníamos otro sentido del tiempo y del espacio, un espíritu gregario y festivo, algo que allá chocaba como imprudencia. Nuestro equipaje cultural era europeo, pero algo en nosotros era diferente. Algo que no sabíamos bien qué era, porque no teníamos las palabras, el lenguaje para expresarlo y reconocernos a nosotros mismos.

   Estas preocupaciones tienen un antecedente muy interesante en Scalabrini Ortiz, en su clásico El hombre que está solo y espera, que es una indagación sobre la identidad del porteño, del hijo de inmigrantes, y por extensión de los argentinos: y también es, sin proponérselo, una notable aproximación a lo que hemos llamado nuestra latinoamericanidad, que él designa como "espíritu de la tierra". En páginas notables, Scalabrini señala la falta de correspondencia entre las instituciones europeas que rigen formalmente la sociedad y la experiencia cotidiana, un profundo desajuste entre el orden jurídico y la vida. Recordemos una de sus anécdotas. Almorzando con un gerente de banco, éste le dice: "El que en caso de apuro no clava a un banco, es un otario"; era su espontánea sinceridad porteña. Días más tarde, Scalabrini le pide referencias de un cliente, y el gerente dice: "Es un sinvergüenza. Lo clavó al banco"; ésa era su conclusión profesional, su respuesta como hombre de la institución.

Íntimamente descreído de las convenciones de la cultura europea, de las solemnidades legales y las jerarquías consagradas, el hombre que describe Scalabrini sólo aprecia de verdad ciertas cualidades de la condición humana. Su lenguaje otorga otro sentido a las palabras del castellano, cuestionando la lógica de la cual provienen: "dos y dos pueden no ser cuatro..." Su moral no coincide con la del código penal ni se compadece con las virtudes teologales. Más bien se reconoce en la elementalidad de las letras de tango. No se deja seducir por las grandes divisas, las esencias ni las abstracciones. Sólo se conmueve por la humanidad individual y concreta.

   En las contradicciones de este individuo, Scalabrini avizora "la semilla de una cultura" que puja por surgir "entre los escombros del pasado". Otra idea que recorre su libro es la del "espíritu de la tierra", un gigantesco organismo del que formamos parte sin que sepamos a dónde va y qué quiere, un ser al que sólo la muchedumbre se parece, cuya conciencia es inaccesible para nuestra inteligencia, pero a la que estamos unidos por una cuerda emocional. Volveremos sobre esto.

La parte oscura del continente

   Scalabrini no habla de América Latina, ni siquiera se refiere a la Argentina; se circunscribe a un arquetípico porteño de Corrientes y Esmeralda, en el que sin embargo aparece reflejado el hombre latinoamericano. Es que la generación de Scalabrini se formó en el "fervor de Buenos Aires" que diría Borges, y en esta ciudad hay una tradición que ha ignorado empeñosamente al enorme continente situado a sus espaldas. Esa visión de una "argentinidad" limitada es característica en la literatura porteña. Una concepción muy propia de nuestra oligarquía y su clientela, se abroquela en la europeidad rioplatense, especie de fortín atrincherado contra los malones de indios, "cabecitas negras" y otras malas yerbas como paraguayos, "bolitas", etc.

   Pues bien: ese bastión ha caído, según algunos testigos. Jorge Rulli, contestando un reportaje en Unidos (1985), explicaba la impresión que le había causado Buenos Aires al volver después de años de exilio: "una ciudad oscura, llena de rostros cobrizos, una ciudad sucia, asiática" y conjeturaba encontrar al país "mucho más americanizado". Esto me hace acordar la descripción del 17 de octubre que hacía Scalabrini Ortiz, aquella frase sobre "el sustrato de la patria sublevado". Hay quien me ha contado su asombro por un espectáculo semejante en aquel acto peronista de fin de octubre de 1983 en el obelisco... Yo no estuve allí entonces, pero tuve la misma impresión al volver a Buenos Aires hace un par de años, y creo que, más allá de estas vivencias, hay datos objetivos que abonan la presunción de que esta ciudad se está "latinoamericanizando" racialmente. Pensemos que hace cincuenta años cesó la inmigración europea masiva, que la fertilidad de las poblaciones criollas es mayor, pensemos en las corrientes migratorias desde el interior y los países vecinos. ¿Han visto cómo ha cambiado la Avenida de Mayo? En los cafés ya no quedan mozos gallegos, hoy son "cabecitas".

   Argentina está cada vez más lejos de Europa, y cada vez más cerca de América. Crece también paralelamente la conciencia de nuestra situación latinoamericana, y se advierte un nuevo interés por la problemática indígena. En Buenos Aires han aparecido cantidad de centros culturales y sociedades indigenistas, y el periodismo, desde las revistas "subte" de la época del Proceso hasta las publicaciones de crítica actuales, han redescubierto el tema.

   A propósito del indigenismo o indianismo, creo que la reivindicación de los pueblos aborígenes tienen un significado trascendente, aunque resultaría engañoso reducir la cuestión latinoamericana a esa perspectiva. El rescate de las culturas amerindias puede ser una fuente inapreciable, pero no nos dará una respuesta integral a los desafíos del futuro. Nos ayudará a reconocer una vertiente fundamental de nuestra identidad, pero no nos dirá toda la verdad a las generaciones actuales que provenimos del mestizaje.

   Más que el remoto legado indiano, estos rostros morenos que pueblan la capital, este torrente oscuro, más ostensiblemente mestizo, nos trae un cuestionamiento a la ilusión de nuestra europeidad. Hacen más visible la ambigüedad en la que vivimos, portadores de una cultura europea que no nos va bien, que nunca encaja del todo, que nos "chinga" como la ropa de otro.

  Las intuiciones de Scalabrini tienen una cierta continuidad con las reflexiones de Rodolfo Kusch, otro porteño descendiente de inmigrantes, cuya búsqueda americanista arranca del puerto, por así decir, para internarse en el "continente mestizo". La vasta obra de Kusch, profundamente heterodoxa, requiere un esfuerzo de lectura que nos recompensa con hallazgos fascinantes. Para él, la ciudad condensa lo ficticio de nuestra civilización, "copia infiel de su original europeo", la legalidad impuesta, desconectada de la tierra. A la acción transformadora europea, a la inteligibilidad del orden ciudadano, se opone una realidad autóctona de "naturaleza demoníaca", de vitalidad vegetal, resistente a la técnica. Pero entre los extremos, entre el conquistador o el "gringo industrioso" y el indio relegado en una profunda pereza fatalista, el protagonista central en América es el mestizo, condenado a la ambivalencia entre la ciudad y la tierra.

   El mestizo es el puente entre esos opuestos, pero no se produce una integración, sino sólo un adosamiento. Según Kusch (1963), "el mestizo adopta el formalismo de la ciudad, su civilización verbal, pero se conduce vitalmente según su autoctonía heredada a medias... atrapado siempre por el fondo irracional del continente". La capacidad de acción lógica y práctica, dirigida a resultados previamente definidos, que es típica del europeo, sufre en la realidad americana una honda perturbación. Es que lo que en Europa se impuso pasivamente por una ley de evolución alterna, señala Kusch, aquí se pretende llevar adelante por imperio de la voluntad. Pero además, el mestizo americano tiene una mentalidad escindida entre la cultura europea y el demonismo telúrico, lo cual nubla su hacer positivo con una oscura carga inconciente. La realidad de los hechos adquiere un significado diverso al establecido. A través de la emoción, la imaginación y la exageración ritual, el americano apunta no a la realización concreta, sino a la irrealidad de una plenitud posible. Hay aquí una coincidencia con Scalabrini, que veía en lo emocional (lo estético) la cuerda por donde se expresa el "espíritu de la tierra".

   América se debate, según Kusch, entre la verdad de fondo de su naturaleza bárbara y la verdad de ficción de sus ciudades; dentro de esa escisión, el hombre americano se ve compelido a creer y no creer, a hacer y no hacer simultáneamente. Kusch no postula una vía de resolución de nuestras contradicciones, pero enfatiza en la necesidad de asumir ese lado oscuro de la realidad americana, cuya negación nos impide reconocernos.

Nuestra barbarie política

   Entrando ahora en el tema de nuestra cultura política, resulta evidente que la institucionalidad republicana, nuestras constituciones liberales, son parte de esa formalidad europea implantada en Latinoamérica, que han funcionado tradicionalmente de una manera ficticia, apoyadas en el fraude o la corrupción, entrecortadas por dictaduras militares y "estados de sitio", etc. No creo que haya ningún modelo mejor, y en todo caso lo que necesitamos es profundizar una verdadera democracia política. Pero reconozcamos que nuestro liberalismo oligárquico fue históricamente un engendro fraudulento: el liberalismo democrático europeo, emergido en el Viejo Mundo por ley de su desarrollo propio, aquí fue impuesto y desvirtuado por la fuerza de otra realidad.

   Es una constante que los significados se trastoquen al trasladarse desde Europa a nuestro continente. Ser de izquierda o derecha, nacionalista o internacionalista, socialdemócrata o socialcristiano, son categorías que no significan lo mismo de uno u otro lado del Atlántico, que a menudo se invierten en esa travesía. El nacionalismo de ellos es imperialista, el nuestro antiimperialista. En Europa el marxismo arraigó en la clase obrera, entre nosotros es cosa de intelectuales y estudiantes.

   Pese a ser el país más europeizado de Latinoamérica, o tal vez por eso mismo, la cultura política argentina ha sido traumatizada por una fuente inagotable de equívocos que provienen de sus orígenes, pero que se precipitan especialmente a partir de 1945, con el advenimiento del peronismo. Cuando el progresismo liberal y de izquierda coincidió con los aliados de la Segunda Guerra Mundial, o sea virtualmente con el imperialismo, y el nacionalismo militar coincidió con la nueva clase obrera industrial, toda coherencia lógica de nuestra cultura política anterior terminó de hacer crisis. El peronismo fue un gran mestizaje ideológico, como lo fueron todos los grandes movimientos populares latinoamericanos —la Revolución Mexicana, el aprismo, el trabalhismo varguista— que daban respuesta a diversas situaciones nacionales en flagrante heterodoxia respecto a los modelos europeos.

Habría que aclarar que lo característico de América Latina no es el mestizaje en sí, ya que este es un rasgo común a todos los pueblos y culturas del mundo, donde no hay nada puro. Lo característico es nuestro peculiar mestizaje, que por un lado es cruce de realidades muy distantes o discrepantes, y por otro lado es la superposición forzosa de la "cultura occidental"; pero de tal manera que esta soberanía europea resulta ficticia, equívoca: así como el culto a los ídolos precolombinos escondidos debajo de los altares católicos, hay muchas cosas innombrables que se disimulan tras un ropaje europeo. Las apariencias ideológicas resultan engañosas porque nos vemos forzados a utilizar lenguajes o símbolos impropios, y vamos creando dificultosamente nuestras propias formas de expresión. Los grandes dilemas políticos del 45 quedaron encubiertos tras las consignas de la propaganda de guerra entre los aliados y el Eje; lo cual impidió a los partidos tradicionales comprender al peronismo, pero también fue un recurrente factor de confusión en el mismo seno del peronismo.

   Creo que el peronismo, más allá incluso de sus propias racionalizaciones doctrinarias, y en forma muy semejante a otros "populismos" que mencionamos, es un típico producto latinoamericano, algo que sólo podía ocurrir aquí, y que expresa mucho de esta latinoamericanidad que estamos indagando. Con todo lo que ello significa de positivo y negativo, de luminoso y tenebroso, contradictorio, pero también enormemente vital.

   El peronismo tuvo dos polos originarios, el líder y la masa, alrededor de los cuales se articuló todo lo demás, de manera más bien adjetiva. Y bien, tanto en la personalidad de Perón −descendiente de europeos por la rama paterna, y de indios o criollos por la rama materna− como en la configuración de las muchedumbres que lo siguieron, se proyectan nítidamente los rasgos del pueblo mestizo latinoamericano, que Kusch caracteriza cuando dice que el mestizo "adopta el formalismo de la ciudad" pero se conduce respondiendo a otras pulsiones

   Kusch, que por supuesto era peronista, menciona alguna que otra vez este movimiento en su obra. Una de esas veces, en el párrafo que destacamos al comienzo: "El peronismo es en el fondo una anti-doctrina, porque no dice claramente qué hay que hacer, ya que es el planteo de un nuevo estilo de estar...". Sería necesario explicar, aunque sea brevemente, las nociones filosóficas que Kusch maneja sobre el ser, la característica activa y transformadora del europeo; el estar propio del indio, que se define pasivamente ante la naturaleza; y otra forma que correspondería al mestizo, la del estar-siendo, o estar para ser, que implica una actitud de situarnos, abierta a la propuesta de llegar a ser en sentido genuino, distinto al de la cultura impuesta. Kusch encuentra en el peronismo los elementos de tal replanteo. "No se entiende el peronismo si no es a partir de un pueblo que propone, a través de él, un estilo de vida o de estar". Pero Kusch advierte, como una contradicción interna, que la incorporación de la clase media al movimiento produce una burocratización de aquella propuesta, mediante "la afirmación científica, las ideas externas e importadas en economía y en sociología" que lo "colonizan" nuevamente.

   Revisando la experiencia del peronismo en relación a las categorías de Kusch, uno diría que las realizaciones del peronismo, su obra de gobierno, la relativa "revolución industrial" que impulsó, tienen el sello europeo de una voluntad transformadora, dispuesta a violentar el mundo, una racionalidad claramente "occidental”. Pero el significado profundo de esa experiencia, aquello a lo que apuntaban los rituales imponentes y festivos, el espíritu con el que era vivido por el pueblo, se parecen más al estar americano, a un modo de disfrutar lo dado en armonía con el medio. Perón, por un lado se rodeó de técnicos para construir la obra material de la "Nueva Argentina" y por otro lado, personalmente, como gran dador de sentido, presidía las fiestas de su pueblo, la fiesta del trabajo y las múltiples celebraciones de la plaza y los estadios.

   Uno de los reproches que se hacen al peronismo es haber repartido y disfrutado lo que debía haberse acumulado para potenciar el futuro; es el tema de un libro reciente de Félix Luna, que se titula precisamente La Argentina era una fiesta (1984); lo cual creo que es una crítica injusta, aunque podemos admitir que tiene algo de cierto. Es un reproche parecido al que, desde un enfoque opuesto y con mayor fundamento, se hace a las oligarquías latinoamericanas, por haber dilapidado sus fortunas en el lujo en vez de invertirlas productivamente. Se trata de algo bastante parecido a lo que ocurrió en toda América Latina desde la crisis del petróleo hasta 1981, una época de excepcional oferta de créditos internacionales que se derrocharon y nos llevaron al superendeudamiento externo. ¿No es ésta una actitud "festiva" típicamente nuestra? ¿No es la misma filosofía lúdica que exaltan tantas letras de tango, la de "quien me quita lo bailado", del tipo que se juega todo al presente cuando le toca la suerte?

   Kusch hace otra aguda observación: la doctrina peronista no dice "qué hay que hacer" en el sentido racionalista europeo. Es lo que oímos muchas veces sobre la falta de precisión de las tres banderas o de las veinte verdades. Perón invoca dos objetivos centrales: la grandeza de la Nación y la felicidad del pueblo. Pero ¿cómo? ¿Cuál es el método, el mecanismo? es la pregunta racional. La doctrina no lo dice. El marxismo europeo, que prometió al hombre "el reino de la libertad", es ante todo un método para interpretar la historia. El leninismo produjo una elaborada teoría sobre los procedimientos de la revolución. Perón no dice "cómo", pero promete al pueblo nada menos que la felicidad!

El contenido imaginable

   Llegamos entonces a la tercera cita, la del peruano Scorza (1983), quien afirma que en Europa el Estado ha cerrado lo imaginario, haciendo realidad la profecía de Hegel sobre la muerte del arte en proporción al afianzamiento del Estado. "Es imposible imaginar que escriba Don Quijote −comenta irónicamente Scorza− un hombre que tiene que ponerse cinturón de seguridad en el coche para ir a buscar el pan a la otra esquina y es delito si no lo hace. En América Latina, si yo decido ser ingeniero consigo un título falso y lo soy, y me voy a otro lugar y soy agrónomo, y puedo tener veinte profesiones, siete matrimonios y lo que quiera". Esa prodigiosa, esperpéntica realidad latinoamericana hace posible todo, abre a nuestras vidas perspectivas fabulosas. Tal es la diferencia entre la literatura latinoamericana y la europea, según Scorza; no es una diferencia de talentos, sino de posibilidad de lo imaginario.

   Creo que vale citar estas palabras de Scorza, autor de una novelística paradigmática sobre la realidad maravillosa de Latinoamérica. Quizás esa literatura es la expresión más reveladora de nuestra latinoamericanidad, y me refiero a una constelación de escritores en la que habría que incluir a Jorge Amado, Juan Rulfo, García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Roa Bastos y otros. Esta literatura conmovió profundamente a Europa, como una oleada de vitalidad, y no puedo dejar de evocar como un símbolo aquel espíritu de fiesta con el que García Márquez asombró y desbarató la solemnidad europea, cuando se apareció en Estocolmo con un enorme cortejo danzante y multicolor a recibir su Premio Nóbel…

   Hay otra observación sugerente que agregaba Scorza y que, relacionándola con la visión de Kusch, podríamos decir que denuncia el divorcio entre la racionalidad del Estado y nuestra vitalidad emocional: "La gran tragedia de la política −dice− es que la han hecho hombres que no supieron fundir en la acción la poesía y el amor, porque cuando llegaron al poder eran viejos. El mundo ha estado gobernado por viejos que habían perdido el sentido del erotismo". Vale la pena reflexionar, desde este ángulo, sobre la influencia deshumanizante que impone a la sociedad la esfera de lo estatal, y cómo el erotismo, en tanto factor primordial de la vida, resulta excluido de esa legalidad alienada que nos rige. Y lo fundamental es esa fiesta de vivir que dice Scorza, porque "la verdadera revolución es la felicidad".

   Intentemos resumir ahora una conclusión, a partir de los materiales que hemos ido desgranando. América Latina es un continente en ciernes, una promesa, algo que no está terminado de hacer. Una imagen obvia, pero certera, para definirla, es la de la juventud. No la idealicemos: la juventud está llena de errores, de taras e insuficiencias. Es la etapa en que nos cuesta independizarnos de las tutorías materiales y espirituales de nuestro progenitores. Es una época en la que es problemático prever, en la que preferimos disfrutar antes que acumular. Podemos cometer tremendos extravíos, y caer en la tentación de despilfarrar nuestro patrimonio. Pero estamos a tiempo de cambiar, podemos elegir, tenemos un futuro disponible. Disponemos de enormes energías para imaginarlo y emprenderlo.

La latinoamericanidad es esto que estamos siendo aquí, con todo nuestro desconcierto a veces, y con toda nuestra vitalidad. Pero es sobre todo un espacio abierto a la imaginación, una identidad inacabada en la que caben todos nuestros sueños, un ser virtual que nos otorga la libertad de elegirnos, más allá de lo que han querido hacer de nosotros hasta ahora.

   La latinoamericanidad es también un proyecto colectivo, una utopía si se quiere, en el buen sentido del término; la conciencia de una necesidad de reintegración continental, la base para nuestros otros proyectos de cada país, la condición de nuestro progreso, el principio y el fin de las soluciones políticas y sociales de fondo. Tenemos que abolir las fronteras para comunicarnos, tenemos que volver a darnos los rostros y no las espaldas entre nuestros países, a mirarnos, a aprender unos de otros, lo que por cierto nos ahorraría tantos malos pasos pudiendo aprovechar la experiencia próxima de los pueblos vecinos.

 

   Pero todo esto es más y es menos que un proyecto político. Lo que quisiera proponer o sugerir como conclusión es una revolución copernicana en nuestras cabezas, para empezar a asumir ya nuestra latinoamericanidad, nuestra identidad continental, empezar a entender lo que estamos siendo, que es el único camino hacia nuestra plenitud humana. Tenemos que aceptarnos como somos, lo que implica admitir también lo que no somos, con nuestras inmensas carencias, con la "indigencia" de que hablaba Kusch, buscando la síntesis que realizaremos en la hora de la madurez. Una síntesis que reconcilie el lado oscuro, primigenio de nuestra existencia −el fondo bárbaro o demoníaco que diría Kusch, la emocionalidad que conecta con el "espíritu de la tierra" de Scalabrini− con la cultura occidental y universal en la que debemos dejar de ser un territorio periférico, una anomalía esperpéntica o una parodia, para enriquecerla desde nuestra originalidad. Quizás esto contribuya a hacer más notable el mundo, sin renunciar por eso a la fiesta de la vida. Porque, como quería Perón y lo dijo tan bien Scorza, tal vez la verdadera revolución es la felicidad.

 

Fuentes

R. Scalabrini Ortiz, El hombre que está solo y espera , Buenos Aires, Gleizer, 1931.

R. Kusch, La negación en el pensamiento popular , Buenos Aires, Cimarrón, 1975.

R. Kusch, La seducción de la barbarie  (lª ed. 1953), Buenos Aires, Fundación Ross, 1983.

M. Scorza, declaraciones a El País , Madrid, 23 de febrero de 1983, en Testimonio Latinoamericano N° 21/22, Barcelona, ​​diciembre de 1983.

R. Konetzke, América Latina II. La época colonial , Madrid, Siglo XXI, 1978.

TS Di Tella, Sociología de los procesos políticos , Buenos Aires, GEL, 1986.

J. Rulli, entrevista por Mona Moncalvillo, Unidos N° 9, abril 1986.

F. Luna, Perón y su tiempo I. La Argentina era una fiesta , Buenos Aires, Sudamericana, 1984.

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