publicado en la revista Ñ , de Clarín , 3 de enero de 2004
Pasados los festejos por los “20 años de la democracia”,
debemos reflexionar sobre la calidad de nuestras instituciones y gobiernos.
Un mandamiento primordial del judeo-cristianismo y de otras religiones es "no invocar el nombre de Dios en vano". Recuerdo que de niño no entendí la prioridad de este precepto, pero con los años se me hizo evidente la importancia de la palabra, sin la cual no hay comunicación ni conocimiento, y también la certeza de que hay palabras sagradas, o necesarias, cuya degradación puede ser irreparable.
Por favor, no invoquemos la democracia en vano. Vale la pena rescatar el significado del concepto: gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, según el discurso clásico de Abraham Lincoln.
La elaboración de esta categoría del pensamiento político se remonta a Platón y Aristóteles –aunque ambos, por cierto, desconfiaban del gobierno de las mayorías– y culmina, tras siglos de debate, con las concepciones modernas, influidas por la confrontación entre ideas liberales y socialistas , que aportaron la distinción entre democracia formal (de procedimientos) y sustancial (de metas). El célebre politólogo italiano Norberto Bobbio enseña que la democracia debería ser perfecta y sustancial, es decir, del pueblo y para el pueblo; una síntesis hasta ahora irrealizada, agrega, y por lo tanto utópica.
Ahora bien, en días recientes escuchamos por todos los medios de comunicación evocar nuestros "veinte años de democracia". ¿Qué democracia? Nadie puede dejar de festejar que hayamos vivido dos décadas sin dictaduras de facto, pero llamar democracia a la sucesión más o menos regular de gobiernos constitucionales es un abuso de lenguaje.
En otros tiempos era mas claro. Este año se registró el siglo y medio de la Constitución de 1853, en cuyo texto no aparece ni una sola vez la palabra democracia. Aunque el proyecto de las Bases de Alberdi definía el gobierno de la República como "democrático", los convencionales acogieron casi todas sus propuestas excepto ésa, y resolvieron adoptar la forma de gobierno "representativa republicana". Para que no queden dudas, a fin de eliminar puebladas u otros desbordes, añadieron que "el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades". Los constituyentes preferían una república aristocrática, y entendían que la democracia era otra cosa.
Lo tienen igualmente claro los congresales que votan la frustrada Constitución unitaria de 1819, acompañándola con un manifiesto donde proclaman la máxima "todo para el pueblo y nada por el pueblo", conforme a cual la participación popular se reduce a "la propuesta de elegibles ".
En el siglo XX, a pesar de las reformas que tendieron a ampliar la participación ciudadana, las cosas no mejoraron mucho. En realidad, los progresos han sido "de palabra", pero devaluándola. Se ideó un concepto redundante: la democracia participativa. Las nuevas constituciones, en el nuestro y otros países, trazan en todo caso un programa democrático, que está lejos de concretarse.
La reforma de 1994 incluyó en la Constitución argentina formas de participación democrática directa, como la iniciativa legislativa y la consulta popular, proscribió a cualquier futuro usurpador de la autoridad estatal y amplió el elenco de los derechos humanos; faltó instituir la revocatoria de mandatos (como en la Constitución bolivariana de Venezuela), el acceso pleno a la información pública, etc.; está pendiente el desarrollo legislativo de cláusulas claves sobre el ejercicio de los poderes, y falta sobre todo hacer cumplir la letra y el espíritu de muchos derechos fundamentales sancionados. Además, así como en nuestro sistema político gravitan factores de poder económico y corporativos, es previsible que sigan irrumpiendo otros modos de intervención popular,
Comúnmente, en el discurso de demasiados políticos, comunicadores y gobernantes no hay diferencia entre el programa y la realidad: "vivimos en democracia". He ahí por lo menos un error, y por lo más una mistificación.
Este equívoco es un recurso de propaganda de las "grandes democracias" occidentales, funcional ayer en la pugna con los "totalitarismos" comunistas y hoy con los "fundamentalismos" tercermundistas. Sin embargo, es fácil advertir que la confusión se vuelve en contra de los manipuladores, porque lleva a los desposeídos y marginados a descreer de "la democracia".
En el fondo, Raúl Alfonsín tenía razón: la democracia garantiza no sólo las libertades, sino también el alimento, la salud y la educación. La trampa consistía en creer que el gobierno constitucional que él presidió era sin más la democracia. Carlos Menem tampoco se privó de autoproclamarse demócrata, aún cuando confesara que su ardid para subir al poder fue prometer lo contrario de lo que iba a realizar. Ni hablar de De la Rúa, cuyo gobierno debutó sobornando a senadores, en la mejor tradición de la “democracia tarifada” (según expresión de su ex vice). El presidente Kirchner propone que seamos serios, y sin duda él ha renovado las esperanzas de nuestra sociedad, devolviéndonos la confianza en la lucha política por vías democráticas; pero convengamos en que todavía falta para llegar a la democracia.