El más fuerte no es nunca bastante fuerte para ser siempre el señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber... Convengamos, pues, que fuerza no constituye derecho, y que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legítimos.
Jean Jacques Rousseau, Contrato social
Los habitantes de nuestra campaña han sido robados, saqueados, se les ha hecho matar por millares en la guerra civil. Su sangre corrió en la de la independencia... Se ha proclamado la igualdad y ha reinado la desigualdad más espantosa: se ha gritado libertad y ella sólo ha existido para el poderoso. Para los pobres no han hecho leyes ni justicia, ni derechos individuales, sino violencia, sable, persecuciones injustas. Ellos han estado siempre fuera de la ley.
Esteban Echeverría, Lecturas en el Salón Literario
Según la biografía que Eduardo Gutiérrez garantizó a sus lectores de La Patria Argentina con los sumarios y documentos policiales a la vista, Juan Cuello era un criollo bien parecido, osado y temerario, que se había cargado a varios esbirros de Rosas y ganó celebridad en la campaña como salteador, saliendo airoso de innumerables entreveros merced a su diabólica destreza con el trabuco, el facón y las bolas, cuando acudió a los toldos de la frontera de Azul, encontrando allí no sólo el amparo y la protección del cacique Mariano Moicán, quien supo apreciar su baquía y sus muestras de amistad, sino también el amor más apasionado que jamás sintiera antes por una mujer, Manuela, la hermosísima hermana del cacique, ante cuyos encantos cayó rendido; para poder conquistarla y pagar su dote, el gaucho Cuello se plegó a los indios en sus excursiones clandestinas arreando ganados ajenos y así, peleando, robando, matando a los infieles y cristianos que se atravesaron en su camino, reunió dos tropillas de magníficos caballos y una cantidad de lujosas prendas escogidas para ella, y hasta le regaló el anillo que conservaba como recuerdo de su madre, todo lo cual parecía poco a cambio de la dicha de tenerla, sin sospechar que la ingrata, cuyo corazón estaba ya irremediablemente envenenado por la codicia, iba terminar tentada por el dinero de los huincas, entregándolo maniatado a los milicos que habían puesto precio a su cabeza (Gutiérrez, 1880).
La tragedia de Juan Cuello, héroe clásico de un folletín que conmovió al público de su tiempo, expuso el entrelazamiento de las andanzas y amores del bandolero con la vida marginal de las tribus pampas; de lo cual resalta, aún más allá de la intención del narrador, tanto las insidias y la ambigüedad de la coexistencia de la civilización y los bárbaros, como la íntima afinidad entre los jinetes de la llanura, algo que sugiere una comunidad más estrecha de lo que tal vez nos han hecho creer. Al fin y al cabo, los gauchos descendían de los indios, y morar en la toldería era como volver al regazo materno.
Los descastados
En el comienzo, en los lindes de la sociedad colonial, más allá de los territorios ocupados efectivamente en nombre de Dios y del Rey, los espacios libres eran otro mundo: el reino del ganado bagual y los jinetes bárbaros. Los vacunos y yeguarizos traídos por los conquistadores se reprodujeron como manadas salvajes en las pampas del sur, igual que en las praderas vírgenes de todo el continente americano, y este recurso providencial acarreó consecuencias impensadas. Ciertos grupos nativos encontraron un medio de subsistencia en las primitivas actividades pastoriles, lejos del control de la autoridad.
Varias tribus no sometidas se desplazaron hacia las áreas vacantes donde abundaba el ganado y se adiestraron para montarlo, cazarlo o domesticarlo, alimentándose con la carne y traficando los subproductos de sus despojos. Criollos, negros y mestizos de toda clase siguieron el mismo destino, escapando del yugo colonial y sus reglas de apropiación de los recursos y sujeción de las personas.
Este fue el origen de los gauchos, una suerte de descastados de procedencia muy diversa. Entre ellos había perseguidos de la justicia, esclavos fugados, desertores de los cuerpos militares e indios separados de sus tribus. Eran personas que no tenían o que abandonaban su pertenencia a alguna familia o comunidad. El régimen hispánico contemplaba diferentes estatutos para españoles, indios y esclavos, proscribiendo los cruces, y la creciente masa de mestizos era por lo tanto una anomalía legal, que no tenía un lugar aceptable en la sociedad regular (García, 1936; Rosenblat, 1945 y 1954; Rodríguez Molas, 1968; Puiggrós, 1957: 154-159; Slatta, 1985: cap. 1 y 2).
Los mulatos, zambos, mestizos o pardos de cualquier pelo, fruto de uniones ilegítimas o reprobadas, carecían a menudo de un hogar que los contuviera. Por causas voluntarias o forzosas, padecían o disfrutaban una existencia sin ataduras. No era tampoco raro encontrar europeos que por variadas circunstancias se internaban en las pampas. Por ejemplo, dos centenares de rubicundos soldados británicos, desembarcados en las invasiones de 1806 y 1807 en el Río de la Plata, que desertaron y cruzaron la frontera para ir a mezclarse con los aborígenes y los vagabundos del desierto.
En aquellas fabulosas llanuras irredentas, cada cual valía por sí mismo sin tener que dar cuenta a nadie. En los márgenes de la civilización colonial, en contacto con ella pero fuera del orden, arraigaron formas de subsistencia alternativa, otros códigos y otra manera de ser. Para la gente ilustrada en la visión eurocéntrica, era la barbarie. Es sugestivo que en un comienzo a los gauchos se les llamara gauderios, cuya raíz latina gaudere significa gozar o regocijarse; aunque el nombre que prevaleció deriva probablemente del quichua huacho, huérfano.Tras la frontera la vida humana no era idílica, pero regían las leyes de la naturaleza por sobre las de la corona y la amplitud del horizonte alentaba la ilusión de la libertad.
Cada vez que el sistema de ocupación colonial avanzó desde las ciudades hacia esas regiones periféricas, tropezó con disturbios rebeldes. La organización del Estado y su monopolio de la violencia chocaba en particular con la existencia de las tribus pastoras y los vaqueros errantes, que sostuvieron confrontaciones análogas con el poder de los propietarios, comerciantes y funcionarios. En el marco de tales conflictos, gran parte de lo que se calificaba como bandolerismo no eran sino modos de autodefensa de esos grupos autóctonos.
Jinetes sin rey ni ley
Si bien la ganadería fue una actividad importante en todo el ámbito del Virreinato del Río de la Plata, adquirió mayor peso relativo en el litoral de los ríos Paraná y Uruguay, donde no había prosperado la explotación del trabajo servil de los indígenas ni las plantaciones esclavistas, y donde las pasturas naturales favorecían la multiplicación de los rebaños. Dadas las escasas alternativas de trabajo y progreso en los asentamientos coloniales regulares, es fácil de comprender que muchos "mozos perdidos" de los poblados se fueran a la caza del ganado cimarrón, haciéndose "cimarrones", mezclándose con los aborígenes y aprendiendo de ellos. Gauchos e indios obtenían su provisión de alimentos y "vicios" por la venta o el canje de cueros -de gran demanda por sus múltiples aplicaciones para confeccionar útiles y vestimentas- y también de grasas, astas y cerdas, pieles de zorros y nutrias, plumas de avestruz, etcétera.
Las praderas templadas se continuaron en Rio Grande do Sul hasta los asentamientos portugueses de la costa, y los gaúchos riograndenses que medraban por allí apenas se diferenciaban de los gauchos argentinos por el habla. Con algunos rasgos parecidos, los vaqueiros del noreste del Brasil se apartaron del poder colonial en la geografía de peculiares contrastes climáticos de los sertones. Más allá, en las extensas sabanas tropicales del interior del Virreinato de Nueva Granada, las condiciones de abundancia de ganado montaraz facilitaban la proliferación de otra clase de jinetes libres: los llaneros. En México, Chile y demás regiones de colonización hispánica, la actividad pastoril fue en general menos propicia a la independencia de los vaqueros. Los charros mexicanos, los huasos chilenos, como más tarde los vaqueros, estaban más integrados a la economía de los ranchos o estancias. Pero tal como los tehuelches, los mapuches o los charrúas del extremo sur, en las planicies americanas del norte las tribus comanches, apaches, cheyennes y otras, adoptaron el caballo y mantuvieron su autonomía durante largos años, dedicados a la caza o a la cría de diversas especies de ganado (Hofstadter & Lipset, 1968; Slatta, 1997; Da Cunha, 1980; Slatta & Izard, 1987).
Los gauchos, como los llaneros, llegaron a constituir una capa social importante. Vivían ocasionalmente en las tolderías y tenían compañeras indígenas, o raptaban mujeres criollas. A menudo, al llegar a cierta edad, ocupaban algún sitio para levantar su rancho y formar una familia, trasladándose según las estaciones para realizar diversas tareas ganaderas y agrícolas. Los criollos podían trasponer más fácilmente que los indígenas la frontera de ambos mundos y las barreras raciales del régimen de castas; pero los indios se iban acriollando y mezclaban su sangre con la de los europeos, africanos y americanos, de tal modo que la distinción entre unos y otros era a veces borrosa.
En general, los gauchos poseían un acendrado orgullo de su condición, rindiendo culto a las virtudes del coraje y la generosidad. Conocían los recursos de la vida en el campo, sabían ver y oir a la distancia, podían comunicarse a través de señales de humo, ventear o anticipar los cambios climáticos e interpretar cualquier rastro humano o animal. Excepcionales jinetes, eran diestros en el manejo de sus útiles de caza y de trabajo: el cuchillo o facón, las boleadoras, el lazo y la pica, chuza o lanza.
La situación de estos hombres era particularmente fluída en sentido geográfico y laboral. Moradores de zonas alejadas, podían vivir de la caza del ganado, de los ñandúes, mulitas y otros animales, o de la pesca en ríos, lagunas y bañados. Como trabajadores autónomos, tenían tratos con los comerciantes para vender o trocar los productos que tenían mercado. Y eran mano de obra calificada que se empleaba en las vaquerías, rodeos y yerras, los contrataban las estancias como arrieros o domadores, e incluso se convertían en braceros en tiempos de cosecha. Estaban disponibles para las maniobras del contrabando o cualquier otra empresa ilegal, y también podían ser ladrones o asaltantes. En los empleos estacionales o temporarios se los llamaba en general changadores, vocablo procedente del aimará chango, muchacho, del que derivó la noción de changa. Aunque la variedad de ocupaciones y las mutaciones históricas hacen un tanto difícil precisar sus contornos como categoría social, fueron sin duda un sector numeroso en las inmensas praderas del litoral y en otras áreas del interior de las provincias del Plata (Mayo y otros, 1987).
Ninguno estaba vinculado a un patrón o un lote de tierra. "Hombres sueltos" se les llamó en los papeles de la época, pues gozaban de una movilidad y autonomía contrastante con la situación de las poblaciones generalmente labradoras. Gente "sin ley ni rey" se dijo.
La privatizacion del ganado
Las prolíficas manadas que vagaban por el campo eran consideradas como un patrimonio común según la tradición indígena, y también por antiguos precedentes hispanos. Juan de Garay, al refundar Buenos Aires en 1582, declaró que la caballada salvaje era propiedad comunal, a disposición de todos los residentes de la ciudad. Pero el sistema de licencia real para las vaquerías, la marcación de los animales y la progresiva delimitación y organización de las estancias convirtieron en delitos las antiguas faenas de los gauchos. La captura o matanza de ganado devino un ataque a la propiedad del rey o de los hacendados. El tráfico de cueros y de ganado en pie, al margen de las reglamentaciones monopólicas o sin pagar los tributos establecidos, fue sancionado como contrabando (Slatta, en Slatta, 1987: 51-53).
Claro que además de los gauchos e indios, no pocos estancieros, mercaderes y funcionarios operaban en el contrabando. Las prohibiciones y restricciones comerciales, que entorpecían la evolución económica y el abastecimiento de las poblaciones, eran lógicamente muy impopulares. Los espacios dilatados sin vigilancia suficiente y la venalidad de las autoridades permitían burlar la ley con facilidad. El tráfico clandestino adquirió una enorme magnitud, y no hizo sino intensificarse con las medidas de relativa apertura comercial sancionadas a fines del siglo XVIII (Villalobos, 1986).
Adaptando estatutos de vieja data, los cazadores de ganado, y en general los "hombres sueltos", potenciales bandidos, fueron reprimidos con la figura de "vagancia". En España hay antecedentes sobre la compulsión a "vagamundos y holgazanes" desde 1369, cuando se dispuso que serían forzados a cumplir servicios militares o trabajos agrarios retribuidos sólo con alimentos, so pena de azotes. A mediados del siglo XVI se sancionaba con encarcelamiento a los recalcitrantes, aumentando el castigo de azotes, se los condenaba también a servir en galeras por ocho años, y hasta a perpetuidad si fueran reincidentes. Con la conquista, estas reglas se extendieron a América, contemplando en especial el caso de mestizos e indios "sin asiento u oficio",(Izard, 1991: 182-184) .
Por supuesto, el concepto de vago u ocioso difiere de su significado actual. Lo que se trataba de reprimir era la facilidad de esos hombres para desplazarse y trabajar por su propia voluntad. En el fondo, lo que se les negaba era la libertad.
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