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Los 90 años de Leopoldo Zea. El último viaje de un pensador americano

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publicado en Estudios Trasandinos, nº 10-11, Santiago de Chile, 2004

            Sesenta años de docencia, dieciséis doctorados honoris causa, cincuenta y seis libros publicados, incontables discípulos e incesantes estudios sobre su obra: la trayectoria del filósofo mexicano Leopoldo Zea ha transcurrido el siglo XX e ingresa al nuevo milenio sin perder su vigor polémico. El año en que cumplió los 90 no dejó de venir a la Argentina, país al que lo unen importantes lazos (su esposa María Elena Rodríguez Ozán es mendocina) y en el cual sus ideas no han tenido aún la repercusión que merecen.

            Zea es un precursor del pensamiento latinoamericano, un visionario que recorrió el continente desde la década de 1940 predicando la emancipación intelectual. En una época en que crecían los movimientos nacionalistas y populares desafiando al imperio capitalista, él replanteó la filosofía de la historia en un sentido liberador. Como escritor, sus ensayos clásicos (El pensamiento latinoamericano, Discurso desde la marginación y la barbarie, La filosofía americana como filosofía sin más, Dialéctica de la conciencia americana) le quitaron el polvo a la erudición del pensamiento abstracto con una pasión poco común por las cosas de este reino. 

            Alto y delgado, de ojos vivaces y sonrisa plácida, Zea habla con la sencillez de sus paisanos: “Digo lo que pienso. La filosofía no es solamente un bla-bla-bla, es tratar de comprender el mundo. Es lo que hice siempre, con el afán de enseñar a vivir, a actuar”.

            Invitado por el Corredor de las Ideas del Cono Sur, convocatoria interdisciplinaria promovida en nuestros países por un núcleo de intelectuales americanistas, vino a participar durante la tercera semana de noviembre del 2002 de las jornadas que coordinó en la Universidad Nacional de Rio Cuarto el equipo de Carlos Pérez Zavala. Don Leopoldo, como otros invitados del exterior, encontró ciertas dificultades (signo de los tiempos de crisis del modelo neoliberal) para llegar al centro geográfico de la pampa húmeda, donde hace tiempo se suprimió el ferrocarril, luego se paralizó el aeropuerto, y ahora las carreteras estaban cercadas por las inundaciones. Tuvo que volar desde Buenos Aires a Córdoba y de allí completar el trayecto en automóvil, aunque nada de ello amenguó su excelente ánimo.

Así como los líderes mexicanos suelen jactarse de sus ancestros indígenas, Zea rescata con naturalidad a los antepasados tlascaltecas que tiene por el lado materno. Cuenta que a su padre (de quien heredó el apellido vasco) no lo conoció. “Estaba metido en la Revolución, y cuando yo tenía diez años vino a verme, me dijo que era mi padre y me regaló cien pesos. Nunca más lo vi. Después supe que lo mataron”. Fue su abuela materna la que lo crió y se preocupó por educarlo. Ella también había sido abandonada por su marido, un soldado de las tropas de Juárez que en el siglo anterior luchaban contra el emperador Maximiliano y los invasores franceses. 

            Zea evoca haber contemplado, de la mano de su abuela, el paso de los legendarios héroes campesinos Pancho Villa y Emiliano Zapata, atravesando las calles de la ciudad de México para llegar al Palacio Nacional. Aunque sus primeros maestros fueron los jesuitas y los sacerdotes del Colegio Lassalle, nunca lo convencieron. Repitiendo un dicho popular, él confiesa creer en Dios “pero no en los curas”. Durante su juventud acompañó las luchas políticas de José Vasconcelos y estudió filosofía, mientras trabajaba como mensajero en la compañía de Telégrafos. Alumno del emigrado español José Gaos, éste lo incitó a emprender su carrera académica.  

            Sus propuestas filosóficas tuvieron ecos entusiastas y también críticos. El sociólogo mexicano González Casanova escribió que la indagación de la identidad latinoamericana era tan ilusoria como “buscar un mirlo blanco”, y Zea le replicó que esa ave existe, porque su búsqueda permanente es una de las formas de nuestra identidad. Por otra parte, contra la opinión de otros analistas de su país, vio en el primer peronismo y en el varguismo brasileño el empuje de las mismas fuerzas sociales que inspiraron la Revolución Mexicana de 1910 y las reformas del período de Lázaro Cárdenas.

            Cuando en 1958 el presidente López Mateos lo tentó a entrar en la política y lo puso al frente del Instituto de Investigaciones Políticas, Sociales y Económicas, invocando el quimérico propósito de “democratizar al PRI” (el Partido Revolucionario Institucional), se embarcó en esa tarea de dudosos resultados. Fue además director de Relaciones Culturales de la Cancillería, cargo desde el cual apoyó la descolonización en África y denunció la invasión de los marines yanquis a la República Dominicana (cuyo presidente en 1965 era un intelectual descollante de aquel país, Juan Bosch). Fueron experiencias importantes, pero acabó volviendo a la Universidad a tiempo completo.

            Don Leopoldo ha vivido para ver el reconocimiento de su obra y recuerda con emoción las distinciones que le tributaron en Atenas, en Rusia, en Cuba, en España. Cuando compitió en Venezuela por el premio Bolívar, que le otorgaron paradójicamente al rey Juan Carlos de Borbón, se acordó de las enseñanzas de Gaos, quien sostenía que España debía librarse ante todo de sí misma, e improvisó un discurso para decirle al rey que, en la medida en que contribuía a liberar a España de la herencia de los godos y del franquismo, estaba haciendo lo mismo que hizo Bolívar en América.

            Cree que a la globalización hay que analizarla como una oportunidad para los pueblos emergentes y afirma que la frontera con Estados Unidos es un reto: “En el pasado, ellos nos quitaron más de la mitad del territorio mexicano. ¿Cómo recuperarlo? Pues invadiéndolos, pero con los emigrantes, como sucede ahora. Alguien escribió que lo recuperaremos en la cama, reproduciéndonos” remata con una sonrisa contagiosa.

Los países del sur deberían rechazar los cantos de sirena de la anexión económica, tanto como el miedo con que hoy se prepara la agresión militar. La táctica del presidente Bush, observa Zea, es aterrar a su propio pueblo. Así como antes blandían la amenaza comunista, ahora el pretexto es que “vienen los talibanes”.

En cuanto a la Argentina, en medio de lo peor de la crisis no dejaba de ver signos alentadores. “Me duele lo que está pasando. Pero me parece bien que el gobierno le diga no al Fondo Monetario. Hay que mantenerse firmes. Hay que mantener la dignidad”.

            En el aula mayor de la Universidad de Río Cuarto, tras escuchar los aplausos con que lo homenajearon cientos de profesores, investigadores y estudiantes argentinos, brasileños, chilenos y de otros países sudamericanos, flanqueado por Arturo Andrés Roig, Hugo Biagini y otros promotores de la reunión, Leopoldo Zea pronunció su conferencia inaugural del Quinto Encuentro del Corredor de las Ideas, llamando a integrar los esfuerzos por un filosofar de nuestra América: conscientes de que entramos a una historia impuesta por la conquista y la colonización occidental, pero confiados en una identidad milenaria a rescatar, en un tesoro universal que debemos seguir descubriendo en nosotros mismos.  

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