carta en Ñ , Clarín , 13 de agosto de 2005; artículo en www.Argenpress.info , 26 agosto 2005
Es interesante que los historiadores académicos se preocupen por llegar al público lector, es decir, a una audiencia más amplia que la de los estudiantes que constituyen la clientela cautiva de las bibliografías obligatorias. A esto se refería hace poco en las páginas de Ñ (revista de Cultura de Clarín , N° 91) un artículo de Ricardo Cicerchia, esbozando una autocrítica del gremio de historiadores universitarios, según el teorema de que el espacio ocupado por la novela histórica es proporcional a la distancia que este gremio establece con aquel público, debido a su hermetismo ya un profesionalismo demasiado endogámico; todo lo cual habría permitido que una comunidad de lectores “más perezosa” fuera capturada por cierto marketing editorial.
Efectivamente, la plaga de las malas novelas históricas ha hecho estragos en nuestro país. No sólo las malas: incluso algunas buenas, como La novela de Perón o Santa Evita de Tomás Eloy Martínez, son ejemplos de una abusiva manipulación de los datos históricos por escritores que mezclan de manera indiscernible –este es el punto– historia y ficción.
Ahora bien, en nombre de la “práctica profesional”, Cicerchia amplía el radio de censura a otros textos que atacan “los engaños de una supuesta historia oficial”, refiriéndose a lo que Luis Alberto Romero (en La Nación ) bautizó con desdén “neorrevisionismo de mercado” y Tulio Halperín Donghi (en Ñ de Clarín ) denomina también neorrevisionismo, el cual ejemplificarían los bestsellers de Pacho O´Donnell, Felipe Pigna y Jorge Lanata.Aunque Cicerchia no da nombres, al tachar de oportunistas a los autores que tratan “lo que no se contó”, “los secretos” y “los ADN”, me siento aludido (aunque mis libros sobre el origen de San Martín y otras refutaciones a las verdades académicas no cotizan tanto en las listas de más vendidos y no muchos historiadores se han dado por enterados de su contenido).
Cicerchia rechaza por falaz extender a la lectura de nuestra historia el denuncialismo sobre la corrupción e impunidad del sistema institucional, coincidiendo con las afirmaciones de Halperín Donghi de que el neorrevisionismo, empeñado en desenmascarar a quien sea, estaría promoviendo una desvalorización general de las figuras históricas o una “demolición universal” de la historia argentina como un conjunto de imposturas. Sin duda hay una relación muy sugestiva entre el clima de opinión decididamente crítica de las instituciones políticas, manifestada tras el 21 de diciembre del 2001, y los ensayos históricos que postulan ciertos nexos causales entre las tempestades de hoy y los vientos sembrados en el pasado, impugnando la llamada historia oficial.
Pero ¿qué iconoclastia es la que perturba en esta nueva tendencia a revisar la historia? Los ensayos más representativos de la misma resaltaron el proyecto original de la emancipación y rescataron a los revolucionarios que lo encarnaron. No se trata de “que se vayan todos”. A nadie escapa que esta tendencia –aunque se aparta del sesgo del viejo revisionismo que invertía el elenco de dioses y demonios– conmueve las estatuas del Olimpo liberal, ésas cuyos nombres siguen siendo las de las calles más importantes de nuestras ciudades, y en las que el sentido común no puede dejar de ver a los precursores de calamidades tan palpables del país como el endeudamiento externo, el desprecio por el propio pueblo, la represión racista y genocida o la falsificación de la democracia.
El éxito descomunal de los libros de Pigna, no es ningún misterio, se debe a su elocuente caracterización de los horrores coloniales que provocaron la revolución de la independencia, las maniobras de los entregadores de esa revolución y los crímenes cometidos por los “liberales civilizadores”; relato al que se pueden objetar omisiones o recursos periodísticos discutibles, pero pone el dedo en la llaga de los males constitucionales del país: un cuadro inquietante en el que relucen, por cierto, las tremendas semejanzas entre el significado y los métodos de la “organización nacional” y los del más reciente Proceso que se autodenominó de “reorganización”.
Ese es justamente un déficit de la historiografía académica, volcada a indagar con excesiva prudencia los intersticios que no contraríen la historia oficial o, en sus proyecciones más ambiciosas, demasiado complaciente con los poderes del establishment del pasado y del presente.
Es dudoso que la “contraofensiva” de los historiadores que menta Cicerchia haya logrado acortar aquella distancia del teorema. El dilema más relevante que se presenta no es investigación versus novela o divulgación histórica, sino entre una historiografía conformista o encubridora y una historiografía crítica. La ciencia histórica, además de proporcionar empleo a sus cultores, tiene que servir a la reflexión de la sociedad sobre sus problemas. Aunque la investigación académica ha hecho innegables aportes, en los cuales encuentra fuentes necesarias cualquier interpretación crítica, la escuela que predominó en nuestras universidades sigue siendo tributaria de la clásica “historia oficial”, no tanto por repetirla sino por asumir los mismos presupuestos de fondo.Nadie lo explica mejor que el mismo Halperín Donghi cuando cuenta que su referente José Luis Romero desaprobaba que se dedicara a la historia argentina, por ser “una ambición intelectual muy modesta”. Lo importante era la historia de Europa. Por suerte Halperín Donghi no le hizo caso, aunque lamentablemente su lugar de trabajo sea Berkeley.
Lo que tales mentores imponen es la mirada desde el “centro”, desde donde se interpreta lo que sucede en nuestros arrabales. La lógica del sistema universitario global es graduarnos en el exterior, profesar y publicar en el primer mundo. El modelo, el sentido de los procesos históricos, es la sociedad occidental “desarrollada”. La enseñanza y la investigación, en ese molde, tenderá a explicar por qué tuvimos que ser periferia, de un modo que se confunde con la justificación, despreciando los movimientos o proyectos que fracasaron (el primero de los cuales fue el de la independencia). En numerosos programas de estudio la Argentina empieza en 1880, ya que todo lo anterior sería algo como una prehistoria caótica e incomprensible.Así recaemos siempre, en definitiva, en la versión de los venedores, esa especie de darwinismo histórico.
Una historiografía crítica o militante, capaz de cuestionar lo que fue y de analizar las alternativas, no debería ser antagónica a la investigación universitaria, aunque sus incipientes ensayos irritan a algunos historiadores (¿no serán estos los “perezosos”?). En cualquier caso, es lo que interesa al público lector, en particular a los estudiantes y los jóvenes que se plantean de algún modo el anhelo de hacer o contribuir a otra historia.