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Capítulo I. RETRATOS

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París, 1843

   El primero de septiembre todavía era verano en el hemisferio norte. Un joven tucumano, escritor y abogado, venido desde el otro lado del mundo, de las costas del Río de la Plata donde se cernía la bárbara tormenta de la guerra, respiraba por primera vez los aires de la civili­za­ción europea, disfrutando de la engañosa calma de París. Esta ciudad, acerca de la cual había leído tanto, se ofrecía por fin ante sus ojos que trataban de reconocerla. 

   Juan Bautista Alberdi, aquel hombrecito de figura enjuta, semblante pálido y expre­sión melancó­li­ca, se hallaba esa mañana en la resi­dencia de don Manuel José Guerri­co, comer­cian­te porteño muy bien relacio­nado en el ambiente parisino, y se apres­taba a acompañarlo a cierto elegan­te entierro en el cemen­terio de Montma­r­tre, cuando apareció imprevistamente un ilustre amigo del dueño de casa.

   "Yo me ocupaba, en tanto que esperábamos la hora de la partida, de la lectura de una traducción de Lamartine, cuando Guerrico se levantó excla­mando:

-¡El general San Martín!

   Me paré lleno de agradable sorpresa a ver la gran celebridad ameri­cana, que tanto ansiaba conocer. Mis ojos clavados en la puerta por donde debía entrar, esperaban con impaciencia el momento de su aparición.

   Entró por fin, con su sombrero en la mano, con la modestia y apoca­miento de un hombre común. ¡Qué diferente le hallé del tipo que yo me había formado, oyendo las descripciones hiperbólicas que me habían hecho de él sus admiradores en América! 

    Por ejemplo, yo le esperaba más alto, y no es sino un poco más alto que los hombres de mediana estatura. Yo le creía un indio, como tantas veces me lo habían pintado; y no es más que un hombre de color moreno de los temperamentos biliosos. Yo le suponía grueso, y sin embargo de que lo está más que cuando hacía la guerra en América, me ha parecido más bien delgado; yo creía que su aspecto y porte debían tener algo de grave y solemne; pero le hallé vivo y fácil en sus ademanes, y su marcha, aunque grave, desnuda de todo viso de afectación.

   Me llamó la atención su metal de voz notablemente gruesa y varonil. Habla sin la menor afectación, con toda la llanura de un hombre común. Al ver el modo como se considera él mismo, se diría que este hombre no había hecho nada de notable en el mundo, porque parece que él es el primero en creerlo así.

  Yo había oído que su salud padecía mucho, pero quedé sorprendido al verle más joven y más ágil que todos cuantos generales he conocido de la guerra de nuestra independencia, sin excluir al general Alvear, el más joven de todos. El general San Martín padece en su salud cuando está en inacción, y se cura con sólo ponerse en movimiento. De aquí puede inferir­se la fiebre de acción de que este hombre extraordinario debió estar poseído en los años de su tempestuosa juventud.

   Su bonita y bien proporcionada cabeza, que no es grande, conserva todos sus cabellos, blancos hoy casi totalmente; no usa patilla ni bigote, a pesar de que hoy los llevan por moda hasta los más pacíficos ancianos. Su frente, que no anuncia un gran pensador, promete sin embargo una inteligen­cia clara y despejada; un espíritu deliberado y audaz. Sus grandes cejas negras suben hacia el medio de la frente cada vez que se abren sus ojos, llenos aún del fuego de la juventud. La nariz es larga y aguileña; la boca, pequeña y ricamente dentada, es graciosa cuando sonríe; la barba es aguda.

   Estaba vestido con sencillez y propiedad, corbata negra atada con negligencia, chaleco de seda negro, levita del mismo color, pantalón mez-cla celeste, zapatos grandes. Cuando se paró para despedirse, acepté y cerré con mis dos manos la derecha del gran hombre que había hecho vibrar la espada libertadora de Chile y el Perú. En ese momento se despedía para uno de los viajes que hace en el interior de la Francia en la estación del verano.

   No obstante su larga residencia en España, su acento es el mismo de nuestros hombres de América, coetáneos suyos. En su casa habla alternati­vamente el español y francés, y muchas veces mezcla palabras de los dos idiomas, lo que le hace decir con mucha gracia que llegará un día en que se verá privado de uno y otro, o tendrá que hablar un patois de su propia invención. Rara vez o nunca habla de política. Jamás trae a la conversa­ción, con personas indiferentes, sus campañas de Sud América; sin embargo, en general le gusta hablar de empresas militares".

   José de San Martín tenía entonces 65 años, y seguía siendo un enigma para sus compatriotas. Uno de los objetivos del viaje del joven Alberdi era hablar con él y aclarar las incógnitas en torno a su vida y sus campañas guerre­ras. Le habían intriga­do los insistentes comentarios sobre su apariencia de indio, pero él no lo veía tal; le daba la impresión de ser un típico criollo, un paisano; y aunque esas observaciones podrían haberlo encaminado a descubrir el misterio de su origen, no encontró la manera o no creyó prudente ahondar la indaga­ción.  

    El yerno del general, Mariano Balcarce, lo había invitado a pasar un día con ellos en Grand Bourg, a seis leguas y media de París. La grata excur­sión le permitió conocer el prodigio mecánico del "camino de hie­rro", viajando en aquellos carruajes sobre rieles por cuyas venta­nillas pasaban los árboles y edificios con asombrosa rapidez, hasta llegar a desti­no en no más de dos horas.

   La casa del general, rodeada por un amplio terreno arbolado, era un sólido edificio de un solo cuerpo con dos pisos altos. Sus paredes blanquea­das contrastaban con el negro de la pizarra que cubría el techo, y una profusión de dalias alegraba con sus colores el entorno.

   "Todo en el interior de la casa respira orden, conveniencia y buen tono. La digna hija del general San Martín, la señora Balcarce, cuya fisonomía recuerda con mucha vivacidad la del padre, es la que ha sabido dar a la distribución doméstica de aquella casa el buen tono que distingue su esmerada educación. El general ocupa las habitaciones altas que miran al norte. He visitado su gabinete, lleno de la sencillez y método de un filósofo. Allí, en un ángulo de la habitación, descansaba impasible, colgada del muro, la gloriosa espada que cambió un día la faz de la América occidental".

   El visitante se dio el gusto de examinar el sable corvo moruno, ignorando que cuatro meses después, en un gesto que él y otros liberales nunca le perdonarían, San Martín iba a dictar una cláusula en su testamento para legárselo a Rosas. También vio un par de grandes pistolas ingle­sas que lo acompañaron en la campa­ña del Pacífico, así como el estan­darte de Pizarro que le obse­quiara el Cabildo de Lima, del que en realidad sólo restaban fragmen­tos desfle­cados adheri­dos a un fondo de seda amari­lla, pero constituía el más elocuente símbolo de su logro: devolver la libertad a los pueblos conquistados.

   "¿Quién sino el general San Martín debía poseer este brillante gaje de una dominación que había abatido con su espada? Se puede decir con verdad que el general San Martín es el vencedor de Pizarro: ¿a quién, pues, mejor que al vencedor, tocaba la bandera del vencido? La envolvió a su espada y se retiró a su vida oscura, dejando a su gran colega de Colombia la gloria de concluir la obra que él había casi llevado hasta su fin.

   Los documentos que a continuación de esta carta se publican por primera vez en español, prueban de una manera evidente que el general San Martín hubiera podido llevar a cabo la destrucción del poder militar de los españoles en América, y que aún lo solicitó también con un interés y una modestia inaudita en un hombre de su mérito. Pero sin duda esta obra era ya incumbencia de Bolívar; y éste, demasiado celoso de su gloria personal, no quiso cederla a nadie. El general San Martín, como se ve pues, no dejó inacabado un trabajo que hubiera estado en su mano concluir".

   Estos apuntes de Alberdi se editaron en París, en un libro que contenía una biografía de San Martín y un apéndice documen­tal. Sin embar­go, como él mismo cuenta, el general no le facili­tó datos ni pape­les. El texto que se publicaría "por primera vez en español" era la traduc­ción de una carta fechada el 29 de agosto de 1822, que el publi­cista francés Gabriel Lafond había incluido en el tomo III de su obra Voyages autour du monde et naufrages célébres (Paris, 1843-1844); en ella San Martín mani­fiesta a Bolívar que tras la entrevista de Guaya­quil ha decidi­do retirar­se, conven­cido de que su presen­cia es el único obstácu­lo que impide al liberta­dor venezo­lano venir al Perú con su ejérci­to para termi­nar la guerra de la indepen­dencia.     

   El documento, del cual no se encontró en ningún archivo el origi­nal ni el borra­dor, y que según dio a entender Lafond le habría sido entregado por un ayudante de Bolívar, nunca fue reconocido ni desmentido por San Martín. En todo caso, pareciera que éste permitió a Lafond hacerlo circu­lar, así como luego lo hizo Alberdi, y más adelante también Sarmien­to. Hay fuertes razones para pensar que era una invención, consen­ti­da por él para dar una versión plausible del encuentro de Guaya­quil, sobre el cual siempre rehusó dar explicaciones.

   "la modestia. He aquí la manía, por decirlo así, del general San Martín; y digo la manía porque lleva esta cualidad más allá de lo que conviene a un hombre de su mérito...

   No hay ejemplo (que nosotros sepamos) de que el general San Martín haya facilitado datos ni notas para servir a redacciones que hubieran podido serle muy honrosas; y difícilmente tendremos hombre público que haya sido solicitado más que él para darlas. La adjunta carta al general Bolívar, que parecía formar una excepción de esta práctica constante, fue cedida al señor Lafond, editor de ella, por el secretario del Libertador de Colombia.

   Se me ha dicho que cuando la aparición de la Memoria sobre el general Arenales publicada por su hijo, un hombre público de nuestro país escribió al general San Martín solicitando de él algunos datos y su consentimiento para refutar al coronel Arenales en algunos puntos en que no se apreciaba con la bastante latitud los hechos esclarecidos del Libertador de Lima. El general San Martín rehusó los datos y hasta el permiso de refutar a nadie en provecho de su celebridad.

   El actual Rey de Francia, que es conocedor de la historia americana, habiendo hecho reminiscencia del general San Martín en presencia de un agente público de América, con quien hablaba a la sazón, supo que se hallaba en París desde largo tiempo. Y como el Rey aceptase la oferta que le fue hecha inmediatamente de presentar ante S. M. al general americano, no tardó éste en ser solicitado con el fin referido; pero el modesto general, que nada tiene que hacer con los reyes, y que no gusta de hacer la corte, ni de que se la hagan a él, que no aspira ni ambiciona a distin­ciones humanas, pues que está en Europa, se puede decir, huyendo de los homenajes de catorce repúblicas libres en gran parte por su espada, que si no tiene corona regia la lleva de frondosos laureles, en nada menos pensó que en aceptar el honor de ser recibido por S. M., y no seré yo el que diga que hubiese hecho mal en esto".

  [Juan B. Alberdi, "El general San Martín en 1843", en Obras completas, 1886-87] 

 

Buenos Aires, 1904

   En los días calurosos de febrero de 1904, el Comité Nacional de la Unión Cívica Radical había convocado en Buenos Aires una memorable asam­blea a la que iban llegando las delegaciones del interior. Se acercaba el fin de la presi­dencia de Roca y los radicales estaban en plena reorgani­zación del partido. En un hotel céntrico de la tradicional Avenida de Mayo, sede de la reu­nión, merodeaban y formaban corrillos numerosos civiles y militares de diverso rango.

   Ricardo Caballero, médico, político y escritor, oriundo de Córdoba y radicado en Santa Fe, proveniente de las huestes federales­, militante del radicalismo desde su funda­ción, aunque luego disidente de la ortodoxia yrigoye­nista, llegaría a ser un protago­nis­ta de los primeros triunfos electo­rales. Pero en aquel momento el objetivo no era acudir a las urnas sino hacer una revolu­ción.

   Años después, en un libro de memorias, Caballero recorda­ba que entonces vio por primera vez a Hipólito Yrigoyen.

   "En uno de los días previos a la reunión de la asamblea que voy historiando, en momentos en que la acera del hotel España sobre la Avenida de Mayo hormigueaba de concurrentes radicales, en la entrada principal, pasadas las once de la mañana, conocí personalmente al jefe de la conspi­ra­ción civil y militar en la que yo estaba comprometido con entusiasta fe. Hizo mi presentación el doctor Federico Marín, el menor de los hijos de un viejo patriarca del partido federal en Entre Ríos, don Alejandro Marín".

   En el vestíbulo del hotel, el joven Marín lo presentó a Yrigoyen como "uno de los nuestros", pues Caballero había vivido sus años adoles­centes en Paraná, compartiendo con los hermanos mayores de Marín las escaramuzas inicia­les del radicalismo entrerriano.

   "...Pero si bien atendió con deferencia a su joven y entusiasta amigo, a mí me tendió la mano con cierta frialdad, aunque noté que me escrutaba con mirada fría y profunda.

   No oculto que quedé sorprendido ante aquel hombre imponente, en el que se unían la bella reciedumbre y la distinción de nuestra raza. Me parece revivir aquel lejano momento y creo verlo aún. Alto, de color moreno cobrizo y redondeado el rostro, amplia y levantada la frente pálida, como esas cimas destinadas a recibir la luz; pobladas las cejas, finos los labios, correcta y proporcionada la nariz; todo el rostro de aquel hombre vivía la intensa vida de unos ojos grandes, rasga­dos, a veces coloreados por lampos verdosos o glaucos; ojos inteligentes y bravíos, suavizados en su expresión por una especie de melancolía dulce y lejana. Su personalidad irradiaba salud, fuerza, aplomo, resolución, serena ener­gía, inconmovibles designios.

   Era indudable, solamente al verlo, que venía cabalgando desde un lejano destino, este hombre excepcional que desde el severo silencio de su aislamiento había liberado a la mayoría de los argentinos auténticos de los demonios, de la desesperanza y de la concu­piscencia que preparaban la caída definitiva del país en los abismos de la abyección.

   El doctor Yrigoyen vestía en ese momento un traje negro de finísimo casimir inglés, cuya factura señorial y severa realzaba la elegancia de su persona; llevaba galera con amplia guarda de luto por la madre, doña Marcelina Alem, recientemente fallecida.

   No cambié con él ninguna impre­sión que valga la pena referir, sino es que al tomar el ascensor que conducía a los comedores reservados del hotel, nos invitó con sobria amabilidad, a Marín y a mí, diciéndonos:

   -¿Nos acompañan ustedes a almorzar?"       

   Ambos se excusaron, porque estaban citados en otro lugar con el doctor Pedro Molina, dirigente del partido radical en Córdoba, que por esos días planteaba diferencias tácticas con Yrigoyen. La reticen­cia de éste al conocer a Caballero se debía a la presunción de que se alinea­ba en la tendencia de Molina. No era así, sin embargo. Aunque Caballero escribía artículos para el diario La Libertad que dirigía Molina, y los acercaba una común prosapia federal, discre­paba con las posiciones econó­mi­cas liberales que el dirigen­te cordo­bés defendía en su periódico.    

   Yrigoyen tenía entonces 51 años y, según acotaba Caballero, era "un hombre de estudio" (en realidad no tenía título de doctor, aunque así lo llamaran sus correligio­narios); pero por sobre todo, era un argentino de "la vieja estirpe" de raíz campesina, en la que el mismo Caballero se reconocía por sus antepasados gauchos y ranqueles del sur de Córdoba. La clásica biografía de Manuel Gálvez mencionaba la ascendencia india de Yrigoyen, y Caballero -que citaba ocasionalmente a Gálvez- aludía muchas veces en su libro a "nuestra raza", al "origen racial" o a las "in­fluen­cias ances­trales de la raza" en el espíritu de don Hipólito, refiriéndose a la conjunción de la cultura criolla e indíge­na, ligada a la tradi­ción federal de las guerras por la patria. La tesis de este libro era que la UCR encarnaba una continuidad del federalis­mo, y que el princi­pal aporte a las puebladas radicales provenía de hombres de filia­ción federa­l.

   Yrigoyen, sostenía Caballero, se había desengañado del "doc­tri­na­ris­mo libe­ral" que se imponía en el mundo, y su posición ante los proble­mas sociales se funda­ba en los princi­pios cristianos de la digni­dad humana y en la solidari­dad para remediar las injusticias que soporta­ban las masas popula­res.

   "La tragedia de su familia perseguida, de su abuelo don Leandro Antonio Alem calumniado y asesinado judicialmente, mancillado su cadáver y su nombre por el odio unitario, lo ataba con lazos de sangre y de dolor.

   La comprensión de su poderosa inteligencia y la bondad de su alma, le llevaron por todos los senderos de su vida solita­ria, cavilando hasta encontrar la idea capaz de hacerlo resurgir morigera­do y renovado. Cuando esa idea iluminó con nítida luz los senos de su conciencia, se aferró a ella y le consagró su vida para realizarla. La bautizó con un nombre casi parabólico, incomprendido por sus propios discípulos, pero que lo traducía fielmente. Al movimiento cívico que dirigió, lo denominó La Reparación. El nombre revela la generosa intención de quien lo pronunciara. En labios del doctor Yrigoyen significó olvido de pasados errores y justicia futura para las masas argentinas desposeídas y olvidadas. Otro movimiento, el que animara el espíritu férreo del general Rosas, fue llamado por éste La Restauración, palabra que encierra la idea de fuerza, de violencia, de implacable energía frente a las oligarquías en su acción extranjerizante".

   Las concomitancias y vínculos con Rosas, en torno a lo cual Gálvez había tratado de develar más de un secreto, era también una obsesión recurrente en la obra de Caballero.

   En otros párrafos Caballero explicaba que, así como en el movimiento emanci­pador todas las co­rrientes políticas que lo atrave­saban se habían subordi­nado al objetivo de la independencia, Yrigo­yen concebía que bajo la bandera del radicalis­mo podían juntarse todos los matices doctri­narios que aspiraban a la libertad del voto. Pero el yrigo­yenis­mo tenía una misión de regeneración nacional y social, que no era comprendida por quienes preten­dían que fuera una agrupa­ción de conteni­do meramente político o insti­tu­cional.

   El caso es que en la asamblea partidaria de febrero de 1904 se conciliaron, por el momento, las diferencias. Molina ocupó la presiden­cia del Comité Nacional e Yrigoyen aceptó una presidencia honora­ria, para consagrarse a dirigir la acción clandestina.

   "Todos, jóvenes y viejos, disciplinamos nuestras ideas y nuestros sueños ajustándonos a la doctrina profunda y mística del doctor Yrigoyen, que él exponía con palabra serena, luminosa, emotiva y seductora, hasta en los arrebatos de encendida pasión que raramente lo exaltaba.

   Los representantes se dispersaron después de una semana de delibera­ciones secretas y públicas. En las sesiones secretas, que fueron dos, una vez conocidos en líneas generales los trabajos revolucionarios, se resol­vió proseguirlos en toda la república bajo las directivas del doctor Yrigoyen".

   Durante ese año, Caballero tuvo otros encuentros con Yrigoyen, para tratar los progresos del espíritu revolu­ciona­rio entre la oficialidad joven y la propaganda de los clubes partida­rios.

   "La recomendación de que nos ajustáramos cuidadosamente a las ideas sociales y políticas que nos había transmitido, nos era repeti­da con implacable tenacidad. Parecía seguir el precepto de la pedagogía hebraica que aconseja repetir hasta cuatrocientas veces lo que se desea enseñar.

   "-No deben dejarse perturbar --nos decía- por la crítica de los partidos mili­tantes que nos enrostran la falta de programa concreto. La reparación nacional que perseguimos no puede encerrarse en los límites de un programa porque ella los abarca y los sobrepasa a todos. La Reparación será reconocida y acatada por los mismos incomprensivos que hoy la comba­ten cuando, a nuestros esfuerzos y a nuestra rígida línea de conducta cívica y apostólica, la República incorpore a sus prácticas cívicas el voto garanti­do y libre, que es el único medio que poseen las organizacio­nes democráti­cas para expresar la soberanía de la voluntad mayoritaria. Los programitas o los programas vendrán después de la conquista de aquel derecho básico.

   La revolución del 4 de febrero de 1905 fracasó, pero no fue en vano. Años más tarde, el presidente Sáenz Peña reconoció la razón de los alza­mientos radicales y prometió garan­tizar comi­cios limpios. En 1911 la UCR decidió concu­rrir a las elec­ciones de la provin­cia de Santa Fe, donde Ricardo Caballero integró el segundo lugar de la fórmula. Yrigoyen no estaba de acuerdo al principio, pero luego lo aceptó.

   "Al abandonar la sede del Comité Nacional, anhelantes de acción rumbo a Santa Fe, el doctor Yrigoyen, en el umbral de la puerta de calle, nos retuvo un momento al doctor Antonio Herrera y a mí, y tomándonos del brazo dijo:

   -El movimiento de reparación nacional fue concebido para imponerlo y realizarlo por una fuerza selecta y auténticamente argentina. Por eso hemos vivido hasta hoy predicando ese ideal entre grupos escogidos de correli­gionarios, a los que podríamos haber denominado más bien amigos; cualquier finalidad práctica, cualquier deseo de medro personal, no tenía hasta ayer cabida entre nosotros. Ahora que ustedes han obtenido autoriza­ción para concurrir a los comicios, transformando la abstención y la conspiración en militancia política, sepan que la manera de actuar es totalmente distinta. La necesidad de triunfar requiere desde luego el número, y no podemos elegir los hombres como lo hemos hecho hasta aquí; ya no podremos reposar nuestro pensamiento en el regazo de comunes sueños, porque en las reunio­nes que van a realizarse en adelante, encontraremos hombres movidos por finalidades prácticas, por recónditas ambiciones personales, y tendremos que marchar por las calles llevando de un lado al hombre de intención más pura y del otro tal vez a algún pillete simulador y despreciable. Esto lo impone, lo exige, la lucha electoral en la que van a mezclarse. Pero no dejen que en las apasionadas luchas del interés se consuma del todo la idealidad que nos ha mantenido unidos hasta hoy; transen lo menos que puedan con la realidad.

   Después se alejó acompañado por un modesto amigo, meditativo y silencioso, como si la transacción a la que acababa de asistir lo hubiera ensombrecido".

[Ricardo Caballero, Yrigoyen. La conspiración civil y militar del 4 de febrero de 1905, 1975]

 

 

 

Madrid, 1965

El periodista Esteban Peicovich y su mujer llegaron a Madrid a comienzos de mayo, con el propósito de entrevistar a Perón. El famoso exiliado, cuyo regreso fuera impedido el año anterior por un opera­ti­vo que tramaron los gobiernos de Argentina y Brasil, estaba bajo vigilan­cia en España. Habían concertado un encuentro donde no llamara la atención, en la oficina de un amigo del general que éste visitaba habi­tualmente.

   Peicovich tenía una visión crítica sobre el peronismo. Hijo de un inmigran­te yugoeslavo que trabajó en los frigoríficos y descreía de los políticos y los sindicalis­tas, siendo adolescente había visto en dos ocasiones a Perón: la tarde en que acudió a un baldío de Berisso en traje militar, a hablar en un acto obrero junto a Cipria­no Reyes, y des­pués, cuando ya era presiden­te y fue al puerto a echar una ofrenda floral por las víctimas de un sinies­tro petro­le­ro; esta vez pudo verlo más de cerca, y recor­daba la expresión seria de su semblante mancha­do por quema­duras en la piel.

   Pensando hacer un gran repor­taje sobre la personalidad del hombre que provocaba tantas controversias, y rememorando aquellas prime­ras impresiones suyas, el periodista caminó por la céntrica y elegan­te calle Serrano hacia el edifi­cio donde se habían dado cita.

   "Llegué quince minutos antes de lo convenido y fumando, esperé. Me entretuve haciendo cálculos con la altura de la puerta, con cuánto de ese espacio de puerta cubriría Perón al asomarse. También en el traje que llevaría. Exactamente un minuto después de la hora convenida la puerta se abrió. Dejé el sillón, me abotoné el saco. No entraba nadie aún, pero escuchaba voces en el salón, especialmente una, cascada y ondulante. Y entró. Mirándome fijamente mientras tendía velozmente la mano. En seguida me pidió que me sentara. Lo hizo también él, cruzando sus pies, y sus manos sobre el vientre. Se hizo un silencio. O dos. Sus acompañantes -un amigo español y el ex presidente de la Corte Suprema, doctor Valenzuela- arrima­ron sillas y se ubicaron.

   Perón seguía escrutándome con sus ojos muy abiertos. Lo miré con libertad y noté que ya no estaba aquella vieja mancha presidiendo su cara. Ahora la piel aparecía estirada, muy rosada. Su pelo, lacio, apenas dejaba ver tres canas en cada costado. Encontré allí el primer motivo para sacar el hielo de la reunión:

   -Lo veo bien, general. Tengo treinta y cinco años y ya estoy poblado de canas, en cambio a usted apenas se le notan.

   Era un comienzo entrador para cualquier reportaje. Y funcionó:

   -Oh, no crea. Yo ya lo doblo en edad a usted, estoy sobre los setenta. Pero no le haga caso a la carrocería. Cada tanto debo entrar al taller, ajustar alguna biela, aceitar algunas tuercas...

   "Y se rió con fuerza. Fue allí cuando su rostro empezó a funcionar de acuerdo al mito que su rostro tiene entre nosotros y que muchos caricatu­ristas han ensayado. Sacó un cigarrillo, aceptó el café que le ofrecían y luego de escuchar con atención mi pedido de que el encuentro sirviera para otros más, a fin de redondear un reportaje sobre su vida actual, Perón acotó:

   -¡Mire, vamos a hablar todo lo que quiera! Si después eso le sirve para un libro, hágalo. Además, a mí me gusta hablar. Y más con jóvenes, que son siempre el futuro. Yo y mi generación estamos viejos. Ya hemos cumplido el ciclo..."

   Peicovich creyó necesario explicar que él había sido antipe­ronista, si bien con los años había llegado a formarse un juicio más objetivo. Reco­no­cía que el peronismo era un movimiento mayori­tario, pero lo veía anclado en el pasado. Él no era político ni le intere­saba serlo. Lo que quería era escribir sobre el país y su gente, sin partidismo.

   "-Como ve, general, no he venido a decirle 'Qué grande sos, mi gene­ral', sino a hablarle como únicamente puedo hacerlo, como independiente.

   Por toda respuesta, Perón dijo:

   -Me parece muy bien y me gusta mucho que sea así.

   Habían pasado apenas diez minutos. Fueron los únicos en que pude participar, ya que los restantes sesenta y cinco le pertenecieron.

   Analizó su obra de gobierno hasta su caída; bocetó un mapa de los últimos diez años, y concluyó:

   -La etapa carismática del peronismo ha terminado. Pero eso no es así como así, sino porque hemos fijado científicamente todas las etapas del movimiento, haciendo crecer en esta década un árbol joven, junto al del carisma. Por él, el movimiento, sin mí, podrá seguir andando hacia el futuro. Por él, como usted sabrá muy bien, ocurre lo que ocurre; el peronismo es el único partido latinoamericano que sin su líder al lado durante diez años sigue creciendo".

   Se despidieron con un fuerte apretón de manos y quedó pendiente el siguiente encuentro. Cuando Peicovich volvió al hotel, su esposa Raquel le preguntó cómo le había ido, y él comentó no haber logrado mucho de la entrevista, aunque la personalidad de Perón le resultaba sensacional. Se parecía un poco a Martín Fierro, a un viejo crio­llo, con su picardía y su tono senci­llo. Era sorprendente que faltando diez años del país mantuviera ese rotundo carácter argen­ti­no. No se le había pegado nada de España. Tampoco aparen­taba la edad que tenía: había tomado dos cafés, mientras se fumaba una docena de cigarrillos, y su cuerpo macizo, de estampa elegante, parecía a lo sumo el de un sesentón.

   Tuvieron una segunda reunión en la misma oficina. Perón habló de sus temas favoritos, mientras el periodista acechaba la ocasión de pescar una perla, alguna revelación que sacara a luz lo que nadie había oído antes y salvara el reportaje del obvio discurso autoelo­gioso del general.

   "Por unos minutos lo enfoqué a fondo. Se nota desde el vamos que la causa que lo ha hecho célebre ha roto con su intimidad; habla sólo de su movimiento y de su ubicación dentro del mismo. Sonríe mucho y es preciso. Cuando su frase anatematiza o toca el quid de la cuestión, su ojo izquier­do -en actitud cómplice con la mirada de su interlocutor- subraya la sugeren­cia con una guiñada muy porteña. Algo así como estar diciéndole a quien lo escucha: mirá, la cosa es así, ¿pescás?

   Se apasiona y expone con claridad. Todo lo que dice puede estar listo para su publicación. Los datos históricos hacen de soporte a su concepción política actual y su voz se parece mucho -igual, pero más cascada- a aquella que desde un balcón de la Casa Rosada consentía en que el 18 de octubre fuera San Perón. Habla mezclando palabras procaces y giros exclu­sivos de diálogos de varones. Muy criollo en el mirar y el hablar. Sólido, sin reiteraciones, al responder".

   Después Perón invitó a Peicovich y a su esposa Raquel a la quinta de Puerta de Hierro. Allí pudieron apreciar el microclima del parque, fruto de un sistema de riego regulado para vencer el calor de Madrid, así como la preocu­pación del general por los árboles, los perros y las rosas. También disfrutaron de las comodi­dades de la casa, observando que no era más lujosa que cualquier residencia mediana de Buenos Aires.

   "Nos lleva hasta el hall moviéndose como un padre de familia. Uno, muy pronto se siente cobijado por ese Perón. Le quita la armadura pública, institucional, y queda cómodo frente a su cariñosa forma de atender, de servir a sus huéspedes. Apenas cuando alguna pregunta se torna arisca él pierde ese tono amistoso y amplio.

   Pide bebidas frías para todos y habla con mi mujer de doña Juana Sosa, su madre".

   Doña Juana era muy amiga de la suegra de Peicovich, Juana Sal y Seijas, a quien conoció en la Patagonia, y siendo Perón presidente, solía visitarla en su casa de San Isidro. Raquel era entonces muy niña, pero la recordaba bien: "una mujer gruesa, más bien baja, con brillante pelo negro y de pocas canas"; "sé que era india de padre y madre porque ella me lo contó, entre tantas cosas referidas a la Patagonia donde yo nací"; "era muy cálida y hacendosa -a mí me enseñó a tejer- y extraordina­riamente inteligente".

   Raquel le contó estos recuerdos a Perón, y él comentó:

   -Sí, la viejita era muy gaucha.

   Luego habló de las experien­cias de su infan­cia, con clara conciencia de lo que representa-ron en su formación: 

   "-El hombre se forma hasta los ocho años, en que actúa sobre el inconscien­te. Después se prepara. Mi vida en la Patagonia gravitó siempre. El primer regalo de mi padre fue una carabina 22. Hasta los nueve años me crié con los indios y cazando guanacos. Estas impresiones me signaron para toda la vida. Recuerdo que hasta se me congelaban los dedos de los pies a veces en el campo. No, no se lamente. Se caían las uñas, pero la vida sabe lo que hace: después crecían otras más lindas y redonditas. Más tarde, en Buenos Aires, me hicieron un cajetilla. Pero aquello inicial quedó. Cada vez que necesité al indio aquél de la niñez, lo tuve".

   Buscando respuestas más detonantes sobre la actualidad, Peicovich le preguntó por personajes y sucesos políti­cos; pero Perón se escurría de lo anecdótico y se explayaba en los grandes temas del proceso histórico, el Tercer Mundo o la solidaridad latinoamericana.

   Al preguntarle si ha leído a Borges, Perón contesta que no, que en esos años no estaba para cuentos, y se ríe con picardía diciendo que los cuentos los hace él. Traza otro itinerario de lecturas, expresando su admiración por Manuel Gálvez, Lugo­nes, Scala­bri­ni Ortiz, agrega que lee con gusto a Hernán­dez Arregui y Pepe Rosa, y evoca el gesto de rebeldía de José Hernández al escribir el Martín Fierro.

   El último día, Perón los agasajó con un asado a la criolla. Ya había logrado seducirlos con su calidez, pero Peicovich no se iba a dejar convencer ni renunciaba a su propósito testimonial, que cuatro meses después iba a plasmarse en un libro. Aquella tarde agotó los trucos del oficio perio­dís­tico para obtener la frase históri­ca que justifi­cara su reportaje:

   "-Si usted hubiera tenido un hijo varón, ¿qué consejo le daría hoy, en esta hora de la Argentina y del mundo?

   -Que luche por la liberación de su país, que luche por liberarse, que se libere. Toda la historia del mundo es la lucha contra el imperia­lis­mo. Desde los fenicios el destino del imperialismo es el de sucumbir. Esta guerra de hoy ya la hemos ganado. Es fatal. Yo le diría como padre: he hecho hasta aquí. Mi parte está cumplida. Ahora le toca a usted, hijo. Si no lo cumple será un cretino más en el mundo.

   -Quiero hacerle la última pregunta, general. Discúlpeme su carácter pero no puedo no hacérsela. ¿Qué epitafio desearía para su tumba?

   -Bueno, nunca lo había pensado -larga pausa-. ¿Sabe cuál? Se lo diré, es muy sencillo. Me gustaría que únicamente dijera esto: 'Aquí yace un hombre que vivió y cumplió su causa'. Le diré por qué. ¿Sabe una cosa, m'hijo? Yo siempre me consideré, en el fondo, un hombre común. Pero con una causa para servir, con una finalidad. No se olvide de esto. En la vida puede haber simultáneamente hombres singulares y hombres comunes. Pero si los primeros son solamente grandes y no tienen una causa, los comunes, si la tienen, son más grandes".

[Esteban Peicovich, Hola Perón, 1965.

 Torcuato Luca de Tena, Luis Calvo y E. Peicovich, Yo, Juan Domingo Perón, 1986]

 

 

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