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Una visión nacional del Bicentenario

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publicado en el libro Puertas del Bicentenario, Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 2006

           Los conceptos que manejamos tienen distintas acepciones y se habla de resignificarlos. Para poder plantear una discusión, las reglas lógicas exigen ponerse de acuerdo en el significado de los términos. Aunque como dijo alguien, si nos ponemos de acuerdo sobre el significado, ¿de qué vamos a seguir hablando, para qué ya? Esto puede parecer un chiste, pero es una advertencia de que a menudo los historiadores no hacemos más que disputar por los significados.

            Y la primera cuestión es qué Bicentenario. Es el bicentenario de la Revolución de la Independencia sudamericana, de la cual el 25 de mayo porteño fue un foco importantísimo, pero por cierto no el único. No digo argentina sino sudamericana. Y digo sudamericana y no latinoamericana, porque concuerdo con algunos colegas en tratar de evitar esa definición “latina” tan equívoca, que se inventó en la época de Napoleón le Petit para justificar la pretensión de los franceses de ocupar un espacio en América.

            Hablar de revolución es un modo de acentuar el carácter de una ruptura, un cambio radical, lo cual parece obvio, pero sin embargo hace poco oí decir a la directora de un museo de esta ciudad que el 25 de mayo no era una revolución porque no fue más que un cambio dentro del orden jurídico vigente. A lo mejor algunos no la vieron, porque la guerra no se libró en Buenos Aires, pero desde aquí se la llevó a todas partes del interior del continente.  

            Y el objetivo de la independencia estaba claro para los que se llamaron “patriotas” desde la primera hora. Claro que también estaba presente, y en el propio seno del gobierno, la contrarrevolución. Pero para los revolucionarios el propósito era la emancipación, la liberación. ¿Dónde está ese proyecto? En el Plano de Operaciones de Moreno, iniciativa de Belgrano, adoptado por la Primera Junta. Aunque historiadores como Levene han tratado de negarlo, este era el proyecto. El que siguieron Castelli, Monteagudo, también Artigas, y con el que coincidían San Martín y la Logia Lautaro.

            Era el plan de una nación sudamericana, como lo proclamó el Congreso de Tucumán, las Provincias Unidas de Sud América, independientes de España y de “toda otra metrópoli”. Y además, una sociedad republicana igualitaria, porque se pugnaba por liberar a los esclavos y a los indios y equiparar los derechos de los mestizos, como lo proponía Moreno ya en Charcas y en la representación de los hacendados, como figura en su Plan y en las instrucciones a Castelli, como lo planteó Belgrano en su Reglamento para los guaraníes de Misiones, como lo intentaron realizar el Protectorado de Artigas en las provincias del litoral y el Protectorado de San Martín en el Perú. Se trataba de la emancipación nacional y social. Este es el significado americanista y popular de la independencia.

            Pero después, la generación de 1837 cuestionó el sentido de la revolución sudamericana. "Europa es el centro de la civili­za­ción y del progreso" afirmaba el docu­mento liminar de la Asociación de Mayo, desplegando el paradójico razonamiento de que la indepen­dencia no había sido para libe­rarnos de los europeos, sino para estrechar­nos más a ellos [1].

             Uno de los miembros más maduros del grupo, Juan María Gutiérrez, advirtió, sin embargo, que la conquista hispana había interrumpido la evolución de las culturas originarias al destruir "una civiliza­ción que se encami­naba a su cenit" decía, aludiendo al incario, lo cual impedía al continente america­no "alimen­tarse con su propia sustancia" y, si bien era necesario librarse del legado oscurantista y clerical español, "la importa­ción del pensa­miento y la literatura europea no debe hacerse ciegamente" sino "en armonía con nuestros hombres y nuestras cosas" [2].

            Echeverría era un romántico que llamó la atención sobre la suerte de los hombres de las campañas sacri­ficados en las guerras de la independencia y las posteriores: "Se ha proclamado la igualdad y ha reinado la desigualdad más espantosa: se ha gritado libertad y ella sólo ha existido para el poderoso. Para los pobres no han hecho leyes ni justicia, ni derechos individuales, sino violencia, sable, perse­cuciones injustas" [3].

            No obstante la advertencia de Gutiérrez y las sugerencias de Echeverría de educar a las masas criollas para acceder a la igualdad social, dada la evidente resistencia de los pueblos y los gauchos a someterse a los planes “civilizadores” europeístas, el joven Alberdi y Sarmiento concibieron la alternativa era crear una nación a la medida de ese proyecto, sustituyendo a la población realmente existente con inmigrantes europeos. Claro que con los “industriosos” nórdicos, y no con los meridionales que finalmente vinieron.

            En Conflicto y Armonías, Sarmiento explicita una concepción antide­mocrática para gobernar a las masas de bárbaros e hijos de bárbaros. La “civilización” sólo podía imponerse contra ellos. Y la escuela debía servir para extirpar la herencia cultural hispana e indígena, con la “vacuna” europeísta: "A introducir esta vacunación, para extirpar la muerte que nos dará la barbarie insumida en nuestras venas, consagró el que esto escribe su vida entera". Las palabras finales de este último libro de Sarmiento eran: "seamos Estados Unidos" [4].

          Mitre fue tanto o más explícito. En su biografía de San Martín, explica los orígenes de nuestra sociedad distinguiendo cinco razas, y la dirección de la revolución de la independencia la atribuía exclusivamente a los criollos blancos "de sangre pura": "la potencia civilizadora de la colonia", destinados a heredar a los conquistadores "obedeciendo a la ley de la sucesión", ya que este sector "era un vástago robusto del tronco de la raza civilizadora índico-europea a que está reservado el gobierno del mundo" [5].

            Desde Buenos Aires, la clase dirigente "liberal" impuso por todos los medios la vocación y la ficción de una identidad europea del país. En el período roquista, el proyec­to de la genera­ción de 1880 consolidó el régimen oligár­qui­co sobre la base del auge económico agroex­porta­do­r, e instauró la correla­tiva pedagogía de una "democracia blanca" fundamentada en la historio­gra­fía de Mitre. La política oficial, antipopu­lar y anglófi­la, fue respaldada por las institu­ciones educa­tivas invocando la autori­dad de las cien­cias.

            El proyecto de la independencia fue negado, traicionado, desvirtuado por los dirigentes de la organización nacional y del 80, por el país oligárquico. Y fue rescatado, continuado en lo esencial y actualizado por los movimientos populares del yrigoyenismo y del peronismo que vinieron después, y por eso, a pesar de sus limitaciones, son todavía dos fuerzas históricas vigentes.

            Sobre todo para los países periféricos, la independencia no es un acto consumado, sino un proyecto necesariamente renovable y renovado. Esta es una cuestión central, y permítanme insistir en el tema de las palabras y los significados. Dialogando tiempo atrás con un lingüista africano que nos contaba la lucha de ellos por recuperar una lengua propia, eran inevitables las comparaciones con la realidad americana y  reflexionábamos en el dato de que aquí nosotros perdimos las lenguas autóctonas, y solo hablamos la lengua de los colonizadores. Y la cuestión de la lengua con la que hablamos y pensamos es una cuestión crucial de identidad.

            Para nosotros, mestizos de la cultura europea y americana, todo es más ambiguo y difícil. La independencia es un proyecto que implica la autonomía de Europa, adaptando la cultura, los sistemas tecnológicos y las formas políticas occidentales a las necesidades de pueblos que tienen su propia identidad, no adoptando lo que nos imponen. Y frente a esa otra vuelta de tuerca del coloniaje que es la globalización neoliberal, el problema no son los europeos o los norteamericanos, sino los sudamericanos que piensan como europeos o norteamericanos.

            En el Centenario de 1910, la Buenos Aires de entonces se engalanaba para recibir a los príncipes europeos, de espaldas al interior y a nuestra América. Ignorando las miserias de las clases trabajadoras del interior que denunció Bialet-Massé en 1904 [6], y tratando de ocultar sus propias llagas urbanas. Quiero recordar que el año del Centenario se inició bajo estado de sitio, a raíz del atentado contra el jefe de policía Ramón L. Falcón, famoso represor de las luchas obreras y de la huelga de los conventillos.

            En las elecciones de marzo de 1910 se había impuesto el candidato oficial de los conservadores con la abstención del radicalismo, que luchaba contra el fraude. En el mes de mayo el gobierno de Figueroa Alcorta restableció el estado de sitio para sofocar una anunciada huelga general, llenando las cárceles con sindicalistas, anarquistas e incluso dirigentes socialistas. Al día siguiente de la explosión de una bomba que bañó de sangre una función del Teatro Colón, el Congreso sancionó una ley prohibiendo cualquier forma de agitación anarquista y amenazando con penas de cárcel el activismo gremial, en términos tan drásticos que el diario La Nación la calificó como “un instrumento terrorista análogo a la misma propaganda que se propone extirpar” [7].

            Aquella Buenos Aires estaba “europeizada” por arriba y por abajo, por una clase alta que educaba a sus hijos en francés y en inglés, y por las clases bajas de inmigrantes a los que se les negó la posibilidad de adquirir la tierra y se hacinaban en los conventillos. En el diario La Prensa del 9 de julio, aniversario de la independencia, un editorial señalaba que la gran masa de inmigrantes arribados a lo largo de medio siglo conservaba la nacionalidad de origen e infundía a sus hijos el culto de la “patria paterna”, ante la ausencia de leyes de naturalización, pues los círculos políticos temían incorporarlos como votantes, todo lo cual abonaba “los prejuicios de que la República Argentina era más una colonia que una nación”.

            Ese mismo año Roque Saenz Peña asumía la presidencia, y aunque era un demócrata que iba a propiciar el derecho al sufragio que reclamaba Yrigoyen, era rehén, como todo el país, de un sistema económico perverso. En su mensaje a las cámaras hablaba de colonizar, de la necesidad de equipar y dar la tierra en propiedad a los colonos, pero como no había más tierra, porque toda había sido ya “distribuida”, la salida era el arrendamiento. Lo único que se podía hacer, dijo, era confiar “en la prodigalidad de la naturaleza” [8]. Pero aquel invierno la Providencia no mandó lluvia, y en los campos pampeanos un movimiento de arrendatarios ruso-alemanes y otros se lanzaron desesperados a exigir comida, iniciando el movimiento de las huelgas agrarias -y la represión con aquella ley “terrorista”- que iban a conmocionar al país durante más de una década.

            Hay que recordar, para eso sirve la historia. Y hay que revisar la historia, para no repetir los errores de generaciones anteriores. La patria es el territorio y es también donde se ejercen los derechos.

            Esperemos que en el 2010 no pase lo mismo que en 1910. Esta ciudad capital ha cambiado, se ha “sudamericanizado” con los migrantes del interior y de los países hermanos, basta mirar hoy sus veredas para advertirlo. Buenos Aires es la capital de la república. Es una ciudad que no pertenece sólo a los porteños. Que pertenece a los pueblos de la nación, y la nación es Sudamérica.


[1] Esteban Echeverría, Dogma Socialista y otras páginas políticas, Buenos Aires, Estrada, 1965, p. 116.

[2] Juan M. Gutiérrez, discurso del 23 de junio de 1837 en el Salón Literario, en El ensayo romántico, Buenos Aires, CEdAL, 1967.

[3] Esteban Echeverría, "Lecturas en el Salón Literario", en Obras comple­tas, Buenos Aires, 1972.

[4] Domingo F. Sarmiento, Conflicto y armonías de las razas en América, Buenos Aires, 1915, cap. IX, p. 445-446, 454 y 456.

[5] Bartolomé Mitre, Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, Buenos Aires, 1887, cap. I, XI.

[6] Juan Bialet-Massé, Informe sobre el estado de las clases obreras argentinas a comienzos del siglo, Buenos Aires, CedAL, 1985.

[7] Ley 7029, llamada “de Defensa Social”.

[8] Mensaje del presidente ante el Congreso Nacional, 1910. 

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